The Objective
El purgatorio

Xavier Colás: «Veo dejes 'putinianos' en la forma de gobernar en España»

El excorresponsal en Rusia visita El purgatorio: «Parte de la invasión de Ucrania se debe a la crisis de los 70 de Putin»

Es un profesional experimentado, respetado y muy escuchado. Vivió durante 12 años como corresponsal en Rusia, hasta que fue expulsado por el régimen de Vladímir Vladímirovich Putin. Conocer un país tan extenso y completo como Rusia, es tarea difícil, inabarcable. Quizá alcance la misma dificultad intentar meterse en la vida, obra y mente del hombre que la comanda con mano de hierro desde hace 25 años. Xavier Colás (Madrid, 1977), autor de Putinistán: un país alucinante en manos de un presidente alucinado es una de las figuras esenciales en el periodismo patrio para profundizar en Rusia, Putin, Ucrania y la historia que precede a la guerra que lleva tiempo en las puertas de Europa.

PREGUNTA.-  Perdón por la frivolidad, pero ¿es cierto que los rusos beben tanto?

RESPUESTA.-  Es cierto que los rusos beben mucho, y sobre todo, que muchos lo hacen mal. No se trata solo de sumar todo el alcohol que consumen los habitantes de un país, sino de ver cómo se distribuye tanto entre las personas como a lo largo de la semana. No es lo mismo tomar una cerveza al día que emborracharse hasta casi morir el sábado y el domingo.

Sin embargo, esto está cambiando poco a poco, aunque se diga que Rusia nunca cambia. Los rusos están descubriendo gradualmente hábitos más sanos: el gimnasio, por ejemplo, o el consumo de alcoholes más suaves que maridan mejor con la comida y permiten hacer deporte al día siguiente. En ese sentido, sí se están alejando de su leyenda.

P.- Leyendo el Limónov de Carrère recuerdo que había un término ruso que significa beber hasta casi la extenuación.

R.- Sé a lo que te refieres, pero a mí lo que más me llama la atención es el término que usan ellos para «superar la borrachera» o «curar la resaca». Y esto me recuerda una vez que estaba grabando un falso directo en la calle, y se me acercó un borracho —un auténtico profesional del tema— pidiéndome dinero precisamente para eso: para «pasar la resaca», bebiendo alcohol, claro.

P.- Vladímir Putin no tiene pinta de beber mucho.

R.- No es bebedor. Putin es abstemio o prácticamente. Y de hecho es parte de su ideología, al menos de la de su programa. Cuando Putin gana las elecciones en un país donde hay un vacío ideológico como Rusia bastante importante. Aquí en España, seguimos que si la izquierda, que si la derecha, que si el centro. En Rusia hay vacío ideológico, la ideología o el programa con el que se presenta Putin es ser lo contrario de su antecesor, Borís Yeltsin. Entonces Borís Yeltsin bebía, Putin no bebe. Borís Yeltsin es viejo, Putin no lo era.

Y parte de todo lo que ha pasado en los últimos años, aunque no es lo más importante, parte de la causa de lo que hemos visto en los últimos años precisamente es que Putin ha alcanzado de repente una vejez que políticamente contraviene la identidad con la que se presentó a los rusos. Llegó un día en el que el presidente, cuya ideología era hacer lo contrario de lo que habían vivido los rusos no beber y ser joven, de repente tenía más edad que Yeltsin cuando le transfirió el poder y eso además coincidió casi con el Covid. Entonces Putin encajó de golpe la vejez mal, desgraciadamente no lo ha sufrido él en su carne. Sobre todo lo han sufrido los ucranianos, pero en parte lo que estamos viendo es una crisis de los de los 70.

P.- ¿Se puede achacar lo que estamos viendo a una crisis personal de Putin?

R.- Sí hay una crisis personal de Putin, hay un deterioro, quizá sea muy fuerte decir cognitivo, porque Putin no está «gagá». De hecho, mantiene muy buenas cualidades en algunos ámbitos, como la represión interna o para sofocar deslealtades, con esa tradicional economía de recursos y temple. Lo vimos claramente en el caso Prigozhin y ahí vimos pequeñas averías, pero ha evitado muchas más que ni siquiera hemos llegado a ver. Ahí no ha perdido facultades.

Sin embargo, en su proyección exterior, sí. El Putin de 2014 entendía Ucrania no bien, pero mejor que el resto. Por eso consiguió Crimea sin disparar un tiro, y en el Dombás, aunque no salió bien, tampoco fue un desastre. Pero en 2022, Putin es quien peor entiende Ucrania. Él (o quienes le hacen pensar) creyó que solo con una demostración de fuerza —como enviar tanques en formación de desfile hacia Kiev—, los ucranianos se asustarían, algunos saldrían con flores agradecidas y otros se paralizarían, como suele pasar con sus compatriotas rusos. Pero no ocurrió nada de eso.

