La humilde plumilla que firma este artículo es una mujer que vive permanentemente instalada en la duda. La duda, decía Aristóteles, es el principio de la sabiduría. Pero en ese principio me he quedado y no he avanzado. Porque yo la verdad es que no entiendo nada de lo que últimamente leo.
La Junta Directiva Nacional del PP me ha creado, por ejemplo, muchas dudas. Y para intentar subsanarlas he echado mano de algunas lecturas de psicología social. Pero estas lecturas han hecho surgir, como en una espiral rizomatica, más dudas. Dudas que pongo en común con ustedes por si acaso, entre todos, logramos resolverlas.
Casado y Egea o el síndrome de Hubris
Ícaro era un mortal, pero quería volar como los dioses. Ni corto ni perezoso, se hizo unas alas de cera. Pero quería volar demasiado alto, se acercó al sol y la cera se derritió. Ícaro cayó al mar y alli desapareció.
El mito de Ícaro está relacionado con la hubris. Porque «hubris», significa «desmesura», y es lo opuesto a la sobriedad y la moderación. Pero también en griego la palabra puede traducirse como «arrogancia«.
En el 2008, el neurólogo británico David Owen publicó un libro , On sickness and on power, en el que acuña el término ‘Síndrome de hubris’ (SH) para describir a los mandatarios y políticos a los que, como a Ícaro, les puede la arrogancia.
Los Hubris son tendentes a la grandiosidad y la omnipotencia y son incapaces de escuchar. No analizan las críticas para averiguar qué ha podido salir mal o en qué pueden haberse equivocado, sino que las recogen sin analizarlas, y pasan a considerar a los demás unos traidores, porque parten del «estás conmigo o estás contra mí«.
Para Owen, el SH está indisolublemente unido al poder. Lo describe como un trastorno adquirido y reversible: se adquiere con el poder, pero puede remitir al desaparecer este.
En 2009, el propio David Owen y el psiquiatra Jonathan Davidson hacen la propuesta, en el libro Hubris Syndrome, de que el SH se considere como un nuevo trastorno psiquiátrico, un cluster de síntomas que configuren un síndrome fácilmente reconocible.
El político, directivo o mandatario que padece Síndrome de Hubris es exageradamente impulsivo y desoye y descalifica las opiniones ajenas. Se percibe a sí mismo no ya como la máxima autoridad de su organización, sino como la propia organización en sí. Hace y deshace a su antojo sin tener en cuenta los intereses de los demás o, incluso, de la propia organización que dirige.
El Hubris carece de carisma, encanto o poder de persuasión. Y lo sabe. Y, como sabe que no puede convencer, impone. Si un colaborador le recrimina algo, probablemente lo expulse de la organización y hará cualquier cosa por desacreditar a sus rivales , incluyendo la creación de campañas de desprestigio.
Como las decisiones que toma se basan en su idea de la realidad –que suele ser binaria: todo o nada, blanco y negro– el resultado son errores, cuya responsabilidad el Hubris nunca asumirá y de las que acabará culpando a otras personas. Por esta razón, sus subordinados viven anclados en la inseguridad y el miedo y tratan de complacerlo en todas sus órdenes en lugar de confrontarlo. Logicamente esta complacencia deriva, a su vez, en más errores.
A veces, el Hubris comete un error muy, muy grande que le cuesta el puesto. Si tal cosa sucede, Hubris jamás reconocerá que se lo había buscado. Todo habrá sido el producto de una conspiración. Se irá, sí, pero haciéndose la víctima, no sin sentimientos de depresión, nostalgia y rabia. Dicho lo cual, no sé si alguien le resonarán estas palabras de Casado: «Siento lo que he tenido que sufrir y creo que no me lo merezco».
Yo le dejo al honorable lector o lectora meditar sobre quién cree que padece este síndrome, si Egea o Casado. Sospecho que cualquiera que haya echado una hojeada al libro de memorias de Cayetana Álvarez de Toledo pensará que lo padece Egea. Pero quizá a alguno le suene más Casado.
En fin, como decía Baudelaire, «– Hypocrite lecteur, – mon semblable, – mon frère !», los comentarios están abiertos. Hagan sus apuestas.
