El arte de dormir en un supositorio
«El microsueldo irá parejo a la microvivienda y la conquista física del espacio lo será todo»
Llegan los hoteles-cápsula a España, sobrepasan la media docena y vuelve el arte sin jipismo de dormir en una caja de cerillas, de soñar en una jabonera, de roncar solo en un espacio poco mayor que un supositorio. El invento comenzó en Japón en los años 70, se buscaban alojamientos para trabajadores, modernizar la litera, aportar futurismo a un envase para justo una persona, treinta euros por cápsula simple, cuarenta la doble. Todo lo grande nace pequeño, decía Escrivá de Balaguer. La rueda del hámster es su libertad.
Tess Gunty (South Bend, Indiana, 1993), licenciada en Literatura por la Universidad de Notre Dame y Maestría en Escritura Creativa por la Universidad de Nueva York, ha sido la autora más joven en ganar el National Book Award por su novela La conejera (Sexto Piso). Ahí estudia muchas cosas, pero la principal sería cómo las jaulas urbanas, los espacios minúsculos, las conejeras propiamente dichas, generan violencia. Cubiles y chiribitiles, apenas separados por tabiques que no aíslan, nos adentran en el odio ajeno y en la radicalidad propia de fanatismos insospechados. La cama-cápsula es otro nicho.
Capsule Inn, abierto al público el 1 de febrero de 1979 en Osaka, le enseñó al mundo otras coordinadas para la duermevela, la vigilia y el sueño. Módulos de plástico de apenas dos metros de longitud, un metro de ancho, a dos alturas y con escalones que dan acceso a los huecos del segundo nivel, configuran la cripta. Ventilación, pantalla táctil, lucecitas de nave espacial, una privacidad de cortina que vela todo festín erótico, diversos pasillos y puertas correderas hacia duchas compartidas o salas de café sin bollería. 30 pavos (individual); 40 (doble).
Las indicaciones suelen ser un haiku que llega al booking de todos los dedos colorados y apretados: «Meta usted en el equipaje tapones para los oídos porque nunca están de más». No hay que preocuparse por los enchufes, porque proliferan en la ratonera junto al USB, caja fuerte para monedas de céntimo, una televisión tamaño mandarina, aire acondicionado sin brisa y Wifi entero en la misma posición. Los más listos llegaron a instalar perchero, e incluso daban zapatillas y kimono de la casa, porque sentirse acompañado por la empresa es todo. El restaurante, para insomnes, es una máquina expendedora, el cuarto de baño común, todo el equipaje duerme en las taquillas a la entrada, inerme por toda claustrofobia ambiental.
«El obrero pequeño, pragmático y contenido, será gigante en su cápsula donde el fuego del hogar viene dado por el arte de dormir en un supositorio»
El viajero debe dar prioridad al destino, se lee en cartelitos estimuladores. El alojamiento económico, sin grandes lujos, privado de espacio, propicia otra forma de encontrarse con uno mismo, para quien lleva tiempo sin reconocerse frente al espejo. ¿Qué es el miedo?, preguntan uno a otro en el desconcierto azul de la mañana enorme. Hoy me desperté afeitado, responde el poeta, paseando sus dedos largos por la cara lampiña de niño pequeño. La cápsula, dormir dentro de una lavadora o supositorio, el «low cost» de dos metros solo para nosotros, fomenta el ingenio aletargado en la sociedad de masas. El primer hotel-cápsula de Malasaña, calle de la Puebla, puso en un parpadeo 82 camas en un espacio de 516 metros, futurismo de dos pisos unidos por un ascensor tubular salido de la mayor película de ciencia ficción imposible.
Se buscan los espacios aislados del mundo, gracias a las decoraciones poliédricas, con ausencia de vistas al exterior que sirvan de referencia. Así brillan los ecos vegetales, lineales LED, tonos blancos y ese medio camino entre el albergue y el hostal, entre la pensión histórica de mala muerte y el dormidero de acogida, permitido por unos cuantos centímetros de extenso placer. Dormir en el interior de una inmensa botella de agua transparente no tiene precio. Los hoteles-pod contemporáneos suspiran por hacerse viviendas, como en el extranjero vive el personal en un bed and breakfast cualquiera, y así el obrero con menos espacio piensa menos, es más feliz, sin ese mal que supone dar muchas vueltas en la misma cama por el mismo tema, inmóvil e inteligente, ajeno a la dentadura afilada de mil y un asedios, estirado y con los pies fuera, en esa libertad absoluta que trae para los «brokers» pisar la hierba delante de la oficina, guapos y felices.
El microsueldo irá parejo a la microvivienda y la conquista física del espacio lo será todo. El obrero pegado a la pantalla solo necesita su teclado de ordenador portátil con manzanita mordida por detrás y el teléfono móvil barato, roto, pegajoso. Las microcamas serán toda la libertad disponible que tenga el hombre occidental civilizado al llegar a casa y descansar de su jornada laboral. El nido será nicho y los cementerios con vivos dormidos dentro de las paredes sufrirán ese relajo de sacar los pies fuera para que les dé el aire solano en mitad de la noche fresca y ardiente. ¿Libertad, para qué?, dijo Lenin.
El obrero pequeño, «playmobil» y diminuto jamás dará un problema. Pronto renunciará a crecer (el oficio más triste) y, reducido y comprimido, sabrá contar todas estrellas del firmamento con los ojos cerrados, dueño de su mazmorra, abatido y diabólico. Lo cantó Lope de Vega, cura y soldado, suelto y saleroso, en El villano en su rincón: «¡Ay, mi divino rincón, donde soy rey de mis pajas!». Onán es imaginación. El obrero pequeño, pragmático y contenido, será gigante en su cápsula donde el fuego del hogar viene dado por el arte de dormir en un supositorio.