La espera
El amor lleva como condena una inmensa cadena de palabras: libros, versos, canciones, sumas de tiza en la pared, cartas

Mujer mayor asomada a la ventana. | Freepik
No se oye nada, salvo el ruido de la nevera, el segundero de un reloj de pulsera y el rumor lejano de los coches que vienen de algún sitio y van hacia otro. Es algo que tienen los coches en movimiento: todos tienen una salida y una meta, un pasado, un presente y un futuro. Todos, estoy segura, tienen algo que contar.
Y hay algo más que todos estos tienen en común: todos pasan por mi ventana. Los veo, los oigo y, como agradecimiento, les digo adiós con la mano. A todos. Porque sé que hay personas a las que nadie les dice nunca adiós. Tampoco hola.
Me parezco un poco a esos coches. Yo también tengo un pasado, lleno de historias que me hacen sentir satisfecha. Yo también tengo algo que contar. Por eso, cada vez que les digo adiós con la mano siento que compartimos algo aunque sea por un instante. Sé que hay mucha gente a la que nadie les dice nunca nada. También tengo un presente. Por eso, incluso ahora, sigo saludando a los coches que pasan.
Ayer, una pareja me preguntó por la calle Azul. Les conté cuánto solía pasar por allí y algunas de mis anécdotas más divertidas. Se rieron. Les indiqué el camino: « Al final de la calle, a la izquierda». Se fueron cogidos del brazo. Yo les dije adiós moviendo la mano.
Me gustan los niños. Quizá porque ellos siempre devuelven el gesto. Siempre me dicen adiós con la mano y eso me hace sentir que, por un momento, nos entendemos.
La última vez que me dijeron adiós, los ojos se me llenaron de lágrimas y la boca se me secó de golpe. Las manos, las suyas y las mías, ondearon en el aire tanto rato que se volvieron mecánicas en este baile de estaciones y puertos de cualquier tiempo. Manos cargadas de esperanza. Manos temblorosas, cagadas de miedo. Miedo a lo desconocido, a cualquier cosa que se oponga a la esperanza. También eran manos comprometidas, unidas en y por la confianza. Mutua, suya y mía. Para mí, suya. Para él, mía.
Me gusta confiar en alguien. Hay quienes no confían en nadie jamás. Tal vez sean esas mismas personas que nunca saludan ni dicen adiós. O tal vez no. Cualquiera puede no confiar. Creo que es más fácil desconfiar que confiar. La desconfianza parece un refugio cómodo para muchos. Para mí, no. Yo confío. Confío en aquella persona, la última que me dijo adiós. Y no estoy sola en este largo camino de la confianza. Tengo testigos. Testigos que me bombean el corazón, que se descifran con los ojos y con el entendimiento. Tengo cartas.
Cartas que él mandó y yo recibí. Cartas que escribió con sus manos y que yo leí, releí y volveré a leer. Papel santo, tocado, doblado por esas mismas manos que siento sobre mí en cada curva de su letra. Su letra es su persona en dos dimensiones. Me subo en cada trazo, me pierdo en la altura de sus tes hacia el abismo de sus eles y sobre la dulzura de sus bes. El papel ya se ha puesto amarillo. Se le ve hastiado, cansado de ser abierto, manoseado, releído, redoblado. Suplica por su jubilación pero yo no puedo concedérsela. No hay reemplazos.
Te juro que no es por descuido. Cada mañana, como todas las mañanas, bajo a las once y media y miro el buzón. A veces, el puñetero cartero se retrasa. Pero al final siempre pasa. Y aunque a veces huela a vino, sé que no es culpa suya. No he cambiado de casa, ni de piso, ni siquiera la decoración. Por si acaso. Por si algo, cualquier cosa, pudiera influir en la llegada de la correspondencia. Puede que no, pero también puede que sí. Por eso, mi pasado forma una gran parte de mi presente. Ayer, hice lo mismo que hoy. El mes pasado, lo mismo que este. El año pasado, igual que ahora. Es la forma más segura de estar segura. Porque una vez prometí que mi amor no tendría límites.
Mientras tanto, disfruto del sol, saludando con la mano a toda esa gente seria y triste que camina cabizbaja por las calles, con prisa. Como si en su rapidez pudieran esconder su soledad. Quizás esas personas nunca han confiado en nadie. O quizás nunca han escuchado un adiós.