Maricones
«En general, con las víctimas de Jorge Javier Vázquez me pasa como con las de Echenique: me generan mucha simpatía»
No me parece nada fea la palabra «maricón». Durante la mayor parte de mi vida siempre la usé con normalidad y mis amigos gays siempre se refirieron así a ellos mismos. Luego empezamos a vivir en ese ambiente opresor que llegó a nuestro espacio público y privado de la mano de Podemos y similares, y pasó a ser políticamente incorrecta. Menos si la usa la izquierda, claro. Jorge Javier Vázquez y Pablo Iglesias sí pueden llamar maricones a los maricones. El primero ya lo hizo hace mucho cuando afirmó que Sálvame, el programa que ha presentado durante no sé cuántos años —demasiados, en todo caso— era para «rojos y maricones», y el segundo este mismo lunes cuando le ofreció al presentador un espacio en su canal tras anunciarse que Mediaset prescinde del suyo.
Me pegan bastante juntos. Los dos tienen pinta de oler a cabeza. Lo que pasa es que era una excusa para pedir pasta a los cuatro incautos que aún se la dan, claro, que es a lo que ha dedicado su vida Iglesias desde que dejó el Gobierno para irse a que Ayuso lo apalizara en la Comunidad de Madrid.
Si tuviera dinero o ganas de líos con la Agencia Tributaria, yo les donaba algo, desde luego. Pablo Iglesias es, comunicativamente hablando, lo más desagradable que he visto. Contemplar cómo comparte proyecto con Jorge Javier, un hombre que ha convertido el daño moral a los demás en su forma de ganarse la vida, me parece un circo de los horrores digno de admirar. Un espectáculo morboso del que no se puede apartar la mirada, como al pasar cerca de un accidente en carretera. El equivalente a ir a un safari y ver una hiena comerse una cría adorable de gacela.
Es interesante mirar el mal de cerca de vez en cuando. Y ya lo de que haya gente dispuesta a manifestarse por el fin de Sálvame cuando aquí no hay nadie cortando calles por la ruina y el despilfarro que propicia el Gobierno, me resulta tan marciano como lo de los ayuntamientos que organizaban para sus vecinos excursiones en autobús al Primark de Gran Vía. Es la magia de la libertad de expresión, que puede uno manifestarse incluso para que un señor con boca de pez luna salga maltratando mujeres en televisión.
En general, con las víctimas de Jorge Javier me pasa como con las de Echenique: me generan mucha simpatía. Es el caso de Tamara Falcó, sobre la que cayeron las iras del presentador por decir en un Congreso de familias que hay varios tipos de sexualidad y no todas igual de buenas. Yo estoy de acuerdo con Tamara, y aunque soy poco partidaria de meterme en la vida de los demás, me parece que tiene todo el derecho del mundo a decir lo que Dios le dé a entender. Y además me da envidia lo buena que es. No solo por perdonar a su futuro marido, sino porque ha celebrado su despedida de soltera en Fátima. Espero que la idea fuera suya y no de sus amigas, porque si ha salido de ellas es como para no hacerlas testigos de boda.
No mandarles invitación ya no es posible porque están recibidas y hasta se ha filtrado cómo son: clásicas, con los nombres de los padres y que dicen que «les complace mucho invitarles a su enlace». Eso contaban en La Razón. No me creo yo que Isabel Preysler haya mandado ese texto, pondrá lo típico de «participa el próximo enlace de su hija Tamara y tiene el placer de invitarles a la ceremonia religiosa» y tal, pero explícale tú esto a la mayoría de la gente que manda los partes hasta dando un número de cuenta, que les falta poner «los regalitos en cash, gracias».
Estoy deseando que llegue la boda. Aunque me da mucha rabia quedarme con la curiosidad de saber si Isabel hubiera podido desbancar a la que para mí ha sido hasta ahora la mejor madrina de la historia: Naty Abascal. Cuánto daño hizo sin quererlo a las suegras del mundo, después de verla a ella con ese vestido verde menta, a muchas novias ya nada les parecerá suficiente al llegar al altar. Tendremos que confiar en Carolina Molas, que apunta maneras. Que gane la mejor, o, si fuéramos de izquierdas, maricón el último.