Nada más feroz que quedarse
«Se dejó atar las muñecas con una cuerda rojo vino y fingió que aquello la excitaba, como todos los demás parecían suponer»

Mujer comiendo palomitas de maíz. | Freepik
Amanda estaba tirada en el sofá, con las piernas enredadas en la manta de cuadros que siempre terminaba picándole un poco. En la pantalla, una pareja se miraba bajo la lluvia con la intensidad de quien lleva esperando toda la vida para hacerlo. Ella llevaba una blusa blanca empapada y él un abrigo gris que le colgaba mojado de los hombros. Se abrazaban como si fueran de cerámica y se hubieran cocido juntos. Amanda, con un bol de palomitas casi vacío ya en el regazo, sintió una punzada que le recorrió del pecho al vientre. No era de empacho. Tampoco de envidia, emoción o anhelo. Era como una distancia; ésa de ver algo hermoso desde el otro lado de un cristal borroso y muy grueso. Como si la manifestación de sus ausencias le pellizcaran las entrañas. Amanda pisaba el mundo con más de esa distancia que de implicación, y su función de espectadora la apartaba un poco de sus ideas de protagonista. Parpadeó para deshacerse de todo este embrollo y rebuscó en el fondo del bol. Le gustaba morder algunas de las bolas de maíz que no habían llegado a estallar, como si fueran una metáfora de sí misma.
El salón cálido y el murmullo de la película se mezclaban con imágenes sueltas en su cabeza: una orgía en la que no supo dónde poner las manos; una tarde de cuerdas y mordazas que acabó con ella disculpándose sin saber muy bien por qué; escenas de cuerpos que se entrelazan sin que lograra encontrar el ritmo del tumulto, como si todos respiraran con un solo pulmón y ella tuviera branquias.
«¿Por qué no me enciendo como se supone que debería?», pensó. No era falta de curiosidad. Había probado más de lo que muchas amigas se atrevían siquiera a imaginar. Pero todo le dejaba el cuerpo como tibio. Como si las brasas no prendieran nunca del todo. Pensaba a veces que estaba rota, o que había algo en ella mal conectado, un interruptor flojo que no lograba encontrar.
Se estiró hacia la mesa para alcanzar el mando y pausó la película justo antes del beso final. El rostro congelado de la actriz —con la boca entreabierta y los ojos cerrados— se quedó fijo en la pantalla como una estatua de mármol. Amanda se quedó mirándola unos segundos, incómoda, como si la pillara espiando un trozo de intimidad al que no hubiera sido invitada.
Recordó entonces aquella noche en la que aceptó ir a un club con Clara y un par de desconocidos. Clara era de esas mujeres que parecían haberse aprendido la libertad de memoria. Tenía un aire resuelto, toda ella, incluso cuando se equivocaba. Amanda la envidiaba en silencio. Aquella vez, la sala estaba forrada de terciopelo rojo y olía a incienso. La música era lenta, casi líquida. Se dejó atar las muñecas con una cuerda rojo vino y fingió que aquello la excitaba, como todos los demás parecían suponer. Cerró los ojos, respiró hondo, esperó el clímax. Nunca llegó. Su estar allí se acercaba más al aburrimiento que al deseo y su alteración, más que sobre la excitación, pendía del miedo a la decepción de los que la observaban. Se inventó una excusa y se fue antes de que terminara la noche. Clara le escribió más tarde: «¿Estás bien?» Amanda respondió con un corazón. Mentira blanca.
Volvió a poner la película en marcha aunque ya no le interesaba. Se giró sobre sí misma en el sofá y miró el techo. Empezó a pensar una vez más. Ese maldito defecto suyo de darle demasiadas vueltas a todo y a lo mismo la entregó a la idea de lo que nunca había tenido: una conversación larga sin la tensión de defraudar, una risa compartida que acabara en roce, en latido, en sincronía. No una explosión, ni un incendio, ni un salto al vacío; sólo calor. Ese fuego tranquilo que te calienta los pies en invierno; la taza de té que te entibia las manos, el abrazo sostenido que te enciende el corazón. ¿Era eso amor? Parecía sencillo, y hasta aburrido; pero quizás no era hastío sino una forma más lenta de arder, una llama que ni pide aplausos ni se apaga. Es posible que hubiera corrido más tras los aplausos, creyendo que follar iba de ovación ante una pirueta en lugar de un vals que se queda. Un vals con su ritmo previsible y repetitivo, un poco anticuado; un baile en el que si uno se suelta es para volver a agarrarse.
Amanda transitaba entre una idea de la mujer que creía que tenía que ser y la que le salía sola, sin ensayar. Por más cuerpos que hubiera probado, por más escenas que intentara replicar, no anhelaba nuevos jugadores de orgasmos sino un espacio donde el ser y el estar se fundan en un nuevo verbo: to be. To be in…
En la pantalla, los créditos se deslizaban lentos e indiferentes sobre un fondo negro. Amanda no sabía en qué momento habían empezado. Se había quedado mirando un punto fijo en el aire como si esperara que una mano bajara del techo y le tocara el hombro para indicarle el próximo paso.
Se levantó del sofá y fue a la cocina. Sirvió un poco de agua, sintió el frío del vaso en la mano, lo bebió despacio. En el silencio de la casa, se preguntó: «Esto va de atreverse, ¿no?». Si el azar —caprichoso, torpe, vital— se movía a su favor, no tendría más excusas para esconderse en los emojis, imitar escenas prestadas o fingir con pericia un papel. Tendría que tener los ojos abiertos, los pies en la tierra y dejar de esconderse. Quizás el momento adecuado era el salto en sí mismo. Apoyó el vaso en la encimera y se recogió el pelo en un moño deshecho. Se adentró en el pasillo a oscuras, hoy no necesitaba nada más de luz.