Por qué no hay coronación en España
Si en España hubiese una coronación con los fastos de la del rey de Inglaterra, medio país se rasgaría las vestiduras. Pero no es esa la razón para que no la haya
El desprecio de la monarquía española por la parafernalia de la realeza (corona, cetro, orbe, manto de armiños…) tiene su causa en los orígenes guerreros de los reinos peninsulares. Ya los reyes godos, los primeros que hicieron un reino independiente de España, eran los caudillos militares de un pueblo belicoso, una tribu bárbara de las que se repartieron el Imperio romano, considerándose herederos de Roma. En consecuencia su monarquía no era hereditaria, sino electiva, no era ningún derecho divino lo que otorgaba el trono, no hacía falta ningún ritual religioso para legitimar la toma del poder, sino la designación que hacía una asamblea de guerreros del más adecuado al mando.
No obstante al final de la época visigoda San Isidoro de Sevilla introdujo la idea de ungir a los monarcas con aceite sagrado. Esta ceremonia había sido practicada en la antigüedad por los pueblos de Oriente Medio, y se recogía en la Biblia, de donde obviamente sacó la idea San Isidoro. Es más, en el Nuevo Testamento los evangelistas llaman a Jesucristo «el Mesías», que en hebreo quiere decir literalmente «el ungido».
La unción suponía la sacralización de la persona que la recibía, que así se convertía en inviolable. El objetivo del ceremonial era reforzar la autoridad del rey elegido, darle un toque de santidad a quien de otra manera era demasiado igual a quienes lo habían elegido rey. Pero esa práctica llegó muy tarde a la monarquía visigótica. El primer rey godo que con seguridad recibió la unción fue Wamba, solamente cuatro décadas antes de que terminara trágicamente el Reino Godo de Toledo con la invasión musulmana.
«Cuando dio un golpe de estado deponiendo al último monarca merovingio para proclamarse rey a sí mismo, necesitó una ceremonia legitimadora»
Con la muerte del último rey godo, Don Rodrigo, se perdió en España ese ritual, pero muchos españoles huyeron de los moros hacia Francia, y les transmitieron a los reyes francos la costumbre. Pipino el Breve, fundador de la dinastía carolingia (la de Carlomagno), no era rey de los francos, sino «mayordomo del rey», es decir, una especie de valido o primer ministro que controlaba de hecho el poder. Cuando dio un golpe de estado deponiendo al último monarca merovingio para proclamarse rey a sí mismo, necesitó una ceremonia legitimadora, y recurrió a la ideada por San Isidoro de Sevilla para los reyes godos, la unción con aceite consagrado en la iglesia. La religión respaldaría así a la política.
Todos los reyes de Francia pasarían por tanto por una liturgia celebrada por varios obispos en la catedral de Reims. Aunque incluía la coronación del rey y la reina con «la corona de Carlomagno», lo realmente importante era la unción. Significativamente no se llamaba coronación, sino «Sacre» (consagración en francés).
Mientras nuestros vecinos franceses iban elaborando un ritual cada vez más grandioso para consagrar a sus reyes, en España los núcleos de resistencia frente a los musulmanes recurrían a usos militares simples y claros. No se sabe exactamente cómo fue proclamado prínceps (todavía no usaban el término rex, rey en latín) Don Pelayo, fundador del Reino de Asturias, el primero de la Reconquista. Posiblemente fue levantando su pendón, su insignia en forma de bandera, gesto que luego tendría una larga tradición en la monarquía hispánica. Pero los navarros del Reino de Pamplona, que surgió poco después, levantaban un escudo con su caudillo encima puesto de pie.
Esta proclamación de un jefe guerrero por sus compañeros de armas, considerándose todos de la misma categoría, tendría su reflejo en el ritual proclamatorio de la Corona de Aragón, que parece redactado para bajarle los humos al monarca: «Nos, que somos y valemos tanto como vos, pero juntos más que vos, os hacemos Principal, Rey y Señor entre los iguales, con tal que guardéis nuestros fueros y libertades; y si no, no». Porque la exigencia de que el rey se comprometiese a respetar los derechos de su pueblo sería una característica histórica de las monarquías hispánicas.
