Menos lobos, Caperucita
«Mónica García tiene que volver a la bata blanca. Libertad para los que toman algo. Menos curas. Menos comisarios»
La crispación es gigantesca. La calle arde. La señora ministra de Sanidad, Mónica García, quiere prohibir fumar en las terrazas por sus santos bemoles. «De la piel para dentro somos soberanos», dijo Escohotado. ¿Quién es nadie para prohibir nada y menos una ministra? Su formación es anestesióloga y nos quiere anestesiar a todos. No, no y no. Que cada cual fuma lo que le pete. Que cada cual beba según su propia medida. Que el que se drogue lo disfrute. Una ministra no es nadie para mandar en el régimen de libertades individuales, marco de toda convivencia, ley primera de una democracia fuerte y sin rebajas.
Recuerdo el caso de Gijón, por razones familiares, una alcaldesa tiránica y de sexualidad distraída, prohibió los toros. Cerró la plaza, por sus santos ovarios, y el pueblo se le echó encima, a los pocos días debido a eso y a un carril verde por la arteria principal de la ciudad, ya no pudo más andar libremente por la calle. La insultaban y los carteles hirientes fueron una epidemia a pie de acera. «Prohibido prohibir» fue el lema de Mayo del 68 a partir del cual, sí, los estudiantes descubrieron que el mar latía bajo los adoquines y la imaginación es la mayor fuerza del planeta. La prohibición es lo propio de las dictaduras, y en este plan va a tener razón Ayuso, que junto con Almeida ya dijeron que nasti de plasti, en Madrid se fumará al aire libre sin el mayor problema. ¿Prohibimos los libros? ¿Prohibimos los periódicos? ¿Prohibimos el dinero en metálico? ¿Prohibimos las segundas viviendas?
Muchos son felices con los actuales niveles de lectura. Nuestros cachorros viven ya con la atención fragilizada y sin ninguna memoria. La mente-saltamontes de los terciopelos digitales ya fabrica los esclavos más baratos del pasado. Sin memoria ni atención, sin cognición ni conocimiento, al bobo integral se le engañará con una bolita y sin los tres cubiletes clásicos. Lo primero que hacen las dictaduras, fijémonos, es cerrar los medios de comunicación. Es necesaria una burbuja, alimentada con prohibiciones y cadenas, para mantener al hámster en la rueda. La anestesia de la prohibición, en la jeringa de Mónica Garcia, es infalible. La merma puede empezar con un cigarrillo y acabar con una cuenta corriente.
La hostelería se echa las manos a la cabeza frente a semejante tajo y atraco. El cigarrillo acompaña al café y al cubalibre, a la caña y a la botellita de agua fría. El cliente obligado a no fumar tampoco consumirá. No hay que romperse mucho la cabeza. El turismo es hostelería, y el cliente cabreado no vuelve. La señora ministra quiere un pueblo sin bares, sin contacto unos con otros, estabulados y anestesiados, la jeringa preparada, la nalga dispuesta, el dedo goloso y la aguja sonriente. ¿Qué daño hace un cigarrillo en el aire y humo de todos? Un director de periódico me contó una vez que quería a los empleados entre tablones, estabulados, para que no tuvieran contacto entre ellos, porque así se rompía todo vínculo sindical, proletario o de conjunto. No es ninguna tontería. Esto no va de fumadores o no fumadores, de sanos o enfermos, sino de todos.
¿Actualizamos la ley seca americana? A partir de ahora: ni un vino, ni una caña, ni un sorbo. Los mayores tóxicos son afectivos, tenía razón Escohotado, y el pueblo dominado, reprimido, domado, se acojona pronto. Ahí tenemos el caso de Cuba y tantos otros dictadores eternos. Lo que tiene que hacer la ministra es poner muchas inyecciones en el santo culo de su papá y de su mamá, y dejar al personal feliz con sus lujos de pobre (un cigarro, un vino, un amor). El pintor Orlando Pelayo, muchos años en el exilio francés, inventó un grafiti o cartelón que tuvo mucho éxito en los años ochenta: «Libertad para los que toman algo». Los bares son más importantes que las iglesias o los partidos políticos. En los bares viven las noticias y el buen humor de los camaradas. Ayuso, no es ninguna broma, ganó sus elecciones por el aplauso de la hostelería y de la buena gente que sabe de la maravilla de una caña bien tirada, fría y con un dedito de espuma, después del curro. Feijóo sigue con su café de máquina, y así le va.
Las manifestaciones por un cigarrillo y un vaso de vino colorearán este país de rojo y blanco. Entre gargajos y esputos echarán a la ministra de los cafés lúcidos y festivos. Mucha gente muere en casa y, como fuera de casa, en ningún sitio, según el clásico. Nadie entiende una izquierda totalitaria, cuando históricamente fue todo lo contrario, la derecha/derechona era la del orden y el buen tono, y nada de atracones. «A colocarse y al loro», dijo el viejo profesor Tierno Galván, enterrado como Napoleón por un pueblo de Madrid al que le salía humo (mucho humo, sí, ministra) de las palmas de las manos rotas por la emoción. Un día le preguntaron a Tierno qué era la Cultura, y no pudo ser más ingenioso: «Cultura es todo aquello que no se sabe». Lo sabido ya está incorporado, sí.
Mónica García yerra y espanta. Nadie, querida, eres tú para confeccionar el menú ajeno de cachimbas y cachivaches. Cada cual se lo monta como puede. Cada cual agua las penas, aunque floten, y sueña con los ojos abiertos, gracias a tesoros embotellados y cigarrillos dulces, muy ricos. Mónica García tiene que volver a la bata blanca. Un día le preguntaron a Umbral quién era alcohólico: «Todo aquel que bebe más que su médico». Libertad para los que toman algo. Menos curas. Menos comisarios. Menos lobos, Caperucita.