Entre el Putin de 2014 y el de 2022 hay un hombre que ha perdido conexión con la realidad. Y no es que antes estuviese totalmente anclado en ella. Lo que en España llamamos «síndrome de La Moncloa» es un juego de niños comparado con el síndrome del Kremlin, no hay aseguradora que lo cubra. Como corresponsal, sí percibí un deterioro importante en áreas concretas, no es general y no es físico. Putin está en buen estado de salud, aunque es posible que haya superado alguna enfermedad grave o la controle con tratamiento. Eso sí, según las estadísticas de su país, ya debería estar jubilado… o muerto.

Volviendo al principio: Putin no bebe —o apenas lo ha hecho—. Se aficionó a la cerveza alemana durante su etapa en Alemania, ganó peso, pero como nunca abandonó el deporte, lo perdió. Es un detalle psicológico interesante: solo bajó la guardia en su misión más importante como espía precisamente con el alcohol. Fuera de eso, es un hombre disciplinado: desayuna moderadamente, come normal y, que se sepa, no tiene hábitos poco saludables. Aparte, claro está, del hábito de matar.

P.- Esto es interesante: Putin supera la media de edad de un varón ruso.

R.- Sí, la esperanza de vida de alguien nacido en 1952. De hecho, yo creo que otra de las semillas de la invasión a gran escala de Ucrania en 2022 fue el fin del «efecto Crimea». Cuando anexionó Crimea en 2014, le dio un chute demoscópico brutal. Putin es un personaje que no cree en las elecciones, pero que curiosamente sí cree en las encuestas. No quiere que le voten, pero sí quiere que le quieran.

Durante unos años, pareció que con eso bastaba: un dictador que no cuenta votos pero que sí cuenta likes, por decirlo así. Pero con el tiempo se vio que no era suficiente, porque los likes son volátiles, un día decides guardarlos en un cajón y olvidarte, mientras que los votos…

Luego llegó 2018, con el Mundial de fútbol. Fue el gran año del putinismo, pero también el año en que coló una reforma de pensiones. Para España no sería nada chocante —aquí ya tenemos edades de jubilación más altas—, pero en Rusia, con una esperanza de vida masculina más baja, fue muy controvertido. Según analistas y sociólogos, ahí se terminó de comer la popularidad de Crimea. Ya había pasado la euforia inicial de 2014 —o más bien la aceptación, esa satisfacción nacionalista—.

Muchos rusos, incluso críticos con el gobierno, habían rebañado el plato con Crimea, como cuando tu abuela te sirve una tercera porción y al final te la comes sin protestar. Pero en 2018, el susto de las pensiones les hizo hacer cálculos, pensaron que no llegarían a jubilarse, morirían antes. Y en parte, Putin lanzó la invasión de 2022 buscando otro «efecto Crimea»: un shock patriótico que tapara el descontento por las pensiones de 2018. Es solo una pieza más del puzle.

«Entre el Putin de 2014 y el de 2022 hay un hombre que ha perdido conexión con la realidad»

P.- Xavier Colás ha trabajado durante 12 años como corresponsal en Rusia, y hace un año más o menos, justo por estas fechas, Rusia le dijo: No te vamos a convalidar el visado. Y te tienes que marchar, dejando atrás 12 años de tu vida, en 24 horas. ¿Cómo se hace eso?

R.- La verdad es que me ayudó bastante el desafío que me plantearon. Fue algo repentino: no solo me expulsaban, sino que además me metían en una especie de yincana. No fue exactamente una amenaza, sino más bien una constatación de la realidad. Mi visado vigente caducaba al día siguiente a medianoche, y como la renovación se había retrasado tanto que llegamos al penúltimo día sin resolución, el funcionario simplemente señaló el calendario con su dedo índice y dijo: «Tiene que comprar un billete ahora mismo y abandonar el país antes de mañana a las 12. De lo contrario, tendrá problemas».

¿Era una amenaza? No lo tomé como tal, sino como un hecho que yo ya conocía. Después de 12 años en Moscú, he visto muchos casos: turistas, estudiantes… gente a la que se le ha caducado el visado por retrasos de vuelos, confusiones o simples errores administrativos. Y cuando se te acaba el visado en Rusia, el problema no es que te echen, sino todo lo contrario: no te dejan salir. Tienes que pagar una multa y enfrentarte a un engorroso proceso burocrático. No es tan simple como «se te acabó el visado, fuera de aquí». Al contrario: estás ilegal en el país y violando la ley de la Federación Rusa, así que te retienen hasta regularizar tu situación.

