Nada que fingir. Parte VI
Saúl le rodeó la cintura y la trajo para sí, aunque ya no quedaba espacio entre ellos

Una pareja cocinando. | Pixabay
Saúl la observaba de espaldas. La trenza pendulante le hipnotizaba. El chasquido del cuchillo contra la tabla y las vueltas de la cuchara de palo sobre el fogón creaban un ritmo bailable, tangible, casero. Cada pequeño gesto de Amanda era familiar. Al fin y al cabo, cocinar no tiene nada de especial. Se corta, se remueve, se salpimenta, se prueba… Pero a Saúl le parecía estar descubriendo en ella esos gestos cotidianos como nuevos, como vistos por primera vez. Se sonreía. Le resultaron bonitos aderezados por la luz del atardecer que se colaba por la ventana y le dibujaba sombras masticables sobre la piel. Amanda cortaba cada ingrediente apretando los labios sobremanera. La frente se le fruncía, parecía andar enfadada con todo lo que se le interponía en el camino del orden. Apartaba un plato, limpiaba la encimera, cuidaba de no desparramar ni un grano de sal. A veces las cejas se le arqueaban como las de un payaso cuando ofrece la flor de su solapa. Amanda dialogaba con un ser invisible al que Saúl solo tenía acceso por los divertidos gestos de su rostro. La sencillez de la imagen le resultó un regalo, como esas escenas caseras de una película italiana donde la belleza se encuentra en lo cotidiano y el público sonríe cómplice ante la autenticidad más pura.
—Si sigues así, voy a tener que detener esta pelea —le soltó— que esa cebolla no te debe ganar.
Amanda se volvió con una sonrisa burlona y le lanzó un pequeño trozo de tomate que él atrapó al vuelo.
—¡Podrías hacer algo útil en vez de criticar mi entrega y esfuerzo facial! —le reprochó.
Saúl fingió ponerse a trabajar; tiró del mantel hacia un lado y luego del otro, palmoteando con las manos la mesa para que el ruido le otorgara el beneficio de la duda sobre una ocupación extrema.
Amanda sacudió la cabeza e intentó aupar sin manos, con un pequeño espasmo, la camiseta que se le resbalaba por un hombro. Saúl se levantó y se la subió con cuidado. Se miraron, por primera vez, así de cerca, a un suspiro de distancia. Con la mano derecha sujetaba una cebolla con fuerza y con la izquierda la amenazaba con su cuchillo estrella. Sobre el rostro, unos mechones le molestaban la vista. Saúl, allí tan cerca, aprovechó para apartárselos de la cara y guiarlos hasta la oreja más próxima. La mirada de Amanda se enterneció como la de una cierva. Cerró los ojos cuando Saúl se entretuvo acariciándole el rostro y volvió a abrirlos justo a tiempo, cuando pudieron sonreírse antes de volver a apretar los labios, esta vez, los de uno con el otro.
—Te lo dije, esta canción es peligrosa —murmuró Amanda contra sus labios—. Tiene efectos secundarios.
Saúl sonrió y rozó su frente con la de ella.
—Entonces, ¿qué hacemos? ¿La dejamos sonar o la silenciamos antes de que nos arruine la cena?
Amanda rio suave, sin separarse y le volvió a besar. Le pasó los brazos por el cuello sin soltar el cuchillo, embebida por el momento. Dio un paso adelante sin dejar de mirarle y se pegó a él. Saúl le rodeó la cintura y la trajo para sí, aunque ya no quedaba espacio entre ellos.
La cocina, sus sonidos y olores, se emborronaron a su alrededor; un círculo de luz los enfocó en medio de la escena dejando el resto difuso. La burbuja centraba el beso como imagen principal hasta que un manotazo distraído a la cámara, como una advertencia divina, enfocó el cuchillo sostenido sobre el cuello de Saúl.
Continuará…