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Los sapos y el dinosaurio de Irene Montero

«Pocas veces se ha visto una humillación en público como la sufrida por la ministra de Igualdad en la rueda de prensa posterior al Consejo de Ministros»

Los sapos y el dinosaurio de Irene Montero

La ministra de Igualdad, Irene Montero. | Europa Press

Siempre se ha dicho que para ser un buen político hay que saber comer sapos. Y además sonreír a las cámaras como si el sapo que se está comiendo fuera un plato exquisito y, si se puede, intentar convencer a todos de que ese sapo que se come es por decisión propia y voluntaria y no obligada por terceros. También cuentan que en la vida política nadie olvida nunca a quién le han forzado a comer sapos. Nunca se olvida y casi nunca se perdona. El tamaño de los sapos es también muy importante. Los más grandes no son fáciles de digerir. Suelen ser los que más afectan incluso personalmente porque comprometen las raíces ideológicas más profundas del político.

Hay sapos que el comensal puede comer de manera discreta, ocultándose de la luz pública y rezando para que se difuminen en el tiempo y nadie los recuerde de una manera expresa. Y entre lo más duro y cruel del arte o sacrificio de comer sapos está el que te los hagan comer en público, en directo, delante de decenas de periodistas y de cámaras. Y lo más top es que te lo hagan comer tus propios socios de gobierno. Pues todo esto lo ha vivido esta semana Irene Montero. Todo esto y mucho más.

Pocas veces se ha visto una humillación en público como la sufrida por la ministra de Igualdad en la rueda de prensa posterior al Consejo de Ministros del pasado sábado. Irene Montero, que ha tenido una carrera política marcada por su relación con Pablo Iglesias, padre de sus hijos, que la nombró ministra, ha considerado siempre su ministerio como algo suyo, muy suyo. Tan suyo que sus proyectos, como el de lo ‘trans’, han roto incluso el propio feminismo.

Desde el minuto uno Irene Montero ha tenido un sentido patrimonialista del Ministerio de Igualdad. Uno de los ministerios con más baja actividad legislativa se ha convertido en un gran campo de refugiados para los políticos más cercanos a ella que han caído de ayuntamientos y comunidades. Y como una gran madre de todos ellos, no le ha importado que alguno de esos cargos ejerciera de niñera de sus hijos. O eso es lo que se está ahora investigando por vía judicial. Algo que en cualquier otro político de cualquier partido hubiera supuesto su dimisión, o al menos una explicación larga, razonada ante los medios, para Irene Montero, como tantas otras cosas de su vida también, es un ataque de la ultraderecha. Su soberbia le ha llevado a no dar ninguna explicación razonada nunca sobre estas acusaciones.

A ella lo que le gusta es opinar sobre cualquier tema de actualidad que afecte a otros ministerios. Su relación con Pablo Iglesias y la existencia del pacto que hizo con Pedro Sánchez para esa especie de reserva podemita intocable dentro del Gobierno le ha permitido durante años no solo opinar, sino criticar muchas iniciativas del propio Gobierno del que formaba parte. Las últimas y más duras han sido sobre el envío de armas a Ucrania o la exigencia casi implícita de forzar el cese de su colega de Defensa, Margarita Robles, por el caso Pegasus. Ha forzado hasta el límite muchas de sus exigencias contra decisiones del equipo socialista del Gobierno. Amparada en ese escudo protector que creó en su día Iglesias, le han tolerado muchos ataques a compañeros. Pero Iglesias hace tiempo que se fue y designó al más puro dedazo soviético, aunque ahora se arrepiente y se tire de los pelos tertulianos, a Yolanda Díaz. Iglesias no lo dejó atado y bien atado. La política gallega, como pasa siempre con los herederos, lo ha cambiado todo. Quiere su propio proyecto y en él no cuenta mucho con Podemos y menos con las dos ministras podemitas: Ione Belarraa e Irene Montero. Tampoco entre ellas, Belarra y Montero, parece que se viva ahora el mejor de los momentos. Irene Montero está muy sola en el Gobierno, está muy sola en el proyecto de Podemos y casi ni existe en el proyecto de Sumar de Yolanda Díaz.

Por eso cuando el martes los periodistas le preguntaban en Moncloa por los trágicos hechos de Melilla, que han costado decenas de vidas de inmigrantes, se vio algo nunca visto. Algo muy humillante. Hasta en cinco ocasiones la ministra portavoz del gobierno, Isabel Rodríguez, impidió que Irene Montero contestara a ninguna de las preguntas que le hacían a ella directamente. La primera vez pareció algo natural. Iba a responder Rodríguez dando la versión oficial del Gobierno a los dramáticos hechos. Pero los periodistas en la sala olieron la sangre. Y a partir de ahí dirigieron las preguntas a una Irene Montero que con mirada triste y baja asentía a la portavoz cuando esta le impedía contestar y decía que solo ella iba a hablar de Melilla. Con cada pregunta la sangre manaba a chorros y la definitiva fue cuando le preguntaron si su silencio significaba que estaba de acuerdo con la versión de Moncloa. Ahí el rostro se le descompuso y… de nuevo calló. La humillación fue total. Daba pena el espectáculo de sometimiento y silencio que le impusieron.

Pero lo que nadie esperaba es que al día siguiente y en el típico corrillo de periodistas, sin ningún censor socialista del Gobierno en las proximidades, se negara a contestar sobre su silencio del día anterior. De nuevo hasta en cinco ocasiones, como una niña enfadada con una sonrisa falsa y forzada, repetía la misma frase hasta la ridiculez para dejar en evidencia que le volvían a prohibir hablar sobre lo ocurrido en Moncloa sobre Melilla. Su respuesta repetida de forma forzada de «siempre me van a tener disponible para conocer mi opinión», más que un ejercicio de control, era una evidente pataleta para vender otra vez una imagen victimista de ministra censurada por su propio Gobierno.

Irene Montero piensa que con eso cumplía y recuperaba su dignidad política. Y no es así. Son muchos los temas en los que los ministros de Unidas Podemos pueden tener, y han tenido, una opinión contraria y manifestarla, graduando ellos mismos el volumen del altavoz. Muchos han dado marcha atrás comiendo sapos. Lo vivido esta semana demuestra que en la política a veces los sapos son incluso de agradecer. O eso es lo que pensará Irene Montero, que más que un sapo tuvo que tragarse todo un dinosaurio. Y todo por no perder su sillón y su feudo ministerial.

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