Alzar el pendón, jurar ante las cortes
Un bisnieto de Don Pelayo, Alfonso II, fue el primer monarca asturiano que adoptó el título de Rex, rey de Asturias. Trasladó la capital a Oviedo e inició realmente la Reconquista como una empresa militar y política para recuperar la Hispania invadida por los musulmanes. En sus incursiones llegó hasta Sevilla. Alfonso fue elegido por sus pares, según ese modelo de monarca guerrero típicamente español, luego fue depuesto y elegido de nuevo en el año 791. Para asegurarse en el trono y que no volviesen a echarlo, Alfonso II se presentó como sucesor de los reyes godos de Toledo, y adoptó el ritual de legitimación de los últimos visigodos, siendo ungido.
Unción y coronación fueron rituales seguidos por los primeros reyes leoneses y castellanos de forma intermitente, especialmente por aquellos que tenían pretensiones imperiales, como Alfonso VII el Emperador, rey de León y «emperador de Hispania», que tuvo tres coronaciones, una en la catedral de Santiago de Compostela, otra en la de León. Estos ritos fueron abandonados a partir del siglo XIII, con la excepción de Alfonso XI de Castilla, quedando el «alzamiento del pendón real» como fórmula de proclamación de un nuevo monarca.
El alférez mayor, el oficial que llevaba el pendón del rey, recorría las poblaciones más importantes, y ante el pueblo reunido alzaba la enseña a la vez que gritaba «¡Castilla, Castilla, Castilla por el rey nuestro señor don…!», a lo que la gente respondía con un triple «¡Amén!». De esta forma se volvía a los orígenes de la elección del rey por sus iguales, pues el nuevo monarca tenía que ser aceptado por el pueblo con su amén, que en hebreo significa «así sea».
Pasada la Edad Media, en los siglos XVI y XVII, se mantuvo el alzamiento, pero a ese refrendo directo por el pueblo se unió otro, el juramento de los nobles y los procuradores de las cortes. Era siempre la misma idea de una monarquía pactada, ya no era electiva, pero necesitaba que los distintos estamentos de la sociedad le diesen su aprobación mediante esa jura.
En 1812, cuando las Cortes de Cádiz hicieron la primera Constitución Española, se introdujo otra exigencia en la misma línea. El nuevo monarca tenía que jurar que respetaría la Constitución. Por desgracia cuando Fernando VII, cautivo de Napoleón durante la Guerra de Independencia, regresó a nuestro país, en vez de aceptar la Constitución de Cádiz impuso el absolutismo. Pero cuando en 1820 los liberales tomaron el poder mediante la sublevación militar de Riego, obligaron al rey a jurar la Constitución. Fue entonces cuando Fernando VII dijo su famosa y poco sincera promesa: «Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional».
«Todos los monarcas que vinieron detrás de él cumplirían el requisito de acatar la Constitución de turno»
Aunque Fernando VII se volviese luego atrás y reimplantara el absolutismo, apoyado en la invasión francesa de los Cien Mil Hijos de San Luis todos los monarcas que vinieron detrás de él cumplirían el requisito de acatar la Constitución de turno.
Alfonso XII lo hizo en circunstancias excepcionales, porque ya estaba en el trono cuando fue dictada por las Cortes la Constitución de 1876, por lo que simplemente la sancionó, es decir, puso su firma en señal de aprobación. Y lo mismo le sucedió a Juan Carlos I con la Constitución de 1978. Pero todos los demás, Isabel II, Amadeo de Saboya, Alfonso XIII y Felipe VI, lo harían ante las Cortes, siendo esa sencilla ceremonia política de carácter democrático lo que en España substituye a rituales fastuosos como la coronación de los reyes ingleses, que por cierto también incluye unción al estilo de los reyes godos.