Cursillo y seguro para ser gilipollas
«Vamos a tener que pedir permiso y nunca perdón, porque el nulo sentido de muchos privilegiados públicos hace temblar los cimientos de la normalidad»
En el tren, bajo un cielo violáceo, el traqueteo acompasa las horas que lleno. Todo es ahora, dos libros escogidos, las horas justas; un salto del tiempo que ni el mismísimo Doc Emmet Brown hubiese dispuesto con tamaña precisión. Ventana, y recuerdo el helado apoyo del silicio, la frente hacia abajo, las dos luces, me empacho de nervio y comienzo el primero de los textos, como entregando el pasaporte en la frontera de mi nuevo destino. La primera frase es cambiar guita en su moneda, distinta, pues el lenguaje de otra época es una divisa que necesita cambio. La nuestra es cada vez más estrecha porque en mi tierra la cosa se ha ido de las manos. Cuesta menos morirte de pena. En alguna provincia hasta te mandan la factura por si no te matas bien.
Una mujer se sienta delante. Le acompaña su hijo que no llega a cinco. Hace tiempo que disfruto cuando un niño llora y no es mío. Una mueca se dibuja en mi cara. Mi gozo en un pozo. Dos pasajeros ladean sus cabezas. Otra mira molesta al que no cesa en llanto. Quien no tiene hijos no entiende que son un bucle cuando estallan, a esta hora, al confundirse el día y la noche y su hambre con sueño. La madre permanece impasible, tanto, que empieza a ser más llamativo que los quejidos del retoño. No consigo pasar de página. Ya no hace tanta gracia y salgo del pozo porque la mujer no sólo se ausenta del berrido sino que además le ha soltado un —llora, hijo, desahógate— que provoca el desahogo de algún que otro pasajero más. La cosa se empieza a crispar.
Castilla es más larga que nunca. Inabarcable. Algún que otro compañero de vagón chasquea el paladar, se escucha un «shhhh», otro más alto. La madre sigue a lo suyo. El niño ya no llora: berrea, grita, patalea. Demasiado mayor para este circo. El chaval, digo. Llevamos así una hora. Joder con las lucecitas —¡que alguien le tape la boca!—, comenta un señor que no se ha quitado del miedo su mascarilla con filtro para laboratorio chino, o americano, vayan ustedes a saber. De pronto, un ángel se levanta de su asiento. Se acerca a la madre y al diablo encarnado en imberbe bola de fuego. Se escucha nítido y gigante, como un niño de San Ildefonso regalándote el premio gordo: «Mira, perdona, llevamos una hora y media escuchando a tu hijo llorando. Llevo diez horas trabajando, es viernes, me duele la cabeza, y lo mínimo que podrías hacer si tu hijo molesta a las treinta personas de este vagón, es dedicarle un momento para no fastidiarnos la vida a todos, muchas gracias».
Retumba en aplausos el vagón entero. El niño ha dejado de llorar. La madre, con cara indignada, se pone los cascos y parece ausentarse del barullo. Todos miramos con admiración y respeto a la pasajera que ha tenido un poco de valentía, hartazgo y, sobre todo, una buena dosis de sentido común. ¿Cómo es posible que obliguen a la gente a pasar un curso para tener mascota, si nosotros, los seres humanos, vamos por la vida sembrando pequeños monstruos con menos futuro que un delfín en el desierto? Verás como se te ocurra no registrar al ratón. Cómo ganen otra legislatura aprueban el cambio de sexo en perres, gates, canaries y abueles. Mucho cuidado con los abueles que no sólo están para gastarnos su pensión, señora Ministra.
«Qué bien se hacen las normas que amparan a las minorías minando las libertades del resto, de los demás, las de la gran mayoría ‘silenciosa’ que empieza a levantarse»
No necesitamos seguro de mascotas como tampoco tenemos uno que cubra el estallido del tímpano por el llanto de un niño ajeno. Ahora te multarán si dejas a un perro en el maletero, pero, ¿quién en su sano juicio deja a un perro en el maletero? La ley no está para que tengamos más normas, sino para que se castigue al que no las cumple. No tiene ningún sentido sancionar y obligar a sacarse más licencias al que hace las cosas como debe, sino perseguir y juzgar a quienes no cumplen las básicas. Vivimos en un mundo en el que vamos a tener que pedir permiso y nunca perdón, porque el nulo sentido de muchos privilegiados públicos hace temblar los cimientos de la normalidad.
Si mi hijo da el coñazo le hago parar, trato de calmarle. Trato de evitar que contagie el mal rato al resto, por él y por los demás. Se llama educación. Y si hay madres y padres que deciden tener un niño como quién tiene un perro o un pajarito, pues que corran el riesgo de una llamada de atención, de un toque, un sonrojo, de un de qué vas, porque hay una cosa que impera sobre el criterio que le da la gana, y es la libertad del resto: la mía, la del otro pasajero, la de la que lleva diez horas currando y que no puede viajar tranquila. Qué bien se hacen las normas que amparan a las minorías minando las libertades del resto, de los demás, las de la gran mayoría «silenciosa» que empieza a levantarse porque no puede más de que se la trate a patadas.
El niño lleva una hora dormido. Todos los pasajeros disfrutan del viaje, o no, pues cada uno lleva lo suyo por dentro. Todo es difícil pero todavía queda gente que no necesita hacer un curso para sacar al perro, ni un seguro para que los veterinarios sigan haciendo caja en la ciudad, ni un manual de policías que les enseñe lo que es un homorromántico, agénero o de género fluido.
Es subirse a un tren y salir de la ciudad, y uno recupera de golpe todo aquello que anhelamos, incluso si hay un niño que no deja de dar el coñazo porque su madre es insoportable. Dijo Delibes que «hay una manera de ser de pueblo como hay una manera de ser de ciudad», porque de nacer este tiempo, hubiese escrito, hay una manera de ser de pueblo como hay una manera de ser gilipollas.