Jorge Javier: lágrimas como melones
«Llora Jorge Javier, ajeno a la parrilla de carne caliente, en sus silencios de galgos y burros tutelados, con programas de chinos que no duraron un mes tras el matadero oficial»
Jorge Javier está triste, ¿qué tendrá Jorge Javier? Los suspiros se escapan por su boca de fresa, que ha perdido la risa, que ha perdido el color. El príncipe está pálido en su silla de oro, y está mudo el teclado de su clave de oro, y en un vaso olvidado se desmaya una flor. Las tardes televisivas españolas, las noches del colorín, son un remanso ajeno a cualquier vertedero. Silenciada y olvidada la máquina de picar carne habitual, vuelve la crónica social respetuosa, familiar, algo culta.
En la magnífica entrevista, con mucho de debate y encuentro, entre Álvaro Nieto y Juan Luis Cebrián y Arcadi Espada en THE OBJECTIVE, se citó a Scalfari: «Periodismo es gente que le cuenta a la gente lo que le pasa a la gente». Frente a Berlusconi ardía Scalfari, fundador de La Repubblica, periodista 24/7, desaparecido a los 98 años, director de despacho pequeño, escritor de libretas grandes, casi un Marcello Mastroianni con barba y sin botella, administrador siempre de un derecho ajeno, el de los ciudadanos a la información, primer mandamiento de este negocio.
Aquí, en el conocido patio de monipodio, en el vertedero oficial de las tardes, se olvidó la máxima italiana: allí no había gente sino una pecera de pobres obsesionado con otra pecera de ricos que solo quería meter en su pecera al espectador lego, ignorante y analfabeto.
Desaparecida la vomitona, volvieron las tertulias de escritores, Juan del Val con Ana Rosa; regresaron por otras sendas algún premio Planeta al que no dejan de zurrar desde El País mientras la Reina acude puntual a sus colas de libros, reaparecieron la crónica negra y el reportaje político de cercanías. Sálvame/Tómbola no fueron Scalfari sino Vasile, que era Berlusconi, y estaba en las antípodas de Scalfari, donde se hizo un periodismo agresivo sin gentes y animal.
Jorge Javier está triste
Jorge Javier está triste, ay, pobre príncipe de la boca de rosa, quiere ser golondrina, quiere ser mariposa. Tener alas ligeras, sí, volar bajo el cielo rosa, ir al sol por la escala luminosa de un rayo, saludar a los lirios con los versos de mayo, perderse en el viento sobre el trueno del mar. Recuerdo aquel día, al sesgo, porque a mí el atraco visual siempre me pilló en bares, donde Jorge Javier daba las gracias a Mercedes Castro (autora de Alfaguara) por ayudarle con sus libros.
Tremendo. Ni eso, ni una mera siembra de palabras nacía al natural, por parte del filólogo, el chico que recitaba a Gil de Biedma por las facultades del idioma, ni eso. Yo también estuve triste entonces, pálido en azules, derrotado, loco.
Scalfari fue un gurú, pero podemos ir en busca de otro sabio, al que traté episódicamente, Juan Cueto con su célebre «mirada vagabunda», teórico de la televisión, fundador de Canal Plus y otros canales en la Italia de Berlusconi/Scalfari, Telepiú, y sabio de la imagen en un par de libros cruciales de Anagrama. Una de sus teorías sostenía que la calidad de todo programa televisivo debía medirse por la propia calidad de sus anunciantes.
Parece un juego de palabras, similar al de Scalfari (con la gente que le cuenta a la gente lo que es la gente) pero no lo es. Los anunciantes en el vertedero de las tardes llegó un momento que eran igual de nauseabundos, entre la bollería para obesos y los zumos bebidos con una pinza de la ropa en la nariz. El lujo eran los gritos, los calvos resacosos a mil quinientos euros por barba, las rubias de bote a mil, y las pilinguis ocasionales a quinientos.
Sálvame y su final
Dicen mucho en Italia: «Lengua larga, vida corta». El príncipe de Badalona, en sus cuarenta metros de casita para muchos, con libros sobados de grandes escritores en lucha con la revista sobada y de peluquería Pronto, no tardó en dar el salto. Se creció en el castigo como tantos, y pronto, sí, fue un workaholic de pleno derecho, 24/7, donde los ingresos parecían traer un gran éxito, olvidadas todas las fábulas clásicas, donde el excremento también puede ser oro, y del oro del excremento hablaron todos los maestros del Siglo de Oro español, Quevedo a la cabeza.
Sálvame, humanamente, humanísticamente, periodísticamente, fue una gran mierda, digámoslo con la mano cerca del corazón y sin temores. Lo pintó Antonio Machado en tres líneas dignas de Twitter sin más profundidades: «¡Qué difícil es/ cuando todo baja/ no bajar también!». Ningún lector subió. La bajeza impedía incluso caminar. El excremento pegado a la suela de los zapatos fue cepo. Toda aquella basura industrial, de boca en boca, emulsionada y pasteurizada, vendida a granel y en adobo, hacia bola imposible de pasar.
Santi Acosta, que venía de otras y recordadas salsas rosas, ha destronado al de Badalona, sin un insulto, sin levantar la voz, en una entrevista o crónica social ajena al navajazo y la sangre negra. Las tardas son un remanso de paz, y las noches de fin de semana, en televisiones ocasionales por los sitios, vuelven a tener el protagonismo de la información, de lo que se cuenta, y no del tío que no se quita de la pantalla y pocas veces cuenta algo.
Miguel Ángel Aguilar dio para el periodismo español dos claves luminosas: las noticias están en los bares, y los intermediarios de las noticias no pueden convertirse en protagonistas de las mismas. Así hizo célebre un chascarrillo: «¡Quítese usted de delante, hombre, y cuénteme algo!». Llora Jorge Javier, ajeno a la parrilla de carne caliente, en sus silencios de galgos y burros tutelados, con programas de chinos que no duraron un mes tras el matadero oficial. Un silencio de luto limpia el horizonte embarrado con lágrimas como melones.