La variable que desbordó la lógica
«La fórmula siempre daba el resultado esperado: placer, compañía, complicidad y escape»

Una chica en un tejado. | Freepik
Amanda era la variable en una ecuación de cuatro términos fijos. Con uno multiplicaba el deseo, con otro dividía la soledad, con el tercero sumaba risas y con el cuarto restaba vacío. La fórmula siempre daba el resultado esperado: placer, compañía, complicidad y escape. Con cada uno de esos hombres las piezas de su receta encajaban a la perfección; y por cosa del viento, terminaba en los brazos de uno o de otro según en el día soplara la corriente.
Que se le multiplicara el deseo no era fácil para una mujer vivida como Amanda, pero era justo lo que le ocurría con él. En cada encuentro el sudor se les metía en los ojos y se rascaban los genitales hasta calmar el picor. También les ardía la piel y a veces tan solo rozarse al pasar el umbral del apartamento les valía para no pronunciar palabra y montarse primitivamente uno sobre el otro perdiendo la línea del cuento de quién se sube sobre quién. No había misterio en su encaje. Se daba como si de algún modo compartieran un manual de instrucciones en cada visita a la cama, siempre la de él. Había urgencia y se oían sus ganas con chillidos agudos de piel en reclamo. Había calor y sudor bajo la sospecha constante de desvanecerse con el tiempo, ese que ocupaba algo más que el instante.
Que se le dividiera la soledad a Amanda era un alivio que perseguía. Algo en el otro él llenaba el espacio de quietud. Su presencia la envolvía como un pez que se dejaba arrastrar por la corriente, sin esfuerzo, sabiendo que la llevan hacia algún lugar. Su abrazo la desarmaba. Se dejaba desparramar en la seguridad de los argumentos que él defendía como un capricho dialéctico. El silencio compartido no le resultaba incómodo, pero tampoco optaba a muchos de esos ratos por la verborrea incontenida que le llenaba a él la boca de palabras; una que le terminaba entornando los ojos y deseando que se callara para hacer nada más. Su presencia le disolvían las sombras que la rondaban como un puñado de lobos hambrientos. Días menos largos y noches menos angostas. Un refugio para su voz reverberante. Le acariciaba el culo para quedarse dormido. A veces la penetraba así, vuelta de espaldas, sin una mirada que cogiera las riendas de lo no dicho, como si tirar del hilo del globo hiciera que nada pudiera volar; y claro, así, el globo se escapa.
Que se le sumaran las risas a Amanda no era tarea sencilla, sin embargo, sucedía con el tercero sin esfuerzo. Con él, las preocupaciones se esfumaban en un chiste y con una vida que parecía más llevadera, la complicidad tomaba tintes de fantasía. No importa el ánimo con el que llegaran al café, siempre encontraba la manera de hacerla reír y así, risa sobre risa, se estrujaban los culos en la acera, se lengüeteaban las bocas en la escalera del metro y se les colaba alguna mano astuta bajo las capas de ropa que les separaba. Se distraían.
Que se le restara el vacío a Amanda requirió de un alarde de juegos de imaginación y su forma concreta aterrizó sobre un hombre, que de tan lejos, resultó fácil soñarlo. Con él, lo imposible tomaba una consistencia inmaterial que desbordaba la estética de una literatura barata. Amanda salía con él hecho nadie en una relación de lo que podría ser y no era. Esculpían deliciosamente lo que no existía y, con montones de palabras vacías, esbozaron la idea de una vida que le llenó durante muchos ratos el vacío de lo que nunca ocurrió.
Todos iban encajando en una lógica del viento que, como una veleta, giraba cambiando de dirección según soplara. Un día, uno cualquiera, sin nada de especial, se descubrió amando. Se le coló un número nuevo con el que no podía operar en ninguna de las fórmulas que con maña manejaba. Se le cayó la fórmula que sostenía su sistema. Por primera vez, Amanda no sabía cómo despejar la ecuación.