En la muerte del poni de Úrsula Von der Leyen (el poni equivocado)
«Los conflictos de la realidad con los ideales y las grandes causas que se abrazan desde la distancia se entienden mejor de cerca»
Sucedió así. Hace un año, en una finca de la Baja Sajonia (Alemania), un lobo se adentró una noche en una finca y devoró un poni. Era una de las miles de historias de ataques de las manadas de cánidos en el mundo rural. Solo en España mueren al año 10.000 animales y la cifra no deja de crecer ante la protección cada vez mayor del lobo por parte de las legislaciones que dejan a los ganaderos solos ante el peligro. Pero hubo algo distinto ese día. La dueña del animal no era como los demás. La dueña de Dolly, el viejo poni de más de 30 años de edad, era Ursula Von Der Leyen, la presidenta de la Comisión Europea, el organismo que semanas después decidió recoger más datos sobre los efectos del lobo en las poblaciones rurales y emprender un estudio que ha comenzado estos días y que puede cambiar la posición europea sobre ese animal.
«Nadie ve a su hijo en la cara de una corvina, una merluza, un rascacio ni traza equivalencias sobre el derecho a la vida de una morena»
Un poni está posicionado bien arriba en la escala de lo defendible, pues representa una suerte de unicornio doméstico, un cachorro de caballo y pulsa perfectamente los resortes emocionales con que compadecemos a la víctima y entendemos en toda su dimensión el daño que hace el lobo al animal doméstico. Sucede un poco como cuando los animalistas incipientes enseñaban fotos de matanzas de crías de focas con esos ojos grandes como bebés de dos meses en brazos de una madre. La proporción de los ojos y el cuerpo es fundamental para despertar la empatía de los seres humanos y es la razón por la cuál no tiramos a los bebés por las ventanas por mucho que lloren a las tres de la mañana y por la que a nadie le importa la vida de los peces que nos comemos. Nadie ve a su hijo en la cara de una corvina, una merluza, un rascacio ni traza equivalencias sobre el derecho a la vida de una morena, no. La gente se conmueve con un simio, un cachorro de mastín, de lémur y con un poni, que es una cría eterna. Mi tío abuelo Pepe, un cazador legendario que vivió en el Siam escapando de los nazis que perseguían a mi tía Sophie, cazó el tigre, pero nunca el mono que abatían los nativos de aquellas selvas, pues dijo que vio morir uno «y chillaba como un niño». Después, cuando uno conoce los ponis y las focas, la cosa cambia. Un león marino nos atacó en la parte prohibida de la costa de Namibia y embestía como un Miura tobillero y los ponis me han mordido, coceado y roto varios huesos en su naturaleza agreste y violenta. Pero son muy monos.
Esto no justifica nada de la muerte del pobre poni de Von Der Leyen, que forma parte de la cadena trófica de los grandes depredadores que la presidenta de la Comisión comprendió cuando la sintió de cerca. Las decenas de denuncias de los ganaderos españoles que ven cómo los lobos diezman las manadas sin que puedan hacer nada, las noches sin dormir, las lágrimas de los vaqueros sobre los animales agonizantes a la mañana siguiente del ataque, las costillas que se ha roto mi amigo Nel Canedo, pastor de Gamonedo, para subir las cabras a los riscos más altos de los picos de Europa y así protegerlos del lobo, digo que nada de eso abrió los ojos de Úrsula tanto como el cadáver de Dolly despanzurrado. No supo hasta entonces que los que están en peligro de extinción no son los lobos, sino los pastores. Porque los conflictos de la realidad del ser humano con los ideales y las grandes causas que se abrazan desde la distancia se entienden mejor de cerca; nos ha fastidiado. No hay nada como lo experiencial para comprender el mundo por mucho que suceda por la casualidad de que un lobo se comiera al poni equivocado.