Ayuso y el síndrome de Messi
Pasemos al Síndrome de la superestrella, un síndrome que los especialistas en empresa argentinos han rebautizado con el bonito nombre de Síndrome de Messi. Se refiere al equipo que tiene una estrella que destaca absolutamente por encima de las otras. No queda muy claro si esta adquisición ayuda al equipo o no.
Por ejemplo, en el 2018, la selección argentina contaba con Messi. La derrota 3 a 0 frente a Croacia la eliminó del mundial. Y se planteaba la pregunta: si un equipo cuenta con un jugador excepcional, ¿el resto de los jugadores deben adaptar su juego para que la estrella brille en su máximo esplendor o esa idea solo consigue desmotivar al resto del equipo?
La cuestión es que, si un equipo tiene la suerte de albergar entre sus filas a un jugador estrella, no se puede contar exclusivamente con su talento técnico individual y el entrenador debería preguntarse si la estrella sería capaz de priorizar el interés del equipo por encima del propio. Si no puede hacerlo, no es una estrella. Es un habilidoso.
En muchas ocasiones los equipos, las organizaciones, las empresas tienden a mimar a sus estrellas. Sobre todo, por el pánico de que se marchen a la competencia. El problema es que cuando en un equipo coloca a un jugador por encima de los demás, es más que posible que se creen envidias y resentimientos en el resto de los jugadores. Y resulta difícil equilibrar el trato privilegiado que necesariamente reclama la estrella sin crear desmotivación en el resto de la plantilla.
Por lo tanto, el dilema se plantea así: ¿debes armar el equipo en torno a tus estrellas para que brillen y den lo mejor de sí o, por el contrario, son las estrellas las que deben adaptarse a la forma de trabajo del equipo?
Si un equipo define una estrategia que gira alrededor del jugador estrella, entonces hay que elegir con sumo cuidado al resto de los jugadores del equipo y diseñar un sistema de juego que favorezca que esa persona destaque, pero sin desmotivar a los demás. El entrenador debe analizar la estrategia, la táctica, los roles necesarios, las complementariedades… o el resultado puede acabar en un nivel Croacia-Argentina.
Por supuesto, todo buen equipo cuenta con una estrella. En muchos casos es la estrella y nadie más que la estrella la que puede salvar al equipo de una situación crítica. Pero armar un equipo alrededor de una única figura es un error garrafal. Porque cualquier accidente, contingencia, eventualidad o azar que nuestra estrella sufra pone en riesgo todo el proyecto.
El jugador estrella debe ser especial, pero no único. Hay que escucharlo y tratarlo de forma diferente, porque es diferente, pero jamás hay que jugarse el proyecto a su única carta.
Un equipo debe trabajar desde la equidad y no desde la desigualdad. Obviamente no se puede tratar a todos los jugadores por igual. Como dice el Evangelio, a cada cual según sus necesidades. Un buen entrenador debe saber cuál es el tratamiento adecuado para cada uno de sus jugadores, saber que no todos valoran y necesitan lo mismo y que, a la vez, no contribuyen de la misma forma, esto es, a la estrella hay que tratarla como se merece, pero al resto de los jugadores también.
También hay que tener en cuenta que en muchas ocasiones las estrellas se apagan. Y que por esa razón no conviene que la estrella lidere el equipo. A veces lo que conviene es que la estrella siga ocupando su papel de estrella de forma visible pero que el liderazgo recaiga en manos de otro. La estrella brilla y obtiene el aplauso del público pero es el entrenador el que dirige.
Las empresas tienen que ser conscientes de que su estrella puede no brillar o simplemente irse del equipo, así que siempre hay que tener a mano un cuadro de reemplazo preparado.
En el mundo actual, el éxito, ya sea en el campo de los deportes, en el de una empresa, en el de un partido político o en una peluquería, requiere el ensamblaje de un equipo de personas que puedan trabajar juntas para conseguir algo extraordinario. Y está claro que para conseguir algo extraordinario siempre viene bien contar en el equipo con alguna que otra persona extraordinaria.