P.- ¿Alguna vez ha temido por su integridad física en Rusia, siendo corresponsal y periodista?

R.- La verdad es que no, más bien todo lo contrario. Moscú, durante los más de diez años que viví allí, hizo que mis miedos físicos disminuyeran hasta niveles casi preocupantes. Me acostumbré a caminar por callejones oscuros en ciudades de mala muerte, porque en contra de la leyenda negra, Moscú es muchísimo más segura que Madrid o Barcelona. He visto gente ir al baño dejando su móvil sobre la mesa en una cafetería y que no pasara nada.

Después de 12 años como moscovita español, yo mismo he bajado la guardia. Ahora soy mucho menos precavido con mis pertenencias que cuando llegué. Es una ciudad donde, en términos de seguridad física, te sientes increíblemente protegido. De hecho, me he vuelto bastante impetuoso y no temo que nadie me haga daño.

Mis preocupaciones eran de otro tipo: las administrativas y policiales. Como periodista en Rusia, se teme más a la policía que a los delincuentes. Con el tiempo aprendes que los criminales no son para tanto, pero que hay que andarse con cuidado con las fuerzas del orden.

Colás firmando su libro en el plató de THE OBJECTIVE – Foto: Víctor Ubiña

P.- Colás hace unos meses publicó Putinistán: Un país alucinante en manos de un presidente alucinado…Después de todo lo leído, lo estudiado, lo escrito: ¿Es más difícil entender a Rusia o a Putin?

R.- Buena pregunta, Rusia va a durar mucho más que Putin, un país nunca se termina de entender del todo. Y a veces, a una persona más que entenderla, lo que haces es soportarla.

Putin, en buena medida, es un resultado de lo que Rusia fue. Y, al mismo tiempo, la Rusia actual es también un reflejo de cómo es Putin. Pasa algo parecido, por ejemplo, con Jordi Pujol y Cataluña. Pujol moldeó la Cataluña que conocemos hoy, y por eso, cuando los socialistas ganan allí, no rompen del todo con el proyecto anterior, a pesar de que los anteriores eran conservadores y supuestamente más nacionalistas.

Y cuando llega el actual presidente de la Generalitat, una de las primeras personas a las que recibe es a Jordi Pujol. Eso mismo ocurre en Rusia. Porque Putin, igual que Pujol, tiene el mérito no de haberse inventado un país, por supuesto, pero sí de haber contribuido a construirlo, de haber terminado de montarlo de una forma más o menos funcional o chapucera, según se mire.

Siempre pongo el mismo ejemplo: cuando Putin llega al poder, el himno nacional había sido cambiado. Pero ese nuevo himno no le tocaba la fibra a nadie, no emocionaba. Entonces él decide volver al himno soviético, pero con una letra nueva. Putin, desde el punto de vista geopolítico, siempre ha sido un poco “el del apaño”, el que te resuelve con lo que hay. Y los rusos se acomodaron en ese sofá: un sillón soviético, ruso, capitalista… pero que no le daba completamente la espalda al comunismo. Y se sintieron cómodos.

Entonces, en cierta manera, Putin se inventó un país para los rusos, que estaba incompleto después de la caída de la URSS y eso ha redundado en beneficio, sobre todo de Putin durante muchísimos años. Y 2022 es el ejemplo del año en el que Putin intenta ir más allá, pasarse el juego y termina por tener un problema con el hardware del ordenador.

P.- ¿Cómo ve alguien que conoce tan bien Rusia, y en particular la figura de Putin, la existencia de los devotos de Putin en Europa y en España? Esos “putinofilos” que ven en Vladímir Vladímirovich Putin una especie de macho perdido, como un tipo de hombre ya extinto en la sociedad actual.

R.- En realidad, el gran éxito de Putin ha sido cultivar la indiferencia de la gente. En los años que he pasado en Rusia, he visto a muy pocos fans de Putin en el sentido en que aquí puede haber fans de Felipe González, de Aznar o de Pedro Sánchez. No hay mucha gente con pósters de Putin en sus casas.

De hecho, no es exactamente un culto a la personalidad lo que existe, al menos no al estilo del que hubo en tiempos de Stalin. No a esa escala. Y eso que ahora los medios están mucho más desarrollados que entonces. Pero en Rusia, por ejemplo, he visto muy pocos retratos de Putin en la calle. Ninguna estatua suya. Solo he visto una calle con su nombre en Grozni. No hay una omnipresencia de su figura en el espacio público.

