Así hemos demonizado el sudor: de cómo convertimos a un aliado en enemigo
Desde los anuncios a los lineales de supermercados nos empeñamos en disfrazarlo, pero ¿por qué?

Un hombre agita la cabeza. | ©Unsplash.
Sales de casa y, aunque aún es temprano, el aire ya pesa. El asfalto empieza a irradiar ese calor inconfundible de los días de verano, y tú lo notas antes de que nadie diga nada: en la frente, donde un leve brillo comienza a traicionarte; en las manos, donde cada contacto parece adherirse demasiado. Sabes lo que viene, y no puedes evitar anticiparte: la incomodidad del sudor está al acecho.
El ascensor refleja tu imagen: te examinas los brazos y compruebas si la camiseta empieza a mostrar manchas oscuras bajo las axilas. Un desodorante en el bolso, un abanico improvisado con una carpeta, toallitas, cambios de ropa… cada gesto busca borrar la evidencia. No quieres que nadie note lo que tú ya has sentido en el cuello o en la espalda baja: el cuerpo ha empezado a hacer lo que lleva siglos perfeccionando, pero tú prefieres que nadie lo sepa.
Intentas disimularlo, aunque sabes que es inútil. Te mueves menos, eliges ropa más holgada, incluso te convences de que, si te hidratas más, quizás sudes menos. La contradicción es evidente: tu cuerpo busca refrescarte y tú, en lugar de agradecerlo, lo reprimes. Te enfrentas al verano no solo con ventiladores y botellas de agua fría, sino también con una batalla silenciosa contra una señal de que estás vivo y que funcionas bien: el sudor. Aquel al que honramos en su día con el ‘ganarás el pan con el sudor de tu frente’ ahora es un enemigo a batir, donde estamos casi dispuestos a dejarnos sangre y lágrimas para que el sudor no aparezca.
El sudor corporal, un aliado veraniego a través de la transpiración
Sudamos porque estamos vivos y porque nuestro cuerpo necesita mantener una temperatura constante. La transpiración es un mecanismo fisiológico esencial que permite liberar calor a través de la evaporación del agua que excretamos por la piel. Este proceso es automático, regulado por el sistema nervioso, y se activa especialmente cuando suben las temperaturas o realizamos un esfuerzo físico. No es un fallo del cuerpo, sino un reflejo de que está funcionando correctamente.

Las glándulas sudoríparas son las encargadas de esta tarea, y están repartidas por casi toda la superficie de la piel. Existen dos tipos principales: las ecrinas, que son las más numerosas y se encargan de producir un sudor acuoso y transparente; y las apocrinas, que se concentran en zonas como las axilas o la ingle y cuya secreción contiene más lípidos y proteínas. Mientras que las ecrinas se activan para regular la temperatura, las apocrinas tienen más relación con las emociones y cambios hormonales.
Una persona puede sudar hasta dos litros al día en condiciones normales, y esa cantidad puede dispararse en plena ola de calor o durante un esfuerzo intenso. Esta transpiración no solo sirve para refrigerarnos, sino que también ayuda a eliminar pequeñas cantidades de toxinas y a mantener la hidratación de la piel. El sudor no tiene un volumen fijo: hay personas que sudan más por su genética, su edad o su nivel de entrenamiento. Incluso ciertos medicamentos o patologías pueden aumentar o reducir esta respuesta corporal. De hecho, podríamos decir que sudar es un efecto normal dentro de una piel sana.
La demonización del sudor: sus malas compañías
Durante siglos, el sudor fue signo de esfuerzo y humanidad. Sin embargo, en algún momento lo convertimos en enemigo. La cultura del desodorante, del antitranspirante, del frescor duradero ha hecho que rechacemos el simple hecho de sudar. Pero no es el sudor el culpable del olor que tanto tememos. El sudor corporal, por sí solo, es prácticamente inodoro, como ya te hemos contado en THE OBJECTIVE en varias ocasiones.
El mal olor corporal que asociamos al sudor es, en realidad, el resultado de un proceso más complejo. En nuestra piel viven bacterias que se alimentan de los compuestos presentes en la transpiración, especialmente en las zonas donde actúan las glándulas apocrinas. Esas bacterias descomponen lípidos y proteínas, generando sustancias volátiles que son las que realmente huelen mal. Así, el sudor actúa como un desencadenante, pero no como la causa.
Lo que evitamos con desodorantes y perfumes no es el sudor en sí, sino los efectos secundarios de un ecosistema cutáneo desequilibrado o saturado. El problema no es que sudemos, sino cómo gestionamos el entorno que se crea después. La obsesión por eliminar cualquier rastro de humedad o de olor ha derivado en una guerra constante contra una función natural, sin entender del todo sus causas. Y mientras tanto, seguimos confundiendo al mensajero con el mensaje.