THE OBJECTIVE
Viento nuevo

La voz de los averiados

«Gana el Cervantes un quijote con perilla, una delgadez con flexo en la esquina angosta, una esperanza miope con el periódico doblado en tres bajo el brazo como una espada»

La voz de los averiados

Luis Mateo Díez, ganador del Premio Cervantes 2023. | Matias Chiofalo (Europa Press)

Gana a sus 81 años, Luis Mateo Díez, el Premio Cervantes de Literatura 2023, auténtico Nobel de las Letras Hispánicas, donde, pese a nepotismos pasados y la cucaña habitual, pese a que mafias culturales sigan operando y los monteros trepadores enreden lo que puedan, digo, vuelve a señalarse el mérito allá donde se produce, independientemente de carné y filiación alguna. Dijo el maestro al saberse ganador: «Me ha llamado el ministro, que no sé quién es, pero he dejado de ser un desgraciado». Humildad, tesón, arte y oro. 

Luis Mateo pertenece a la dorada tribu leonesa de los escritores del frío y del páramo (Gamoneda, Merino, Aparicio, Pereira, Mestre, etc), voces bajas a la sombra de la tinta negra, vocación sin flash, artesanía y joyería verbal, callado esfuerzo ajeno a la cultura de la queja, despacho de sombra, retratista de la pobreza humilde con chubesqui, parias, habitaciones alquiladas bajo humedades, lenguaje secreto de las nubes, desarrapados de posguerra con una manta encima y hacia la nada, fantasmas preguntando por una gasolinera en la cuneta descalza. Huelen sus libros a sopas de ajo, frío azul, legañas, boqueras, callejones y tabernones de capital de provincias, vino madrileño, vermú de grifo, cerveza bien tirada y azulejo andaluz, toda la ternura de los miopes, tren viejo, maleta rota, apeadero con familiares, nieve negra por las botas de chiquillos sin calcetines, tristezas venéreas, prosa a mordiscos.

Gana el Cervantes un quijote con perilla, una delgadez con flexo en la esquina angosta, una esperanza miope, ya digo, con el periódico doblado en tres bajo el brazo como una espada, un café cortadito y un billete de tren o tranvía para señalar la página en el libro, media sonrisa caída a un lado o que no cae del todo, sin corbata, escéptico, feliz, obrero absoluto del idioma, frágil esperanza de progreso, Celama como reino imaginario junto al ciprés llorón. Antes de la presente lotería ciertas novelas suyas (La fuente de la edad) tuvieron el Premio de la Crítica y el Nacional de Literatura, pocas, muy pocas obras en dicho podio. Siempre fue un orfebre: sudor y tinta, pico y pala, cuatro doblones por derechos de autor y ningún interés por salir en ninguna parte como otro fantoche.

Viene el ventarrón nuevo de sus letras a pintarnos atmósferas irreales, ciudades en sombras, un lenguaje expresionista e irónico, expresionista y surrealista, «la irrealidad como condición del arte», que dijo muchas veces, la niebla emboscada en el sueño, el presagio caliente, la geografía sin topografía. Un espacio espectral, sí, donde la única verdad es narrativa, y todos huyen de algo, ley de fugados, manejo extraño del tiempo, dureza en los diálogos, largas enfermedades del alma, larga y festiva y febril hipotaxis, subordinación, explicada por Ferlosio en otros trances y de forma sucinta: «Sin hipotaxis no hay literatura». Nada que ver con las novelas de Vilas u otros hechas con el móvil y sin una oración compleja en toda la vomitona. Nada que ver. Nada. 

Todos sus libros alucinados son el mismo libro (La soledad de los perdidos, Fantasmas del invierno, Pájaro sin vuelo, etc), a los que hay que unir los geográficos (Celama) y el último desafío cervantino monumental que corta el aliento en ochenta y tantos relatos unidos a una novela imposible (Vicisitudes). Penitencia, abulia, desgracia, el erial del sueño perdido, locos que pierden la voz, perdedores que son héroes de su fracaso, desarraigados, tristes, la pobreza como pureza y lo alucinado como parte de lo onírico. Luis Mateo Díez deslumbra: sus brochazos de renuncia y abandono están repletos de color y peligro, feliz monstruario al otro lado del espejo, ajeno a sentencias morales, limpio en el fango de la propia vida… siempre entre el gesto de escuchar, el placer de leer y la felicidad de escribir. La voz del fracaso levanta y sujeta el grito herido. Su infierno circular y de medio pelo, los acorralados a los que se da caza tras haber sido perseguidos, son el banquete completo. La picaresca doliente ciega, túnel de sombra, asombro y sorpresas; idéntica luz que Cervantes, Rabelais, Sterne, el Lazarillo y La Celestina, los juglares orales, los supervivientes. 

Todo Luis Mateo es sueño y ensueño, la sátira luminosa y de la media sonrisa que cae y no cae, los detalles sabrosos, ese lenguaje suculento que trae odio y culpa, mal y envidia, derrota y pérdida de identidad. Imposible, superado el esfuerzo, salir indemne de cualquier texto suyo. Socarrón en el esperpento, a la manera de Valle, y lírico y lúcido en el ingenio inmediato, entre la geografía y la intemporalidad, entre lo mítico y lo simbólico, entre la parodia y el absurdo. El héroe secreto, solitario, extraviado, común, gris… es una piedra donde el poder de lo espontáneo mueve el estanque. Un escritor diferente, que fue niño esquinado y llorón, experto en el berrinche, ajeno a ánimos y lisonjas, a su bola durante ochenta años, a su aire sin llegar a probar el desgaste que pintan los malos agoreros. Terco. Trabajador. Seguro. Firme. Ajeno a melindres, ocupado con todas las amonestaciones juntas que devolvía el espejo, en la dorada polifonía de los ausentes, papel y bolígrafo, máquina y papel, ordenador y lápiz. La palabra es una puerta y el héroe siempre escapa por lenguaje de algún subterráneo. El desastre cotidiano para los vencidos y todas las conciencias etílicas de la culpa bajo ritmo y verbo elástico y desenvuelto. Luis Mateo Díez esculpe a la piedra y el martillo duro la voz entera y abisal de todos los averiados.

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