En Rusia se aplica una frase que repito mucho: el putinismo es la desmovilización de la mayoría y la inmovilización de la minoría que protesta. El gran éxito de Putin ha sido fomentar una ideología de Estado basada en la indiferencia.

Antes, el comunismo prometía la abolición de la propiedad privada, el avance hacia una utopía sin clases, y la eventual desaparición del Estado. Putin, en cambio, cultiva lo contrario: el vacío. Una especie de cinismo colectivo donde la política es solo para los políticos, y la gente se desentiende. Por eso, cuando hubo que movilizar a la sociedad para combatir en Ucrania, eso funcionó tan mal. Porque ese cinismo se basa precisamente en la apatía y en la desmovilización general.

El excorreponsal en Rusia, Xavier Colás, durante la entrevista – Foto: Víctor Ubiña

P.- Y en eso, Rusia es un buen ejemplo de lo mal que se pueden hacer las cosas. Es un ejemplo de lo que pasa cuando una sociedad, una población, se desentiende de la política y de lo que hacen los políticos. Ese desinterés, por supuesto, muchas veces está promovido desde arriba. Pero también es algo que la sociedad puede aceptar encantada, diciendo: “No, a mí la política no me interesa, eso que se encarguen otros…”.

R.- Sí, se habla mucho de ese «pacto tácito», que es una idea o más bien un cliché que los corresponsales repetimos mucho en crónicas y reportajes. Ese «pacto tácito del putinismo», que ni sabemos dónde se firmó, ni entre quiénes, ni en qué año.

Pero sí existió, al menos como concepto: vosotros no os metéis en política, y la política no se mete en vuestras vidas. Durante un tiempo, eso funcionó. Lo que no estaba garantizado era que las autoridades fueran a mantener siempre ese poco interés por la vida de la gente.

Y llegó un momento en que la gente seguía cumpliendo su parte del trato —no interesarse por la política—, pero la política empezó a fijarse cada vez más en ellos. Eso se ve claramente en 2011 y 2012, cuando Putin vuelve al Kremlin y se encuentra con manifestaciones que exigen que se vaya. Y más tarde, en 2018 y 2019, cuando el régimen empieza a notar que envejece y se vuelve más represivo.

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Aun así, muchos rusos pensaban que esas leyes solo afectaban a otros, no a ellos. Pero ahora la cosa ha cambiado. Ahora ya no puedes publicar ciertas cosas en Facebook.; puedes ser reclutado para ir al frente; algunas redes sociales están capadas; hay censura previa; medios que escuchabas y ya no existen.

Cualquiera puede ser declarado agente extranjero, enemigo del Estado, quinta columnista o miembro de una organización no deseada. Incluso por hablar con alguien considerado indeseable, tú también puedes volverte sospechoso… aunque ni supieras que esa persona lo era.

Ahora, todo el mundo sabe que el Estado vigila, y ya no es solo una idea abstracta. Lo grave es que eso ya no se puede cambiar fácilmente. Porque al perder el interés por la política, como ciudadano perdiste también tus herramientas para influir en ella. Y ahora, cuando necesitas que el sistema te devuelva tus derechos, no tienes cómo pedírselo. Porque ya no tienes armas para hacerlo.

P.- Ahora que mencionaba los medios de comunicación. Una curiosidad, ¿conoció a Pablo González, el falso periodista español que en realidad colaboraba filtrando información a Rusia?

R.- Sí, lo conocí en el año 2014, en Kiev. Fue la primera vez que nos vimos. Luego coincidimos en muchísimas coberturas. Tuvimos un montón de desacuerdos, discusiones y enfrentamientos.

Pero también es verdad que, como cubríamos un tema como Ucrania, que a veces requería la presencia de un montón de periodistas y otras veces estábamos cuatro gatos, pues incluso después de todos esos desencuentros, alguna vez acabamos quedando para desayunar. Igual estábamos en una ciudad de Ucrania y éramos los dos únicos españoles. De Pablo no sé si es un oficial de los servicios de inteligencia rusos, pero si un agente, es decir, alguien que no sé en qué estatus o con qué gradación ha colaborado con ellos.

P.- ¿Y cómo fue su reacción cuando esto se descubrió?

R.- Bueno, quienes conocen a los espías suelen ser los más engañados. Cuando detuvieron a Pablo González en los primeros días de la guerra, yo estaba en Kiev, escuchando las explosiones a lo lejos. Me enteré de su detención y recuerdo que habíamos hablado por mensaje privado en Twitter justo antes de que empezara la guerra. Me había preguntado dónde estaba y cómo estaba.

En ese momento pensé: «Probablemente grabó algo que no debía». Los ucranianos ya le habían dado un susto antes, lo habían detenido, interrogado en Kiev y copiado su teléfono. Así que asumí que los polacos, que también son bastante estrictos, le habían encontrado algo comprometedor y le habían metido un paquete. Quizás le darían un susto.

