La evolución de nuestras mandíbulas explica por qué tenemos dientes más juntos que nunca
En unos milenios, nuestra dieta ha cambiado tanto que, entre medias, la dentadura se ha visto afectada

Un hombre en el dentista. | ©Freepik
En 2025, en un país como España, poco o nada se parece nuestra forma de vivir a la de aquellos grupos humanos que, miles de años atrás, domesticaron animales y aprendieron a cultivar la tierra. La transición del Paleolítico al Neolítico supuso un cambio radical en muchos factores. La dieta, la organización social y el modo en que el Homo sapiens interactuaba con su entorno se modificaron. Si entonces la vida dependía de la caza, la recolección y el trabajo físico constante, hoy nos movemos menos, pasamos gran parte del día sentados y consumimos alimentos muy diferentes.
Nos relacionamos de otra manera. También sin la exigencia de un contacto físico constante, y nuestro cuerpo recibe estímulos muy distintos. La musculatura, el esqueleto y hasta los órganos sensoriales han evolucionado en este contexto, aunque no siempre de forma evidente a primera vista. Sin embargo, los expertos advierten que estos cambios se notan incluso en lugares tan concretos como la boca y la mandíbula. Lo que comemos, cómo lo preparamos y el esfuerzo que requiere masticarlo han condicionado, poco a poco, la forma y el tamaño de nuestra estructura maxilofacial. Por eso, la evolución de la mandíbula humana está muy marcada por lo que comíamos o cómo lo comíamos.
Hoy en día, fenómenos como el apiñamiento dental o las maloclusiones no son una rareza, sino una constante tanto en niños como en adultos. Los ortodoncistas reciben cada vez más pacientes que, sin una causa genética aparente, muestran una disposición irregular de los dientes. La explicación se encuentra en un proceso evolutivo reciente. No obstante, se ha visto acelerado por cambios culturales y alimentarios que han reducido el tamaño de nuestras mandíbulas. Todo ello sin que el número de dientes se haya visto alterado, es decir, seguimos con las mismas 32 piezas en la edad adulta.
Demasiados dientes para una dieta menos exigente
El cuerpo humano es una máquina eficiente que, a lo largo de milenios, se ha adaptado para aprovechar al máximo los recursos disponibles. Sin embargo, en apenas unos siglos, nuestra dieta ha pasado de exigir una masticación potente y constante a depender de alimentos blandos y fáciles de procesar. Durante el Paleolítico, el menú incluía carnes fibrosas, raíces duras y vegetales crudos, lo que requería una mandíbula amplia, dientes resistentes y una musculatura poderosa. Eso ha supuesto que la evolución de la mandíbula humana devenga en menos hueso y músculos no tan potentes.

De hecho, en términos generales, somos un homínido raro: tenemos gestaciones largas, crías indefensas, infancias muy largas y las hembras tardan en llegar a la madurez reproductiva. Por eso, digamos que el Homo sapiens guarda particularidades que, en lo que nos atañe respecto al desarrollo mandibular, no deja de ser paradójico.
En la actualidad, comemos pan tierno, frutas peladas, carnes procesadas y verduras cocidas. Esa reducción del esfuerzo al masticar ha hecho que la musculatura maxilar se desarrolle menos. Por ende, eso supone que la mandíbula, con el paso de las generaciones, se haya reducido en tamaño. El problema es que el número de dientes no ha disminuido: seguimos teniendo 32 piezas en la edad adulta. Exactamente igual que nuestros ancestros que vivían de la caza y la recolección.
Esta desproporción entre el tamaño de la mandíbula y el número de dientes provoca que no siempre haya espacio suficiente para alinearlos de forma correcta. El resultado es un aumento de problemas como el apiñamiento, que no solo afecta a la estética, sino también a la higiene dental y a la salud bucal en general. La mordida se desajusta, el desgaste de las piezas se reparte de forma desigual y se incrementa el riesgo de caries y enfermedades periodontales. Algo en lo que ha reparado a menudo el profesor Peter Ungar, de la Universidad de Arkansas, autor del libro Evolution’s Bite: A Story of Teeth, Diet, and Human Origins.
La evolución de la mandíbula humana: una cuestión muscular
Las pruebas arqueológicas muestran que, durante el Paleolítico y el Neolítico, las caries eran muy poco frecuentes. Esto se debe, en parte, a que el consumo de azúcares simples era mínimo y la dieta no favorecía la acumulación de placa bacteriana. La aparición de la agricultura y, siglos después, de la industria alimentaria ha cambiado radicalmente este escenario. A ello se suma que el apiñamiento actual dificulta una limpieza eficaz, incrementando el riesgo de caries. Otra singularidad respecto a otros ancestros es que nuestra dentición definitiva tarda mucho en aparecer. Algo impensable para el caso de otros homínidos como el Homo neandertalensis.
Los estudios sobre evolución dental indican que el organismo, cuando considera que una estructura ya no es imprescindible, reduce el gasto energético en desarrollarla. Así ha ocurrido con la evolución de las mandíbulas humanas, que han perdido robustez y capacidad de anclaje muscular. También explica la persistencia de elementos vestigiales como las muelas del juicio. A menudo un dolor de cabeza, estas piezas habitualmente no encuentran espacio para erupcionar correctamente. Por ello, lo más habitual es que acaben siendo arrancadas, antes de que acaben provocando dolor, inflamación o infecciones. De las que hemos hablado a menudo en THE OBJECTIVE.
No obstante, los expertos advierten que no podemos idealizar las dentaduras de nuestros antepasados. La mayoría de los fósiles hallados corresponden a ejemplares bien conservados, lo que no significa que todos los homínidos disfrutaran de dentaduras impecables. Es probable que muchos perdieran piezas o sufrieran infecciones graves, pero esos restos, al no resistir el paso del tiempo, rara vez llegan hasta nosotros. La diferencia es que, en su caso, la masticación intensa mantenía mandíbulas más amplias y menos propensas al apiñamiento que las nuestras.