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Así vemos el paso del tiempo con los años: de los días eternos a los días fugaces

Aunque una hora sea igual de larga para todo el mundo, la realidad es que la forma en que la vemos no es la misma nunca

Así vemos el paso del tiempo con los años: de los días eternos a los días fugaces

Un hombre mirando por la ventana. | ©Freepik.

Un minuto es un minuto. Sesenta segundos, ni uno más ni uno menos. No hay diferencia entre el tiempo que marca el reloj para ti, para mí o para quien vive al otro lado del mundo. Sin embargo, lo que sentimos que dura ese minuto puede ser diametralmente opuesto. Todos hemos vivido días que se nos hacen eternos y otros que se escapan sin darnos cuenta. ¿Cómo es posible que algo tan constante pueda parecer tan variable?

Quizá no hay experiencia más universal que la de mirar atrás y preguntarse en qué momento se nos ha ido el año, el verano, la juventud. Hay algo en el paso del tiempo que cambia con nosotros. Cuando éramos pequeños, los veranos duraban siglos y las tardes parecían no tener fin. Hoy, sin embargo, los días se consumen casi antes de que podamos exprimirlos. No es que el tiempo corra más; somos nosotros quienes lo percibimos de forma distinta a medida que vivimos más.

La percepción del tiempo no es una propiedad del tiempo en sí, sino una construcción de nuestra conciencia. La forma en que recordamos, experimentamos y damos sentido a lo que vivimos determina si un instante se vuelve denso o liviano. Y con los años, esa percepción se transforma: los días parecen más breves, los años más ligeros, y la vida, en general, más fugaz. Pero esto tiene una explicación, y no es solo nostalgia.

¿Por qué el tiempo pasa más deprisa cuando envejecemos?

Cuando tenemos cinco años, una semana entera puede parecer una vida. Todo es nuevo, intenso, lleno de primeras veces. El mundo es grande y lento, y cada experiencia deja una huella profunda. Pero a los cincuenta, esa misma semana puede pasar en un suspiro. No es que las horas se hayan acortado, sino que hemos vivido tantas que cada día representa un fragmento mucho menor del todo.

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La sensación de que todo ya está vivido afecta a cómo percibimos el paso del tiempo. ©Freepik.

La clave está en cómo nuestra mente estructura el tiempo vivido. A medida que envejecemos, acumulamos rutinas, hábitos y escenarios repetidos. El cerebro, ya entrenado, necesita menos energía para procesar lo familiar. El resultado es que esos días apenas se registran con detalle. En cambio, cuando todo es novedoso, como en la infancia, cada momento exige atención plena, y esa intensidad se traduce en una percepción más lenta del tiempo. Detrás de ello hay un complejo proceso psicológico que merece la pena conocer.

También influye la memoria. Nuestra sensación del paso del tiempo está fuertemente ligada a la cantidad de recuerdos significativos que guardamos. En la infancia, cada año está lleno de descubrimientos: aprender a leer, conocer el mar, perder un diente. Más tarde, muchos años se parecen entre sí, y por eso parecen pasar más deprisa. Al mirar atrás, cuanto más uniforme es el recuerdo de una etapa, más breve se nos antoja. Algo de lo que ya hemos hablado previamente en THE OBJECTIVE.

Además, en la infancia vivimos el presente con más intensidad. No tenemos la urgencia del futuro ni el peso del pasado. Cada tarde es una aventura, cada mañana un mundo por descubrir. Al crecer, en cambio, pasamos buena parte del día anticipando lo que viene o recordando lo que fue. Esa desconexión con el ahora hace que el tiempo se nos escape, no porque corra más, sino porque nosotros ya no estamos tan atentos a su paso.

¿Podemos detener el tiempo?

No. No podemos frenar el reloj, ni atrapar la juventud, ni evitar que los años se acumulen. Nunca seremos más jóvenes de lo que somos hoy. El tiempo es lineal, irreversible y silencioso. Y sin embargo, algo en nosotros se resiste a esa evidencia: buscamos formas de alargar los instantes, de volver significativos los días, de vivir con una intensidad que desafíe lo efímero.

Aunque el tiempo no pueda detenerse, sí podemos ralentizar su percepción. Una de las formas más efectivas es salir de la rutina. Hacer cosas nuevas, romper los automatismos, cambiar de entorno. Todo lo que desafíe la costumbre obliga al cerebro a prestar más atención, a grabar más detalles, a crear recuerdos distintos. Y eso, al cabo del día, del mes o del año, hace que el tiempo parezca más rico y extenso.

Otra estrategia es vivir con conciencia. Estar presentes en lo que hacemos, sin distraernos ni huir del ahora. Comer con atención, caminar sin prisas, escuchar de verdad. Cuando nos enfocamos en el presente, dejamos de vivir en piloto automático. El tiempo se vuelve más denso, más lleno. No se alarga, pero se siente más vivido. No se estira, pero se hace más valioso.

También ayuda marcar los días con momentos significativos. No es necesario viajar al otro lado del mundo para hacer que un día cuente. A veces basta con una conversación inesperada, un paseo sin destino, un libro que nos conmueva. Cuantas más huellas dejemos en nuestra memoria, más espacio ocupará ese tiempo en nuestra vida. Y así, aunque los años sigan pasando, no parecerán tan fugaces.

¿Existen días rápidos y días lentos?

Sí, existen, como explica este trabajo de la Universidad de Cambridge. Y no tienen que ver con la edad, sino con cómo los vivimos. Hay días que se nos escapan entre los dedos: cuando estamos distraídos, ocupados, sobreestimulados. Pasan sin darnos cuenta, como si nos los hubieran robado. En cambio, hay días que parecen estirarse hasta el infinito, cuando el aburrimiento, la espera o la angustia nos hacen sentir cada minuto como una carga.

Lo que define si un día es rápido o lento es, en gran parte, el grado de atención que le prestamos y la cantidad de estímulos nuevos que contiene. Un día lleno de novedades se nos pasa volando mientras lo vivimos, pero al recordarlo lo sentimos extenso. Un día monótono se arrastra, pero luego apenas deja huella. En esa paradoja se esconde la clave: el tiempo que sentimos no es el que pasa, sino el que recordamos.

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