Pero nunca, en ningún momento, se me pasó por la cabeza que Pablo pudiera estar colaborando con servicios secretos. Es cierto que tenía ideas muy diferentes a las mías y que a veces tenía comportamientos un poco extraños. Quiero decir, los periodistas estamos constantemente rodeados de otros periodistas. A lo largo de mi carrera he conocido periodistas excelentes a los que admiro, y otros a los que prefiero no parecerme en absoluto. Lo curioso es que Pablo a veces me dio la sensación de que él no era periodista. No en el sentido de que fuera mal periodista, sino de que no lo era.

He conocido a periodistas inexactos, perezosos, con clichés o politizados. Pero Pablo no me parecía ninguno de esos tipos. Simplemente era alguien que no era realmente periodista. Era más bien un tipo que viajaba por ahí con dinero de quién sabe qué procedencia, que escribía cosas con un ruso bastante bueno. Hacía muchos viajes, tenía fuentes que no estaban mal del todo y aun así escribía unos churros.

Pero la verdad es que no me interesé demasiado por su caso. Hasta que lo detuvieron, claro. Ahí sí que me inquieté, porque aunque no era precisamente mi persona favorita en el mundo, bueno, algunas de mis propias fuentes me hicieron pensar: «Esto que está pasando es bastante raro, ¿no?» Fue entonces cuando empecé a investigar en serio.

Colás posa en el plató de THE OBJECTIVE – Foto: Víctor Ubiña

P.- Hablando sobre los periodistas, los de verdad, llega a escribir en el libro: «Nunca debemos olvidar que cualquier restricción estatal del margen que tienen los periodistas se hace en realidad para recortar la libertad de alguien más». Hablaba de una lección que sacaba del tema ruso y los medios, y yo quería enlazarlo con algo que escribió usted en X.

Era una respuesta a nuestro compañero Marcos Ondarra, él escribió: «Un periodista es o debería ser alguien que le resulta incómodo al poder político. De modo que si los representantes más nefastos de este poder político te ríen tus gracietas de bar. No eres un periodista, eres literalmente un bufón del régimen».

Y Colás comentó esto: «O dicho de otra manera, cuando cada día tu gran prioridad es criticar al que no manda, eres un mandao». Y se nos cabreó Idafe Martín, aleccionador de periodistas en ‘El País’, ahora currante en la sección de propaganda del gobierno.

R.- El catador de periodistas.

P.- Por supuesto que hay una distancia enorme entre lo que pasa en Rusia y en España. Pero entiendo que sí le preocupa que haya una buena parte de la profesión periodística en España que esté más pendiente de criticar a periodistas que de criticar al poder.

R.- Sí, a veces uno se levanta por la mañana y ve lo mal que gobierna la oposición, lo mal que están gobernando algunos medios, cómo ciertos jueces complican nuestra vida… en fin, ¿aquí la responsabilidad del gobierno dónde está? Pero en Rusia el problema fue más profundo: un malentendido histórico sobre la libertad. De hecho, el primer capítulo de Putin trata precisamente de eso, de ese malentendido.

Los rusos tenían más excusa que nosotros. Vivieron una transición traumática que nosotros nunca experimentamos. Al terminar la Guerra Fría, donde nunca hubo batallas en suelo ruso, aunque sí en otros países, ellos sufrieron todos los síntomas de una derrota: colapso económico, caída de la esperanza de vida, pérdida de territorios… pero sin haber sido invadidos. Fue una posguerra sin guerra. Y al mismo tiempo, recibieron los frutos de la victoria: libertad, democracia, fin de la censura. Esa mezcla explosiva creó una confusión colectiva.

En los 90, mientras España disfrutaba de una transición relativamente ordenada tras Franco, Rusia vivió una inversión de valores brutal: profesores vendiendo cigarrillos en el metro, y los pillos enriqueciéndose con el mercado negro y comprando empresas estatales. Nosotros no pasamos por eso. Por eso no debemos sermonearles: su transición fue infinitamente más dura.

«En España, como ya pasó en Rusia, hay quien quiere convencernos de que cumplir las normas no es tan importante»

En ese caos apareció Putin con su receta mágica: «Habrá libertad, pero gestionada por nosotros. Habrá oposición, pero supervisada por nosotros. Medios a favor del gobierno y medios independientes que vigilaremos». Y mucha gente lo aceptó. Y además confundieron libertad con disponibilidad de productos – «hay de todo en las tiendas» – sin entender que libertad real significa que tu vecino también pueda escribir lo que piensa, que existan opciones políticas genuinas. No que haya comida en el supermercado.

