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Opinión

Isabel II: la reina del siglo

La sociedad británica, casi como un solo hombre, siente hoy una orfandad interminable

Isabel  II: la reina del siglo

Reuters

La Reina Madre mantuvo largos amoríos con el champagne y la ginebra, pero también la suficiente lucidez como para instruir a su hija: «tómate la segunda copa de vino si quieres» –le dijo en ocasión de un banquete- «pero recuerda que tienes que reinar toda la tarde». Ana, la abuela de Isabel II, ya le había dado otro consejo para las ocasiones de gran pompa: sentarse cada vez que pudiera e ir al baño en cuanto tuviera oportunidad. Desde entonces -apunta Montgomery-Massingberd- se fraguó «la leyenda popular de que las mujeres de la realeza disponen de vejigas de capacidad superior». Son observaciones muy prosaicas, pero así se forma ese carácter de estoicismo inoxidable que tuvo siempre la reina de Inglaterra.

Churchill ya se lo alabó cuando era niña, sin saber que de anciano estaba destinado a departir con ella como primer ministro. Desde entonces, Isabel II pudo tratar con una docena larga de premiers en los mejores términos, porque la nación puede tener todos los partidos que quiera, «pero la Corona», como ella bien sabía, «no es de ninguno». Eso es una monarquía parlamentaria. De las carreras de Ascot a los veranos en Balmoral, la actividad pública de la reina ha tenido –durante siete décadas- algo de calendario litúrgico en la vida británica, sin dejar nunca que la luz del día, como quería el tratadista Bagehot, se posara sobre la magia de la corona. Véase que la prensa ha cargado contra todos –hijos, nietos, nueras- pero si ella ha merecido el respeto universal, será porque ha sido universalmente respetable.

«Tras pulverizar la longevidad de la reina Victoria sobre el trono, Isabel II podía posar como monarca constitucional de dieciséis países, pero en el suyo ha sido siempre, simplemente, ‘la Reina’»

Es sabido que Jorge III quiso demoler el palacio de Saint James para plantar en su lugar un campo de nabos. Desde los primeros Hannover, la realeza inglesa nos ha dado no pocos perfiles de heterodoxia, pero a una soberana que desayunaba con yogures del hipermercado no se le ha conocido más desorden pasional que el amor por los caballos y los perritos corgis. En cuanto a sus seres presumiblemente queridos, no le quedó más remedio que recurrir al eufemismo: «como en las mejores familias», afirmó, «tenemos nuestros jóvenes caprichosos e impetuosos y nuestros desacuerdos familiares». Al duque de Edimburgo se sabe que no le pidió fidelidad sino lealtad, actualización monárquica del «sé cauto si no eres casto» de los medievales. Los problemas, por tanto, le iban a venir menos por su marido que por sus hijos: aquel 1992 de todos los divorcios, el 1997 de la muerte de Diana, el 2019 del lujurioso Andrew o el 2020 de los duques woke. A Diana sólo le había hecho un reproche: embriagarse con su fama. La propia reina –una beldad en su juventud- sabía de lo que hablaba.

En casi un siglo de vida y tres cuartos de siglo de reinado, Isabel II ha sobrevivido al desastre de Suez, a la Guerra de las Malvinas, al IRA y al Brexit y a la muerte de su marido. Incluso tuvo el temple de tratar con un intruso que se coló en Buckingham. Tras pulverizar la longevidad de la reina Victoria sobre el trono, Isabel II podía posar como monarca constitucional de dieciséis países, pero en el suyo ha sido siempre, simplemente, ‘la Reina’, parte del paisaje familiar de todas las generaciones que viven en las islas, inmutable como la lluvia fina, los acantilados de Dover o la expresión de estupor de su hijo Carlos. Si el Imperio ha ido siempre a menos, ella ha ido siempre a más. Es característico de su discreción que haya sido uno de los genios políticos de nuestra época y no se haya dado cuenta casi nadie.

Ya citado, el teórico de la monarquía Walter Bagehot dejó dicho que, a la hora de estudiar la corona, la ciencia suele olvidar un dato quizá no muy científico pero muy real: el afecto. Ese mismo afecto por el que la sociedad británica, casi como un solo hombre, siente hoy una orfandad interminable: el adiós a esa persona que estaba allí, menuda y digna, figura tutelar de un país en sus días de dolor y en los de gozo, misteriosamente unida a la entraña de la nación. 

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