Test covid: el Gobierno no escucha a quienes se juegan los cuartos (que algo sabrán)
La patronal de las biotecnológicas denuncia que el Gobierno no ha tenido en cuenta a los fabricantes en la polémica por el precio de la prueba de antígenos
El ridículo del Gobierno con el precio de los tests de antígenos tiene aún bastante recorrido. Pero propongo dejar aparte por un momento los detalles y las ramificaciones más o menos bochornosas del asunto para abrir la perspectiva y asomarnos a lo que podríamos llamar «estilo» de gestión del Gobierno… si no fuera un poco sonrojante relacionar semejante término con la máquina electoral perpetua que dirige Pedro Sánchez. Partimos de la premisa de que su escaparate de márketing tiene peajes muy evidentes. Si su ministro de Consumo, por ejemplo, se declara comunista con todas las letras, podemos imaginar el grado de empatía con el sector productivo… siempre que no se trate de un capitalista de los suyos (véase el empresario Jaume Roures:«Yo hago dinero para servir a mis ideas», y a facturar).
Centrándonos en el turbio ejemplo de los antígenos, vemos cómo los farmacéuticos, de momento, tragan. Quizá por responsabilidad, quizá por miedo a que les recuerden su culpable condición burguesa, quizá por complejas cuestiones estratégicas. Probablemente por una mezcla de todo ello. El caso es que el Consejo General de Colegios Farmacéuticos y la Federación de Distribuidores Farmacéuticos han aceptado que la mayoría de las farmacias dispensen en este momento los test por debajo del precio de adquisición. Todo por la patria.
A cambio puede haber un movimiento de fondo. La patronal farmacéutica ha aprovechado para recordar que las empresas de distribución farmacéutica aseguran que los productos sanitarios lleguen bien, a tiempo y, sobre todo, con las debidas garantías de calidad. Algo que (esto no lo dicen literalmente, pero no hay que ser Maquiavelo para leerlo entre líneas) no podrían asegurar los supermercados… si los productos sanitarios empezaran a dispensarse con alegría fuera de las farmacias, como en otros países.
Y posiblemente tienen razón. La Unión Europea siempre ha sido especialmente garantista en materia de consumo. Eso nos permite vivir más relajados: por ejemplo, sabemos que un juguete con el sello de la UE tiene menos posibilidades de contener piezas pequeñas capaces de ahogar a nuestros niños. Pero eso tiene un precio. No vale quejarse después de que nuestros juguetes cuesten más que los chinos.
Pero más allá de este rumor de fondo sobre estructuras logísticas y modelos de negocio, la tibia reacción de las patronales farmacéuticas (el farmacéutico de la esquina es otra cosa, pregúntele, ya verá qué contento está…) contrasta con la de otro gremio que ha decidido dar un toque de atención. AseBio, la patronal española del sector biotecnológico, se lamenta en un comunicado oficial que sus empresas «no hayan sido consideradas como parte esencial de la respuesta a la pandemia». Tienen un argumento bastante sólido, hay que reconocerlo: ¡son los fabricantes de los tests de detección de antígeno! AseBio, recuerda, «defendió la venta de estos productos sin prescripción médica para aumentar la capacidad de diagnóstico y por lo tanto de gestión sobre esta pandemia».
¿Preferimos una opción más o menos restrictiva, más o menos conservadora/garantista en la distribución de los productos necesarios para la lucha contra el coronavirus? Es cuestión de opiniones, por supuesto, pero no es de recibo ignorar los argumentos de quienes se juegan los cuartos en el proceso. AseBio afirma que «las empresas nacionales tienen que formar parte de manera integral de cualquier decisión que tenga como objetivo abordar la gestión de esta pandemia». Y pone el dedo en una cuestión que, nos guste o no, hay que asimilar con madurez: «Ahora que tenemos la recuperación como telón de fondo, es el momento de pensar qué país queremos y qué decisiones tenemos que tomar para reforzar nuestras capacidades industriales e impulsar nuestra autonomía estratégica».
¿Cuánto tiempo llevamos lamentándonos de que nuestra economía se basa demasiado en el turismo y la construcción? ¿Cuántos discursos sobre la conveniencia de virar hacia sectores relacionados con la innovación y bla, bla, bla? La capacidad de trabajo y el ingenio españoles sobreviven milagrosamente a estructuras (y «estilos») administrativas evidentemente menos eficientes que las de nuestros países vecinos. El resultado es, por ejemplo, un sector biotecnológico españolito que, como diría Antonio Machado, quiere vivir y a vivir empieza. En 2019, por ejemplo, invirtió más de 940 millones de euros en I+D, y subió una posición en número de documentos publicados sobre la especialidad, para situarse octavo del mundo. Ese mismo año, la actividad de las empresas biotech generó más de 10.100 millones de renta, lo que supone el 0,8% del PIB nacional, y su facturación, de casi 12.000 millones de euros, subió al 1% del PIB. Además, aportaron más de 4.200 millones de euros de impacto en la recaudación fiscal, el 0,3% del PIB, y contribuyeron con 117.700 empleos, el 0,6% del total del empleo nacional, lideraron el ránking de crecimiento en producción entre el conjunto de actividades de la economía, con un 20,8% en el crecimiento, y la productividad y salario por empleado es más del doble de la media nacional.
Eso no significa que haya que darles siempre la razón. Pero, desde luego, merecen que se les escuche.
En septiembre, el Palacio de Congresos de Pamplona acogió el X Encuentro Internacional de Biotecnología BIOSPAIN 2021. Coincidía, además, con la Semana Europea de la Biotecnología (European Biotech Week, con lo que se convirtió en uno de los eventos más importantes de Europa durante esa semana. Pese a las limitaciones que imponía el coronavirus, se optó por una versión presencial, plagada, eso sí, de conexiones por videoconferencia. Más de 1.500 profesionales nacionales e internacionales (las sesiones se impartían en inglés), entre científicos, empresarios e inversores. Todo el ecosistema necesario para crear algo que valga la pena.
Pude presenciar en persona el estrés de los organizadores para enfrentarse al reto sanitario, administrativo y tecnológico de uno de los primeros grandes congresos de estas características que volvía a abrirse a la normalidad en tiempos del coronavirus. Digamos que a los que asistimos nos duelen especialmente los datos de las fiestas etílicas de Boris Johnson que están saliendo a la luz estos: nosotros teníamos que salir del edificio del congreso para tomarnos un café…
Valió la pena. Necesitábamos oír el runrún de la actividad que se abre camino pese a todo. Se me quedó especialmente grabado el coloquio sobre un caso de éxito: la empresa Vivet, un proyecto científico cristalizado en compañía biotech. Gloria González-Aseguinolaza, subdirectora del centro de investigación del que surgió, el CIMA de la Universidad de Navarra, explicó cómo sus jefes académicos la instaron («a empujones», dijo, entre risas) a encontrar un hueco para salir de su laboratorio y hablar con inversores y gestores empresariales. Algo habitual en las universidades anglosajonas, no tanto en las nuestras, donde el asco de tanto burócrata académico al vil metal (menos a finales de mes, cuando les llega la nómina) dilata hasta la exasperación el trecho que va de la investigación científica a su aplicación en nuestras vidas.
La universidad podría estar animándose a escuchar. ¿Se imagina que el Gobierno también lo hiciera?