Luis Alberto de Cuenca: «Los españoles somos bastante agresivos»
Comenzamos la serie de entrevistas ‘Náufragos ilustrados’ con el padre de ‘La caja de plata’, ‘Bloc de otoño’ y ‘Después del paraíso’, Luis Alberto de Cuenca
Luis Alberto de Cuenca (Madrid, 1950), con ese aspecto dandi como de senador romano vestido por Valentino, recibe a THE OBJECTIVE en su biblioteca personal, sita en Don Ramón de la Cruz, por el Barrio de Salamanca, en donde los libros son tantos que ocupan los muebles de la cocina. Hombre, no sé si por este orden –y qué más da–, bueno, sabio y humilde, es doctor en Filología Clásica, académico de número de la Real Academia de la Historia, autor de una pila de poemarios, ensayos y traducciones, amén de receptor de un ejército de premios –el último, el Ciudad de Granada Federico García Lorca–. El padre de La caja de plata, Bloc de otoño o el reciente Después del paraíso también fue director de la Biblioteca Nacional y secretario de Estado de Cultura. Candidato inmejorable para iniciar la serie de entrevistas Náufragos ilustrados. Conversamos ante un público compuesto por muñecos de Tintín.
P: Antes de nada, enhorabuena por ese Premio de Poesía Federico García Lorca.
R: Yo no sabía, prácticamente, ni lo que era. Por lo visto, lleva 17 o 18 temporadas ya. Es de poesía iberoamericana y española, un poco como el Reina Sofía. Me he enterado cuando he cogido un taxi y me han dicho: «Tienes que llamar al alcalde de Granada, que te han dado el Premio García Lorca». Me ha hecho mucha ilusión porque lleva el nombre de Federico García Lorca. Y luego, escarbando en mi memoria, sí, recordaba que existía un Premio García Lorca. Para qué vamos a decir lo contrario.
Luis Alberto, ¿cuántos libros hay en su biblioteca?
Contarlos es imposible. La última vez que los conté fue hace como 30 años, y había 30.000 largos. O sea, que tiene que haber muchos. Prefiero no pensarlo, porque un día se me va a caer el suelo sobre el techo de la señora de abajo.
Son cifras casi metafísicas.
Son cifras casi de una biblioteca pública.
Para usted, un buen libro es…
Un buen libro es aquel que nos ayuda a distraernos de la realidad, a apartarnos de la realidad, que nunca es muy halagüeña, y hacerlo de la manera más bella posible.
¿De qué puede salvar un libro? ¿Contra qué puede vacunar?
Contra el terror que tenemos dentro de nuestro pecho, desde que nacemos: el miedo a desaparecer. Por ejemplo, el libro te da unos espacios en los que no existe la memoria de esa desaparición, sino que existe la memoria de otro mundo. Te abre otros mundos, las ventanas de otros mundos, y te liberan de ese pavor inicial. Por eso soy muy aficionado a la literatura de terror, porque, precisamente, es la que más sana del terror de la vida. Es la que suplanta el terror auténtico, real, por el terror imaginario, el terror que puede acabar cuando tú quieres, no cuando la vida decide abandonarte.
Los libros no siempre son inocentes…
Yo creo que son, incluso, algunos culpables. Desde luego, los que considero culpables los extermino todo lo que puedo. O, por lo menos, no los recomiendo. Exterminarlos es difícil, porque no llegan a mis manos nunca.
¿España no sería «un puñado de tierra desunido y estéril», o lo sería menos, si los españoles leyéramos no sé si más, pero, desde luego, mejor?
Creo que lo del «puñado de tierra desunido y estéril» sería combatible, perfectamente, con una mayor cultura y una mayor educación. Educación y cultura es lo que nos falta, y eso es lo que pedía ya Azaña, el presidente de la II República. Decía que lo que necesitaba España era más educación y mejor cultura. Y fíjate lo que ha pasado. Desde entonces, seguimos un poco… bueno.
«Es un lugar muy triste que ha prohibido los héroes / y ha dejado pudrirse las rosas del escándalo», escribía también en ese poema. ¿Cómo son los héroes patrios? ¿Dónde se han metido?
