Nada que fingir. Parte V
«Amanda se movía por la cocina como la prima ballerina que conoce el escenario, aunque nunca lo haya pisado»

Una pareja cocinando. | Freepik
Sin base ni rímel, Amanda se cacheteó los pómulos con la yema de los dedos para hacer saltar el rubor y recordarse que estaba viva. No le daba tiempo a disfrazarse, ni ganas tenía. Sin tener muy claro el porqué, disfrazarse para él se le había hecho un gesto ajeno. Eso sí, Saúl no la vería esta noche con el moño deshecho de siempre. Apostó los primeros minutos del ya llego tarde en una maniobra habilidosa que le hiló el pelo hasta la cintura. La trenza se le coló por la manga de la camiseta al embutírsela más rápido de lo que le permitía su elasticidad y se quedó cojeando por la habitación como si la distancia entre cuello y tobillo se le hubiera acortado. «Vísteme despacio que tengo prisa», pensó, «yo soy el conejo, tú eres Alicia», canturreó con salero. Logró zafarse de la trampa y vio como del escote se le escapaba un hombro. «¿Así o así?», se preguntó mientras se lo cubría y lo volvía a mostrar. El conejo le gritó fuerte en el oído y Amanda dio un salto recordando que dios mío, dios mío, ¡llegaba tarde!
Cogió una bolsa de tela con los ingredientes, un buen cuchillo y un pelador. Auguró que Saúl le soltaría alguna broma al respecto, pero es que su utilería de cocina no le inspiraba mucha confianza.
—Chef a domicilio. No me incluyo en el menú, pero el pelador viene conmigo —dijo al entrar, levantando las manos en gesto teatral.
—La cocinera asesina trae sus propias armas de matar, hum, qué perspicaz.
—Espero que tengas hambre, si no el veneno no surtirá efecto. He traído suficiente comida como para tres. O para dos con ansiedad—dijo ella, ya abriendo su bolsa.
—Perfecto, soy ambas cosas.
Entró como el viajero que lleva más de una semana en su casa de alquiler. No pidió permiso para dejar la bolsa en la encimera ni para asomarse al fregadero donde encontró una cuchara con restos de chocolate de untar. Amanda sacó los ingredientes como si fueran piezas de una ofrenda: tomates carnosos, albahaca fresca, una bola de burrata envuelta en tela, un puñado de nueces… La sandía la guardó para el final.
Mientras ordenaba la zona con calma y brío, Saúl preparó dos copas de vino. Dejó la de Amanda en la encimera, al lado de la tabla de cortar y él se retiró con la suya a las espaldas de Amanda. Sin brindar, bebieron en sincronía.
Saúl la dejó hacer. Se sentó en su silla de anea, la misma donde ella se había sentado la última vez, y la observó con la cabeza recostada en la palma. Parecía que hubiera abierto y cerrado esos cajones muchas otras veces. Amanda se movía por la cocina como la prima ballerina que conoce el escenario aunque nunca lo haya pisado. Adivinaba lo que había detrás de cada puerta, se agachaba, se estiraba, giraba a lo largo de la encimera como si llevara años viviendo allí. Saúl no decía nada. Sonreía con la comisura y con los ojos, como si estuviera viendo una obra que no quería interrumpir con ovaciones ni aplausos.
Sobre la encimera yacían un puñado de ingredientes como condenados a la hoguera. Berenjenas, queso feta, cebolla, ajo, comino, pan… La cena comenzó a oler a cosas hechas con gusto.
—¿Qué hacemos con el jazz? —preguntó él desde allí atrás—. ¿Lo repito o cambiamos de banda sonora para esta entrega?
—Sorpréndeme. Pero que no suene a cena romántica, por favor—respondió Amanda, queriendo controlar la velada.
Saúl le asintió con vehemencia, pero cuando bajó la aguja sobre el vinilo, la voz sedosa de Sinatra inundó la habitación: « Fly me to the moon…» Amanda giró la cabeza como la niña del exorcista, buscando cruzar los ojos con los de Saúl.
—¿A esto llamas no ser romántico? —musitó con las cejas levantadas y una seriedad fingida.
Saúl no dijo nada, se encogió de hombros risueño, orgulloso de su rebeldía. Cogió la copa para darle otro trago. Amanda suspiró un qué se le va a hacer sacudiendo la trenza fuerte hacia los lados y prosiguió su tarea, ahora, tarareando sin vergüenza la canción.
Se le cruzó una nueva imagen, a horcajadas sobre Saúl, para frotarse la vulva mientras reposa la frente en su cuello y le susurra fragmentos de la melodía. « ¿Ves?, esta música tiene efectos secundarios…» , pensó. « Ya verás cuando le cuente a Sofía, se va a reír de mí, mogollón» .