12 de octubre: apuntes del pasado
«Esto es lo que debemos celebrar: los americanos, la posibilidad de ser españoles; los españoles, la posibilidad de ser americanos. Y Madrid, la capital de todos»
«Se llevaron el oro y nos dejaron el oro… Se lo llevaron todo y nos dejaron todo… Nos dejaron las palabras».
Pablo Neruda, Confieso que he vivido.
De nuevo el 12 de octubre, de nuevo el Día de la Hispanidad. Qué cosa más rancia, dirán algunos. Pues no, de rancio, nada. Al menos, no le pareció rancio al Gobierno de Felipe González, que fue el que impulsó la Ley 18/1987 de 7 de octubre, que establece el día de la Fiesta Nacional de España en el 12 de octubre. Había otras alternativas. Se podía haber escogido el 19 de marzo, fecha en que se aprobaba en Cádiz la Constitución de 1812, alumbrando la moderna nación española. Podía haberse optado por el 2 de mayo, fecha en que los españoles lucharon por su independencia contra el invasor. O el 6 de diciembre, día en que se promulgó la Constitución de 1978 que nos convirtió en la democracia pluralista que hoy somos.
Sin embargo, fue un gobierno socialista -y no uno franquista, como creen aún algunos despistados-, el que, haciéndose cargo de una tradición anterior que arranca a principios de siglo XX, quiso que nuestra Fiesta Nacional coincidiese con aquella memorable jornada en que tres carabelas salidas de puerto español, pilotadas por españoles, financiadas por la corona española, y al mando de Cristóbal Colón, avistaron tierra tras dos meses y cinco mil kilómetros de travesía oceánica. Resulta interesante hoy leer la exposición de motivos de aquella ley de 1987:
«La fecha elegida, el 12 de octubre, simboliza la efemérides histórica en la que España, a punto de concluir un proceso de construcción del Estado a partir de nuestra pluralidad cultural y política, y la integración de los Reinos de España en una misma Monarquía, inicia un período de proyección lingüística y cultural más allá de los límites europeos»
¡Así es como pensaban los socialistas no hace tanto! No solo admitiendo de buena gana que nuestra unidad política tiene unos cuantos siglos a sus espaldas, sino que, ya en sus albores, España fue capaz de proyectarse hacia el exterior, como solo pueden hacer los grandes países. Me temo que hoy no son pocos los que han dejado de pensar así y se han sumado a esa triste consigna que tantas veces he oído a los nacionalistas catalanes gritar en mi tierra, por estas fechas: ¡Nada que celebrar! Ignorantes también ellos de que fue precisamente en Barcelona, un 12 de octubre de 1911, cuando se celebró por primera vez la Fiesta de la Hispanidad, en la Casa de América, institución fundada por algunos empresarios catalanes que deseaban fomentar los lazos comerciales con los países de lengua hispana. Entre ellos, el más entusiasta era un tal Federico Rahola (seguro que el apellido les suena…).
«Nadie está pidiendo que se olviden los aspectos más crueles de la Conquista»
Y es que celebrar el 12 de octubre, aquel día en que dos mundos se tocaron con las yemas de los dedos, tiene todo el sentido. Nadie está pidiendo que se olviden o se pongan en sordina los aspectos más crueles de la Conquista. Pero cuatro siglos de permanencia de España en América dejaron un legado civilizatorio y transformador. Con una actitud, por cierto, más respetuosa hacia la presencia indígena que la de otros imperios ultramarinos, como demuestra que hoy en Iberoamérica el mestizaje sea una realidad robusta, y apenas exista en la América anglosajona.
Y lo mejor de la huella española en América, como muestra el fragmento de Neruda que encabeza este artículo, son las palabras. Una comunidad de casi 500 millones de hablantes de español. Porque sobre la base de una palabra compartida pueden construirse todo tipo de vínculos personales y colectivos: no solo culturales; también cívicos, económicos y científicos. Con palabras comunes se labran también amores, amistades y familias. Eso es lo que hoy queremos y debemos celebrar: los americanos, la posibilidad de ser españoles; los españoles, la posibilidad de ser americanos; España, la singularidad de ser un país vinculado a ambas orillas del Atlántico. Y Madrid, la de ser, a mucha honra, y cada vez con mayor fuerza, una capital al mismo tiempo europea y americana.