Mucha gente entendió la libertad de un modo individualista, igual puedes leer lo que quieras, pero nadie se paró a pensar que el vecino no podía escribir todo lo que quería. La libertad es como la cadena de frío: da igual que tu nevera funcione perfectamente si el camión que trajo la carne no la refrigeró. Durante años a los rusos les bastó con sus libertades individuales, pero ahora sufren una intoxicación autoritaria precisamente por haber descuidado las libertades colectivas.

P.- Ya que mencionaba esto de la comparación entre Rusia y España, que tiene mucha distancia. Pero aun así, ¿nota algún deje putiniano aquí en España? ¿Aunque sea del Putin de los primeros años, en la manera de entender el poder en nuestro país?

R.- Sí, sí. No sé si es estrés postraumático. Pero sí que veo dejes en España en ese sentido. En Rusia hubo algún momento en el que a la gente le tuvo la disyuntiva de ¿qué queremos la aplicación escrupulosa de las normas o una agenda política que más o menos nos parece bien? Si la agenda política más o menos nos parece bien, a lo mejor la aplicación escrupulosa de las normas no es tan importante. Creo que en España a veces estamos jugando también con eso, cuando no tenemos claro si unas personas son culpables, indultables, amnistiables, si la culpa es de quien los condenó, etcétera. Luego otro de los problemas que hay en Rusia, por ejemplo, es que no existe un contrato entre los gobernantes y los gobernados.

P.- No hay programa electoral.

R.- Claro, no existe un verdadero compromiso. Putin jamás ha debatido con otros porque no puede situarse al mismo nivel ni someterse a reglas. ¿Qué clase de zar sería entonces? Un zar no es alguien que te propone algo, tú aceptas y avanzáis juntos – y si se desvía, le corriges o lo apartas, no. Un zar es quien te «protege» de peligros (reales o inventados) y te castiga si te portas mal. Tú a él no le proteges, más bien intentas engañarle cuando puede ser. Como ciudadano, tienes obligaciones pero ningún derecho real de influir en su poder.

En Rusia, la corrupción de la separación de poderes se vendió como algo necesario, por una buena razón: «Los jueces estaban comprados por empresarios, así que mejor que el gobierno los controle». Y el problema de la degradación democrática es que la primera parte siempre es placentera, se parece mucho a las drogas. Al principio parece funcional, luego no puedes escapar, y al final te destruye. Las democracias no mueren como las dictaduras – Franco murió súbitamente en un hospital – sino que se apagan lentamente: primero los medios de comunicación, donde hubo gente que vio bien meterlos en cintura, con ese discurso de «unidad nacional»…

«Putin con Rusia, como hizo Jordi Pujol en Cataluña, se inventó una estructura de país»

Siempre uso el mismo ejemplo – creo que algún autor lo ha desarrollado en libros, aunque de otra forma. Me llama poderosamente la atención cómo hay personas que, si su ordenador falla, no se atreverían ni a quitarle los tornillos para mirar dentro, porque podrían estropearlo definitivamente.

Pues esas mismas personas creen que pueden desmontar el sistema de contrapesos democráticos – quitando un engranaje aquí, ajustando otro allá – como si fuera un mueble de IKEA. «Total, si la mayoría lo apoya, ¿qué podría salir mal?». Es paradójico: no osarían manipular un dispositivo tecnológico que cuesta unos mil euros, pero sí se atreven a alterar el sistema democrático en el que se han criado, que ha garantizado su libertad y prosperidad durante décadas.

P.- Usted se fue de España en enero de 2012, ahora que hace meses volvió… ¿La ve peor?

R.- La veo mejor, pero la veo con determinados tics preocupantes. Cuando la gente en lugar de controlar, exigir al gobierno dice «fuck yeah», cuando hace determinadas cosas.

Colás durante la entrevista en El purgatorio – Foto: Víctor Ubiña

P.- Es el puto amo, que diría Oscar Puente.

R.- Pero es que el presidente nunca debe ser el puto amo. El poder político nunca debería ser un amo absoluto, sino un administrador temporal al que le concedemos autoridad limitada por cuatro años, y luego examinamos sus resultados. Cuando es alguien ideológicamente afín, tendemos a ser más permisivos. Ocurrió con Felipe González, con Aznar… y seguirá ocurriendo. No es necesariamente malo, siempre que mantengamos perspectiva.

El problema surge cuando parte del programa de gobierno sea «impedir que gobierne el otro». Cuando el mensaje es: «De todo lo prometido, quizá no pueda cumplir nada… pero mientras me votéis, los otros no gobernarán». Y lo peor es que mucha gente responde: «Me basta. Mis expectativas son tan bajas que con esto me conformo».

