De Camuñas a Aravaca: la inadvertida igualdad de los españoles
El sentido de igualdad entre los españoles viene de antiguo y es un bien cultural ignorado, que ayuda a entender por qué España es una democracia plena
La última semana de agosto mi hija pasó unos días en Camuñas, en la casa de los abuelos de una amiga suya. El instituto al que van ambas es público, en Aranjuez. Sus amigos y compañeros son hijos de trabajadores y profesionales, de toda clase y condición. El padre de la amiga de mi hija fue prejubilado como electricista de su empresa durante la pandemia y por fin trabaja de nuevo, ahora como supervisor en los talleres para internos de una cárcel cercana. La madre, ahora mismo, está desempleada. Los abuelos están jubilados y pasan gran parte del año en el pueblo.
Camuñas es una villa entre Toledo, donde se asienta, y Ciudad Real, con la que colinda. Una población minúscula perdida en el mar amarillo de La Mancha. La renta per cápita no llega a los 17.000 euros. Es una zona árida, de escasos recursos, lejos de Madrid, pero también de Toledo capital. Una villa históricamente pobre, aunque la zona estuvo poblada desde la prehistoria, fue enclave romano, tierra en disputa entre musulmanes y cristianos y logró independizarse de Consuegra gracias a un decreto de don Juan de Austria que le otorgó «privilegio de villazgo». Pero su verdadera historia es la historia de la migración del campo a la ciudad.
Recogimos a mi hija de allí un sábado temprano, para llegar a tiempo a una comida de amigos en Madrid. En realidad, un querido clan nos había convidado a pasar el día en la piscina de su casa familiar en Aravaca y a comer un arroz con conejo. Así que esa jornada estival –con 40 grados a la sombra, el aire sólo se podía cortar con un cuchillo cebollero– pasamos de un diminuto pueblo perdido en la inmensidad de La Mancha, de cuya existencia yo no tenía noticias, a uno de los barrios más prósperos de la capital, con una renta per cápita de 95.000 euros.
La casa de Aravaca fue diseñada por el patriarca del clan, un destacado arquitecto de los años del desarrollismo español. La casa es su manifiesto. Funcional, de espacios diáfanos y amplísimos, con terrazas sobrepuestas e impresionantes vistas a Madrid, el espacio es el feliz matrimonio entre el buen gusto y los recursos. Entre las filas de esa familia extendida hay escritores, traductores, guionistas de cine, actrices, diseñadores gráficos, arquitectos y hasta un aficionado, reciente, del Rayo Vallecano. La elite cultural de la capital, sin que esta descripción haga justicia al esfuerzo de cada uno de ellos por labrarse una carrera personal, con altibajos y sinsabores inevitables.
«Camuñas, entre Toledo y Ciudad Real, tiene consultorio médico, autovía, un museo etnográfico y una vida comunitaria activa»
Desde la azotea de la casa familiar de mis amigos, que presume de ser el punto más elevado del municipio de Madrid, se observa el esplendor de Aravaca, con sus mansiones ajardinadas y con sus piscinas privadas, sus techos de tejas rojas a dos aguas, sus céspedes cuidados por aspersión y los cipreses bien podados, verticales, siempre rumbo al cielo de Madrid.
Nada de esto importa, salvo un detalle del tamaño de un elefante que los españoles han dejado de ver. Entre la casa de Camuñas y la casa de Aravaca no hay tantas diferencias como he querido subrayar tramposamente.
Camuñas tiene farmacias de guardia, consultorio médico, un sistema de citas por internet para los hospitales de la comarca, autobuses locales y de largo recorrido, un museo etnográfico (eso que llaman «centro de interpretación»). Una autovía de cuatro carriles llega a pocos kilómetros del municipio, la carretera de acceso es cómoda y amplia, de cuatro carriles. Tiene una vida comunitaria activa, punto limpio, refugio de mascotas abandonadas, casas rurales para hospedarse, bares y restaurantes diversos, rutas andariegas y un legado arquitectónico pequeño pero bien cuidado: la Iglesia parroquial fue diseñada por Villanueva sobre una base mozárabe y la ubicación de la torre del reloj fue decidida por votación para que todos los vecinos pudieran oír sus campanadas. También tiene un molino del siglo XVI perfectamente restaurado. El portal de transparencia del Ayuntamiento registra los contratos concedidos y publica los bandos. Tiene toda clase de fiesta patronales, competencias deportivas y cierto orgullo local. Está enclavado en la zona de producción de azafrán, cuyas flores son el oro morado de Castilla.