Pero, como bien saben los entrenadores, los jugadores superestrellas no son los que juegan mejor, sino los que consiguen que sus compañeros también lo hagan. Las superestrellas egoístas nunca llevan a un equipo a la victoria. Lo que conviene tener son superestrellas colaboradoras.
¿Han reconocido quizá a Ayuso en toda esta exposición? Vuelvo a repetir que los comentarios están abiertos.
Feijóo y el síndrome de Coriolano
Al Síndrome de Coriolano el nombre le viene a partir de una de las últimas tragedias de Shakespeare, un lúcido y ambiguo retrato del poder pero, sobre todo, de la soberbia aplicada al poder.
Gayo Marcio, acérrimo partidario del patriciado y enemigo de la plebe, es un excelente militar que, debido a sus numerosas victorias recibe un tercer nombre, el de Coriolano, pues ha conquistado la hasta entonces imbatible ciudad volska de Corioli.
En vista de su gloriosa carrera, Coriolano presenta su candidatura a cónsul, pero su ideología antiplebeya y antidemocrática no es precisamente bien recibida en Roma, donde sus propios compañeros le llaman traidor (hoy probablemente le habrían llamado fascista).
A partir de aquí, Coriolano inicia una marcha contra Roma y se dirige a casa de Tulo Aufidio, general de los volscos. (Sí, los volscos, los mismos a los que antes había combatido. Para que vean ustedes que lo del transfuguismo no es una cosa reciente.)
Los volscos, en lugar de mandarlo a tomar viento fresco como habríamos hecho usted y yo, lo acogen emocionados y creen que gracias a Coriolano podrán por fin vencer a los romanos.
Coriolano, liderando a las huestes volskas, llega a las murallas de Roma y a punto está de prenderle fuego al chiringuito cuando allí se presentan Volumnia, su madre, y Virgilia, su mujer, que lleva en brazos al hijo de ambos. Las dos le ruegan entre lágrimas que salve a la ciudad.
Coriolano escucha sus súplicas, concluye un tratado favorable para los volscos y vuelve con ellos a la ciudad de Anzio. Pero a los volscos no les ha inspirado demasiada confianza que Coriolano haya dejado la ciudad intacta. El general de los volscos lo acusa de traición. Si antaño Coriolano traicionó a su propio pueblo, ¿cómo no los iba a traicionar a ellos?
Al final, Coriolano acaba ajusticiado en la plaza pública.
El síndrome de Coriolano se refiere a que, cuando un individuo traiciona a las personas que le han colocado en el puesto que ostenta en una organización, va a tener muy difícil despuntar allá donde se dirija. Si permanece en la organización, el nuevo equipo directivo desconfiará; y si se dirige a otra, sus nuevos empleadores estarán siempre con con la mosca detrás de la oreja, como los volscos: siempre les quedará esa sospecha de que, «si los traicionó a ellos, nos puede traicionar a nosotros…».
Por eso se recomienda siempre que, cuando usted vaya a una entrevista de trabajo, jamás y bajo ningún concepto hable mal de sus antiguos empleadores, aunque haya salido usted tarifando de un ambiente tóxico o crea que su anterior jefe o jefes habían heredado genes del mismísimo Barrabás.
Y una no deja de preguntarse: «¿podemos comparar a Feijóo con un general volsco? ¿Cuando Díaz Ayuso exige expulsar del PP a aquellos que cuestionaron el contrato de su hermano, cuando dice que no cree en las heridas abiertas, entra dentro de lo posible que Feijóo se plantee que quien exige la cabeza de su antiguo amigo puede que sea una excelente guerrera… pero también puede que sea el tipo de guerrera que cuando avanza deja a su paso tierra quemada tras de sí?
En fin, queridos lectores y lectoras, decía San Agustín que quien duda sabe que duda y por lo tanto conoce. Y es que a veces dudar vale más que estar seguro. Yo vivo permanentemente instalada en la duda, pero seguro que los lectores no dudan tanto y que habrá alguno dispuesto a dejar un comentario que muestre más seguridad de la que muestro yo. Encantados estaremos de leerlos. Eso sí que no deben dudarlo.