Aquí viene el paralelismo con Putin que muchos olvidan: él también llegó como el «mal menor». En su momento, fue la alternativa a Boris Yeltsin, visto como incapaz de contener a los bolcheviques que querían revivir la URSS, o a ultranacionalistas que fantaseaban con recuperar Alaska. Occidente, Yeltsin, y Clinton, respiraron aliviados con la llegada de Putin: «Este hombre mantendrá el orden». Incluso protegieron su transición para asegurar estabilidad.

Pero he aquí la lección: cuando blindas demasiado al «mal menor», termina convirtiéndose en el gran mal de tu vida. El Putin que hoy reinstauró la represión soviética y materializó esos delirios expansionistas es el mismo que hace veinte años parecía el dique contra ellos. La democracia no puede ser sólo evitar lo peor; debe ser construir algo mejor.

P.- Hay un uso muy interesante del fascismo en Rusia. El fascismo es una palabra, un concepto que en España apenas se usa (ríe).

R.- Hay gente que con tal de parar el fascismo está dispuesta a imitar a la Falange.

«Moscú, pese a la mala prensa, es muchísimo más segura que Madrid o Barcelona»

P.- El fascismo como argumento de Putin, como argumento perpetuo frente al enemigo. Porque primero, y esto lo cuenta en el libro, la administración de Putin está obsesionada con los homosexuales, se llega a aplicar este término «homodictadura»…

R.- Yo me planteaba, ¿pero qué fuma esta gente? O sea, cuando empiezo a hablar de eso, no había oído hablar nunca de la “homodictadura”. Y menos en Rusia, donde desgraciadamente el movimiento gay, va muchísimo más despacio y con muchísimo más trabas.

P.- Primero está ese ataque para cualquier enemigo, la homosexualidad, porque para Putin son depravados y después pasamos al que además son fascistas.

R.- Hay que recordar que el fascismo y el comunismo, más que problemas ideológicos profundos, tenían un problema territorial. Cuando los nazis invadieron la Unión Soviética con su plan de exterminio, los soviéticos respondieron con una resistencia heroica que los proyectó como la gran potencia antifascista. Pero aquí está la paradoja: una vez derrotado el Tercer Reich, el sistema que quedó más parecido a él fue precisamente la Unión Soviética, y en mucha mejor forma durante décadas.

Putin ha intentado recrear ese sistema de manera posmoderna y flexible. Como los osos, que son fuertes pero sorprendentemente ágiles, su régimen combina fuerza bruta con adaptabilidad. En Rusia hoy, llaman «fascista» a todo lo que se opone a sus designios, incluyendo a un presidente judío como Zelenski, que viene del mundo del espectáculo y gobierna una coalición donde la ultraderecha no tiene representación parlamentaria significativa. Ojalá tuviéramos en España, Francia o Alemania un nivel tan bajo de influencia ultraderechista como en Ucrania.

La propaganda rusa no busca convencer, sino sembrar la incredulidad. No pretende ganar debates, sino hacer que ningún discurso parezca creíble. Pueden acusarte simultáneamente de ser sodomita, fascista, judío y neoliberal, porque su guerra ideológica proviene de un país que en realidad no tiene ideología, solo vacío disfrazado. Rusia no es el ‘Irán ortodoxo’ o la ‘reserva espiritual de Occidente’ o la ‘Tercera Roma’ que algunos imaginan: es una sociedad con tasas siderales de divorcio y aborto, donde la práctica religiosa es casi testimonial. Si ya en España van poco a la Iglesia, en Rusia apenas han ido.

Recuerdo que un sacerdote ruso me contó cómo, al inicio de la guerra, dio un sermón sobre «no matarás», sin condenar explícitamente la invasión, pero con un mensaje claro. ¿Resultado? Sus 13 feligreses habituales no protestaron… pero 110 vecinos que nunca pisaban la iglesia firmaron para exigir su destitución. Así funciona el ‘compromiso’ religioso en la Rusia de Putin: pocos van a misa, pero muchos vigilan que nadie cuestione al régimen.

P.- Con Donald Trump en la Casa Blanca, ¿Ucrania tiene cada vez menos posibilidades de convertirse en la tumba política de Putin?