La casa de los abuelos de la amiga de mi hija es una residencia amplia, con cocina y varios baños, huerto y piscina rústica con agua de pozo. El abuelo nos hizo un minucioso recorrido por su casa, con las mejoras que le hace cada año, todo con sus recias manos; su orgullo son las parras enormes que dan más uvas de las que pueden consumir y su cuadrícula lista para recibir la cosecha de azafrán de este año.
La abuela nos saludó mientras cocinaba, en una olla inmensa, cordero al ajo pastoril. Lo iban a comer entre familiares y amigos, y con naturalidad nos invitaban. Vi el cordero macerado en vino, las patatas, los pimientos, las cebollas y cabezas y cabezas de ajos dorándose en aceite de oliva, y genuinamente lamenté no poder quedarme.
Pese a que en Camuñas el tema era la sequía persistente y la crisis, la calidad de las viandas y las bebidas (y la comunión de intereses) no distaba mucho de las que disfrutaríamos en Aravaca horas después. Eran mundos intercambiables.
«En Aravaca todo era llano y sencillo. En un barrio residencial de la capital mexicana todo sería ostentoso para marcar la diferencia social»
Si yo avanzara al azar hacia algún poblado a 150 kilómetros de la Ciudad de México, lo más probable es que terminara en un pueblo hundido en la miseria y la violencia. Caos vial, suciedad, inseguridad, contaminación, desabasto, pobreza extrema, desigualdad flagrante, imposibilidad de llevar una vida digna. Y a la inversa. En una comida en algún barrio rico de la capital mexicana –Las Lomas o el Pedregal– uno se siente igualmente desplazado, entre sirvientes de mandil. En Aravaca todo era llano y sencillo. En Las Lomas todo sería ostentoso, con el propósito de marcar la diferencia social.
Pienso en una imagen lejana durante mi primera visita a Madrid, en el otoño de 1987. Era todavía una ciudad pobretona y salvaje, con drogadictos en las entradas del metro, jeringuillas en el borde de las aceras, platos combinados bastísimos, servilletas traslúcidas que no servían para limpiar la grasa de los churros, cáscaras de gambas por el suelo y un penetrante olor a tabaco y café quemado. Un Madrid sin el Reina Sofía ni el Thyssen. Un Madrid que arreglaba sus disputas en los bajos de Azca a navajazos. En ese Madrid, en la rudimentaria visita al Palacio Real, me detuve a tomar un café en el elegante Café de Oriente, con su barra de mármol, sus salones privados, sus candelabros de arañas y sus espejos art nouveau. De pronto, entraron un grupo de trabajadores de la limpieza, con sus monos de labor, y, sin más protocolo, se acodaron en la barra a pedir café con carajillo, en una merecida pausa de una extenuante jornada laboral que, supongo, por la hora, estaba por terminar. Lo que era normal para todos –camareros, parroquianos y ellos mismos–, para mí era extraordinario. O, al menos, inimaginable en México, donde jamás entraría un grupo así (cuyas condiciones de trabajo eran y son atroces) a un establecimiento de lujo a consumir como un igual lo mismo que el resto. Imposible por razones económicas, imposible por clasismo, imposible por racismo. Incluso inverosímil como performance artístico.
Este sentido de igualdad entre españoles viene de atrás, y es un bien cultural inadvertido. Para algunos, se remonta hasta el entramado jurídico de Castilla durante la Edad Media, pero sus trazas son incuestionables, al menos, en el teatro del Siglo de Oro, con la obvia referencia a Calderón y La vida es sueño, pero también a Lope de Vega (el rey perdona a Peribáñez la muerte del comendador de Ocaña porque era la respuesta a sus ultrajes).
Si a este trato igualitario (en México diríamos despectivamente «no seas igualado»), le sumamos un vertiginoso desarrollo económico de medio siglo y una transición a la democracia ejemplar, entenderemos por qué España es un país desarrollado y una democracia plena. La igualdad ante la ley es posterior a la igualdad en la mirada. La verdadera igualdad, sin ministerios.