Siguen en su sitio, lo que pasa es que las autoridades competentes han decidido que no existen y que hay que arrumbarlos. Por ejemplo, el caso de Hernán Cortés, últimamente. Hernán Cortés es uno de los mayores generales y estrategas que ha habido en la historia de la humanidad. No de la historia de España: de la historia del mundo. Sin embargo, en América hay una campaña orquestada contra Cortés y todas sus supuestas matanzas, cuando fue un estratega formidable que, con muy poca gente y con alianzas con tribus sometidas a los mexicas o aztecas, consiguió ganar un imperio para la corona española, ni más ni menos. Yo lo comparo con Alejandro Magno o Julio César.
Si «las rosas del escándalo» están podridas, ¿por qué estamos todo el rato escandalizados?
Lo de «las rosas del escándalo» viene de la época en que escribí el poema, que era la época de los escándalos de los ochenta por parte del PSOE. Luego ha habido escándalos por todas partes, no solo del PSOE, sino de todos los partidos habidos y por haber. Pero, en ese momento, yo estaba pensando en que las rosas esas que empuñaban con el logo del PSOE estaban bastante mal, digamos, desde el punto de vista moral, porque había mucha corrupción entonces. Era el momento de la cultura del pelotazo.
Pensándolo bien, igual no estamos escandalizados, sino crispados. Los adjetivos se parecen, pero no son gemelos.
No son gemelos, no. Creo que la crispación es mala. Escandalizarse tampoco es agradable para el que se escandaliza, pero es algo inevitable cuando hay motivos para escandalizarse. Sin embargo, yo creo que cuanto menos crispados estemos, mejor.
Los políticos crispan, ¿y el ciudadano se encabrona con gusto?
Somos un poco combativos y combatientes. Somos bastante agresivos los españoles, los celtíberos. Yo creo que eso viene de Numancia y de Viriato y de Sagunto. Eso no lo podemos remediar. Creo que habría que poner más distancia entre las cosas y ser igual de firme en las convicciones de cada uno, pero sin esa crispación, sin que el ceño se frunza demasiado.
El poema que hemos desmenuzado se llama «España», y usted lo remata así: «Por él daría mi sangre hasta la última gota».
Es un poema patriótico. Entonces, los poemas patrióticos tienen que acabar con ese tipo de soluciones un poco excesivas, rotundas, y, al mismo tiempo, dando a entender que el lugar en el que nace uno crea dependencia por parte del que ha nacido ahí, y hay un vínculo con ese lugar, que no es mejor que ningún otro, pero que es el nuestro, donde hemos nacido.
¿España era o es el problema, y Europa ha dejado de ser la solución?
Europa está un poco perdida. Creo que está bastante perdida, que habría que reunir muchos más vínculos fuertes, comunes, entre la UE. Por ejemplo, no estaría mal tener un ejército común. Sería muy poderoso, imagínate un ejército con miembros de toda la UE… La cultura, por ejemplo. Recuerdo mis reuniones que, como secretario de Estado de Cultura, he tenido en Europa: la cultura se ha basado siempre en la excepción cultural, en que se atendiera siempre a lo que nos separa, a lo que nos diferencia de los demás. Yo creo que hay que hacer hincapié en lo que nos une, que es muchísimo. Por ejemplo: en la Constitución Europea no se habla del cristianismo. Me parece un error. El cristianismo ha sido fundamental. Puedes ser cristiano o no serlo, pero en la historia de Europa, en la configuración del espacio mental europeo, ha sido fundamental junto al derecho romano y la filosofía griega. Yo creo que son los tres grandes componentes de lo europeo, y veo que ahora está muy tibia Europa. En cualquier caso, mejor que esté Europa a que no esté. Siempre es una especie de freno, de salvaguarda de lo que está ocurriendo aquí, para que no vayamos a más. O sea, que no nos convirtamos en Venezuela.
«Gobiernan los cobardes, los oscuros. / Cómo duele vivir en la agonía / de la cruz y en la herrumbre de la espada. / Cómo duele esta noche del coraje. / Cómo duelen los atlas. Y no hay signos / que anuncien el final de la derrota». Estos versos pertenecen a su poema «Europa», que tiene, si no me equivoco, unos cuarenta años. Se conservan bien, ¿verdad?
