Fuera de lugar: la novatada
«Saúl tomó la mano de Amanda y comenzaron a explorar el lugar sin rumbo. La música les marcaba el compás de los pasos y parecía que los guiaba por el ambiente como actores en un vídeo musical»

Una pareja tomando vino en un bar. | Freepik
La música retumbaba potente tras la puerta. Las voces se entrelazaban con el murmullo de los bajos. Sonaba a multitud, pero también podrían ser tres gatos escandalosos. Amanda y Saúl se quedaron quietos un segundo. Sin mirarse, ya sabía lo que el otro estaría pensando. Con un pequeño nudo en el estómago, Amanda sintió la mano de Saúl en la espalda y vio cómo empujaba la puerta con suavidad. Dentro, el aire estaba denso. Una mezcla de perfume, de cuerpos y de alcohol cargó el ambiente en los primeros pasos. Luego desapareció; suponen que porque ellos mismos pasaron a formar parte del aire del local. Se cruzaron con unos y otros. Sus miradas pesaban. Una mujer entrada en años, vestida con lencería barata, les sonrió. Se dieron entre ellos un pequeño codazo; todavía no sabían si habían venido a mirar o a ser mirados. Allí dentro, la lujuria tenía su propio lenguaje y ellos aún no sabían hablarlo.
«Qué coño hacemos aquí», le dijo Amanda al oído. Saúl se encogió de hombros y la señaló insistentemente con el dedo, atribuyendo a ese olfato inquieto suyo – el mismo que la hacía desviarse por callejones desconocidos – la responsabilidad de que estaban donde acaban de entrar.
Se dirigieron a la barra. Buscaban un refugio momentáneo y algo que les soltara un poco la melena. Amanda se apoyó en el mostrador. Saúl pidió un par de tragos fuertes, a ver si el sabor amargo les arrancaba de la duda. Bebieron sin ganas aunque ninguno se lo dijo al otro. La luz del local convertía sus copas en brebajes multicolor que parpadeaban. La gente se movía como si estuvieran en su propia casa, como si llevaran toda una vida habitando esos pasillos y paredes. Los miraban. Se les veía esconder la cara en la copa, en cada trago que les quemaba la garganta, sin lograr disimular del todo su incomodidad. Se sabían carne y de la fresca. Llegaron a pensar que siempre serían ajenos y que la novatada se les notaba lo suficiente como para que nunca nadie se atreviera a interactuar. Después de un rato, Saúl tomó la mano de Amanda y comenzaron a explorar el lugar sin rumbo. La música les marcaba el compás de los pasos y parecía que los guiaba por el ambiente como actores en un vídeo musical.
Al final de uno de los pasillos, en un rincón discreto, encontraron un jacuzzi. Les llamó la atención a cada uno de forma inversa. Mientras Saúl le arqueó las cejas en un gesto de invitación, Amanda frunció el ceño incapaz de disimular el rechazo. Solía pasarles lo mismo en la puerta de bares, restaurantes y cafés. Si desde lejos había algo que Amanda comenzaba a barruntar sobre la fachada, olor o luces de un local, justo Saúl le ofrecía pasar dentro con la ilusión de un niño que ofrece un globo. Solían reírse de esto, aunque algunas de esas risas se tornaron discusión alguna que otra vez. Tan difícil de contentar ella como ingenuo y paciente parecía él. Las más de las veces, se esperaban del otro justo lo que ocurría, así que a Saúl, el gesto de Amanda no le sorprendió. El agua turbia, la piel ajena deslizándose demasiado cerca en ese caldo clorado, le revolvió algo en el estómago. Suponía que si habían entrado en ese local, aquello debería provocarle algo más que curiosidad, pero en lugar de ganas, le dio asco. Pasaron de largo y Saúl se despidió de la imagen como quien ve alejarse un paisaje desde la ventanilla de un tren. Tampoco estaba seguro de sentirse atraído por la idea del todo pero la sensación de haber pasado de largo le pesó un poco. A Amanda le ayudó a sentirse aún más fuera de lugar: « Cómo se nos ocurre… A nosotros… A nuestra edad…». No se atrevió a decirlo, en casa llegó a mostrarle a Saúl tanta ilusión que temía decepcionarle; así que las palabras se le arremolinaron en la lengua, pesadas como el aire del local. (Continuará… )