La arquitectura como cultura: contra una arquitectura de Estado
« Lo que la sociedad espera de su cultura, también de su arquitectura, es que abra el futuro, no que reproduzca la identidad»
El Ministerio del ramo – no el de Cultura – ha producido un Anteproyecto de Ley de Calidad de la Arquitectura que se propone proteger, impulsar y fomentar la calidad de la arquitectura como bien de interés general por – entre otros motivos – su contribución a la creación de una identidad cultural, de acuerdo con valores culturales, sociales y estéticos; con arreglo a los Principios de Calidad que la propia Ley determina. Entre ellos se encuentra la integración armoniosa en el tejido urbano circundante y en el paisaje natural del entorno; y la contribución a la creación y mantenimiento de un entorno con valores culturales reconocibles por la sociedad a la que va destinada, en el que las decisiones de diseño estén fundamentadas en las condiciones propias del lugar y la protección de los intereses artísticos y estéticos.
Cuesta asumir que uno es contrario a fines tan nobles que dibujan una sociedad carente de contrastes. Pero cambiando arquitectura por música, literatura o cine la imposición de objeto, fines y principios se hace más evidente como propia de un criterio cultural dirigista y conservador. «Las novelas que se escriban en España contribuirán a la creación de una identidad cultural, estarán dotadas de valores culturales, sociales y estéticos, se integrarán armoniosamente en el tejido social, contribuirán a la creación de un entorno con valores culturales reconocibles por la sociedad, atentas a las condiciones locales y protegiendo los intereses artísticos y estéticos». Ni la URSS podría haberlo dicho mejor.
Muy por el contrario. Lo que la sociedad espera de su cultura, también de su arquitectura, es que abra el futuro, no que reproduzca la identidad. Que exprese la disonancia y la disidencia que siempre están presentes, no imponer la conformidad ni la armonía.
Es más. La Calidad, si tal cosa existe, no es algo que pueda suministrarse desde el estado. En el mejor de los casos se trata de una iniciativa ilustrada condenada al fracaso. La buena cultura o brota de la sociedad, o de ninguna parte. Volvamos a la URSS.
Para que todo esto no quede en meras declaraciones, la Ley crea la policía de la calidad: el Consejo de Calidad de la Arquitectura. Tendrá por objeto asesorar gobiernos y velar porque los Principios se apliquen a lo público y en su caso también a lo que no es público. Discriminar entre arquitectos de calidad y quienes no lo son, algo que quizás esté en el fondo de la operación. El antecedente directo de esta Ley es la Ley de Arquitectura de Cataluña que acabó con los concursos abiertos imponiendo los concursos por invitación.
Eso acabaría aquí. Si no fuera porque la Ley aprovecha vía disposición adicional para ampliar los supuestos en los que las empresas constructoras pueden aportar el proyecto de las obras, rompiendo así la separación entre el responsable del proyecto y el de la construcción. Esa separación es una principal seña de la arquitectura moderna desde que Filippo Brunelleschi, el mítico padre de los arquitectos, metió en cintura a los gremios medievales de constructores al hacerse cargo de las obras de la florentina cúpula de Santa María del Fiore, dando paso al Renacimiento. Ahora, con esta Ley, las empresas constructoras meterán en cintura a los arquitectos y el estado se quedará sin quien vele con independencia por sus intereses. El desempoderamiento de los arquitectos alcanza hasta no citarlos ni una sola vez en la Ley que regula su actividad, como si las novelas las escribieran las editoriales y no los escritores. Por lo visto la Calidad real era esto.
La Ley cuenta con el apoyo explícito o tolerante de las organizaciones colegiales. Pero eso quiere decir realmente muy poco, si tomamos en cuenta que en España del total de arquitectos solo la mitad están colegiados. Y que en las elecciones de esas organizaciones solo participa un magro 10% de los inscritos. La desafección es la norma.