Sí, y eso no es buena señal. En ese poema estaba pensando, por ejemplo, en cómo las fronteras se modificaron, sobre todo, a favor de la URSS, que fue la gran vencedora de la contienda mundial. En ese sentido, hay vastísimos territorios de la actual Rusia o de la actual Bielorrusia que pertenecían a Polonia, por ejemplo. El pasillo de Danzig era alemán de toda la vida. O sea, de acuerdo que Hitler era un maníaco, un psicópata y un asesino, pero hay zonas que son alemanas. Hablaba de los atlas porque no están bien configurados, son fruto de quién ganó y quién perdió la guerra mundial. Ahora, si hubieran ganado los otros, hubiera sido mucho peor (risas). Hubiera llegado Alemania hasta Moscú.
«La verdad es que no sé qué es la verdad / y no puede ser bueno que no sepa / algo tan importante como eso». ¿Sigue sin saberlo?
Creo que cuanto más viejo se hace uno, más cerca está uno de saber lo que es la verdad. Por lo menos, su verdad. Entonces, creo que estoy más cerca ahora que cuando escribí ese poema, que sería por el año 93 o por ahí. Me da la impresión de que, a partir de una determinada edad, lo que necesita el ser humano, y yo soy uno de ellos, es ansia de verdad y ansia de belleza. Son las dos cosas a las que, de algún modo, aspiramos en esta etapa de la vida. Y evocando un poco a Platón cuando decía que lo bueno es lo bello, y lo bello es lo bueno, en ese sentido, el poema me parece un poco más escéptico, propio de una edad un poquito menos madura que la que tengo ahora.
¿Es la verdad un arma arrojadiza?
Sí, porque como no hay una verdad objetiva, o es muy difícil encontrarla, se van oponiendo las verdades de uno al otro, y en forma de lanzas o de pedruscos, se lanzan a la cara del otro. Como buen militante de la escuela escéptica de Pirrón de Hélide y de su discípulo, Sexto Empírico, creo que lo que hay que hacer es relativizar un poco. Pensar que todo el mundo tiene un fragmentito de verdad, una pieza del puzle de la verdad que luego se va recogiendo, poco a poco. Ahora, no cabe duda de que si ese puzle tiene cien piezas, tampoco se trata de ir buscando cien verdades para hacer una. Hay que partir de una verdad objetiva, o relativamente objetiva.
«Toda la verdad del mundo se suma a una gran mentira», canta Bob Dylan en Things Have Changed.
Tiene razón Dylan, sí. Me pareció excesivo que le dieran el Nobel de Literatura (risas), pero en eso tiene razón. Es un excelente letrista, pero, por ejemplo, comparándolo con otro de mis grandes favoritos, que es Leonard Cohen, me parece que Leonard Cohen es más poeta que Dylan. De hecho, fue Premio Príncipe de Asturias de las Letras.
¿Cuál es su máxima certeza?
La de todos los hombres: que vamos a morir. Esa es la máxima certeza y es una putada, pero es la única certeza segura; lo demás, qué va a pasar con el mundo, si va a haber descendientes de mi familia directa un par de siglos por lo menos, que sería lo deseable, o qué va a ocurrir con España y su fragmentación, la sociedad del futuro… todo eso no lo sabemos.
Para finalizar, ¿qué habría sido de usted sin sus tebeos?
Pues eso digo yo (risas). Poca cosa. Evidentemente, no habría tenido la inspiración que me ha guiado a lo largo de estos años, y hoy no estaríamos hablando juntos. Me han dado un espacio de libertad que no tenía en mi propia vida. Me han abierto horizontes, me han enseñado geografías imaginarias maravillosas. Me han enseñado que hay que estar al lado de los débiles y que hay que optar por el bien en esa especie de disyuntiva entre el bien y el mal que en todos los hombres está. Somos buenos y malos a la vez. He aprendido muchas cosas. Hasta el amor, o mi concepto del amor deriva de mis lecturas de tebeos. Esas parejas maravillosas: Dale Arden y Flash Gordon, El Guerrero del Antifaz y Ana María, Sigrid y El Capitán Trueno… Sigo leyendo tebeos y coleccionándolos.