R.- Esto me recuerda lo que los analistas llaman el ‘golpe de la mano temblorosa’, el golpe que te mata, pero a los años. Y hay un paralelismo histórico interesante con Leonid Brézhnev, quien presidió la era del estancamiento soviético – curiosamente, recordada con nostalgia por muchos rusos. Fueron años de intensa rivalidad con Occidente, de carrera armamentística, de «hinchar el garganchón» como decía Arzallus… pero sin guerras directas. Sin embargo, en su vejez – ya deteriorado pero aferrado al poder hasta su muerte en 1982 – aprobó la desastrosa invasión de Afganistán en 1979, contra el consejo de algunos asesores. Brézhnev no vivió para ver las consecuencias; fue Gorbachov quien una década después retiró las tropas, en lo que fue uno de los factores, no el único, del colapso soviético.

El destino de Putin en Ucrania dependerá cada vez menos de Estados Unidos y más de dos factores: la resistencia ucraniana y la determinación europea. Para Putin personalmente, las consecuencias serán limitadas – cumplirá 71 años este año, una edad avanzada pero menor que la de Brézhnev cuando transfirió el poder. Sin embargo, los estudios muestran un patrón preocupante: los líderes envejecidos suelen volverse más propensos a tomar riesgos, probablemente por una mezcla de urgencia histórica y declive cognitivo.

Esto me hace pensar en esa escena icónica de Cabaret donde cantan Tomorrow Belongs to Me. La cámara revela cómo diferentes generaciones reaccionan: los jóvenes entusiastas, los de mediana edad cicatrizados por la Primera Guerra Mundial pero dispuestos a otra contienda, y los ancianos que han visto demasiado para cantar. En Rusia ocurrió algo similar: una facción vio la guerra como oportunidad y arrastró al resto. El problema es que, a diferencia de la película, en la realidad no hay final musical – solo consecuencias.

P.- ¿Le ha sorprendido Trump?

R.- Sí, me ha sorprendido. Primero, la velocidad y el descaro con que ha implementado algunas iniciativas realmente miserables. Segundo, que parte de la derecha y de ese supuesto «centrismo» español no se estén empezando a distanciarse ahora, cuando todavía pueden bajarse del burro con cierta elegancia, porque pronto el animal galopará tan rápido que el salto les resultará imposible.

Pero en el fondo, me lo adelantó Michael McFaul, que fue embajador de Obama en Rusia, ya me lo advirtió en 2013: «Si hay un segundo mandato de Trump, será más radical que el primero». Su razonamiento era claro: en su primera presidencia, Trump se rodeó de republicanos tradicionales, gente con experiencia en el Pentágono y el Departamento de Estado. Pero para un segundo mandato, traería a elementos mucho más disruptivos, más dispuestos a complacer a Putin y a cruzar líneas rojas que antes parecían intocables. Y exactamente eso es lo que estamos viendo. McFaul, como buen conocedor de Rusia, entendió antes que muchos hacia dónde se dirigía esta dinámica.

P.- De Volodimir Zelenski imagino que no le sorprende a estas alturas, su capacidad de resistencia.

R.- El gran activo de Zelenski es su resistencia, mientras que la característica definitoria de Trump es su impaciencia. Esta diferencia fundamental los convierte en antagónicos, a pesar de compartir orígenes en el mundo del espectáculo. Zelenski hizo bastante dinero gracias al espectáculo, Trump hizo mucho espectáculo gracias al dinero. Son dos personajes opuestos. Y es una de las cosas que convierte a Trump en un juguete para Putin.

El hecho de que Trump tenga prisa y no la oculte. Y sin embargo, Putin tiene tiempo o cree que tiene tiempo y digamos que maneja mucho mejor el misterio. Trump tiene que estar continuamente creando contenido y difundiendo información, inundando el campo, como dicen ellos. Y sin embargo, Putin lo que hace es absorber esa fundación, esa información y después dedicarse a los hechos, que es lo que le gusta.

P.- Sabiendo de que los pronósticos siempre son difíciles, ¿qué final intuye en la guerra de Ucrania?

R.- No hay un final, nos acabamos nosotros. Ningún humano inventó la guerra, todos la heredaron. Y la paz es el espacio de tiempo que hay entre una guerra y la siguiente. En función de cómo termine esta guerra, dependerá el tipo de continente en el que vamos a morir. Estamos acostumbrados a un espacio ultra legalista basado en las normas y hemos visto siempre desde la distancia y con algo de condescendencia a lugares donde iban brotando y apagando y apagándose guerras en Oriente Próximo.

Podemos tener algo más gordo que los Balcanes, que la guerra de los Balcanes y a lo mejor algo más pequeño que Oriente Próximo instalado de manera permanente en Europa, si no se cierra bien, si no se pone fin de una manera razonable a esta invasión. Rusia, alguna vez me preguntan, «¿pero los rusos se sienten europeos? ¿se sienten occidentales?» Y digo, los rusos sí se sienten europeos, pero no creen que Europa sea necesariamente Occidente.

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