El arte de contarlo todo
«Muchos lo dejaron por hastío como todo, pero a la gente le gustan los ‘likes’ más que la gente misma»
Facebook cumple 20 años. Olvidamos aquel lejano 2004 cuando la red social llegó a nuestras vidas. Hoy los jóvenes macarras hablan de los «abuelitos de Facebook», lo que es gracioso, y andan pálidos y cejijuntos, porque a TikTok le quitaron la música y X es una bacanal de haters protegidos tras el pasamontañas del anonimato. Veinte años de burbuja azul digital.
Mark, nuestro Mark Zuckerberg, nos enseñó a todos que los grandes negocios se hacen con camiseta de manga corta (sin logo) y vaqueros viejos (sin planchar). Hizo una discoteca de su habitación en Harvard y, el propósito primero, siempre fue encontrar a viejos compañeros, gracias a los listines estudiantiles. El chat —por llamarlo de algún modo— al que solo tenían acceso los del campus, sí, pronto se abrió a las principales universidades americanas y, dos años más tarde, a los doscientos millones de usuarios únicos (2007).
Fue el día 4 de febrero de 2004: Mark lanzó el bicho a volar desde su cama deshecha y mucho ruido en la cabeza («Thefacebook») y en diciembre ya tenía un millón de usuarios. Al año siguiente le quita el artículo («Facebook») y adquiere el dominio por 250.000 dólares. 2006: la red se abre a cualquier persona mayor de trece años y con una dirección de correo electrónico disponible. Ese mismo año Yahoo quiere comprar Facebook por 1.000 millones de dólares sobre la mesa: Mark dice no. En el 2007 crea la plataforma «Beacon», exclusivamente dedicada a la publicidad, que despierta recelos, preocupaciones y desvelos sobre su supuesta privacidad. Establece su sede en Dublín (2008), Irlanda, e introduce el botón más simpático de todos: «Me gusta» (2009). Doscientos millones de usuarios. La empresa va como un tiro.
Seguirá, a su aire, innovando, introduciendo juegos y otras aplicaciones vinculadas a la principal. Llega en el 2012 otro susto: adquiere Instagram por mil millones, en mayo sale a bolsa con una valoración inicial de 104.000 millones, en octubre llega a los mil millones de usuarios. Sigue perfeccionando sus buscadores semánticos, mejorando gráficos y aplicaciones del sistema. En el 2014 adquiere WhatsApp por 19.000 millones. Tiene ya publicidad móvil. El primer hachazo llega en el 2016: en febrero es criticado por sesgar la visibilidad de contenido político y en noviembre es acusado por difundir noticias falsas. 2018: estalla el escándalo de «Cambridge Analytica» con los datos públicos de 87 millones de usuarios. Se cuestiona su privacidad. 2019: multa récord de cinco mil millones de dólares por violaciones a la privacidad. 2021: entra en conflicto sobre el pago de contenidos de noticias y lanza Meta («Metaverso»). Quiere comerse el pastel de la realidad aumentada. Sube en bolsa a lo bravo.
El 12 de agosto de 2019 me decía un vagabundo de la madrileña calle Goya: «Nos pasan por encima y no nos enteramos. Facebook, empresa líder de comunicación, no produce contenidos. Uber, respecto al transporte, no tiene coches. Amazon y otros minoristas como Alibaba carecen de tiendas. El producto somos nosotros y no nos enteramos. Airbnb, líder de cadenas hoteleras, no tiene habitaciones. Big Data: datos y más datos sobre nosotros de la cuna a la tumba. Granjas de datos (Data Farm) en las redes sociales con la excusa infantil y ñoña del entretenimiento. El cuento es viejo, amigo: solo compra el hombre entretenido. Maravilloso. Bienvenido al Siglo XXI. El producto de todo lo gratuito en Internet somos nosotros mismos. El rebaño, mire a su alrededor, vive ajeno, sin enterarse. Solo quieren protagonismo: autobombo. Qué felices somos y cómo nos gusta publicar fotos de platos y novias sonrientes. Somos los esclavos voluntarios».
El invento sigue, la bestia galopa, muchos lo dejaron por hastío como todo, pero a la gente le gustan los «likes» más que la gente misma: da igual que seas perfiles falsos, poco importa que sean desconocidos, lo que digo suena porque podemos contar uno a uno los aplausos recibidos. Retransmitir la vida en directo, contarlo todo, es el nuevo vicio, veinte años de vicio, así se fabrica la mente-saltamontes: de estímulo en estímulo sin tregua, muchas ajenas a atención y memoria en el caso de los más jóvenes, donde el ego rige cualquier principio de realidad posible e imposible. Hablamos de un carrito para bebés y, al rato, llega al teléfono un anuncio sobre dicho particular. Te gusta el esquí y te bombardean con material deportivo sobre dicho deporte. Eliges viajar y se multiplican las ofertas en la pantallita.
¿Nos escuchan? Un tocho de mil páginas, a cargo de Shoshana Zuboff, lo explicó muy bien: La era del capitalismo de vigilancia (Paidós). Los datos están en el aire y ya no hay negocio sin datos. Nosotros mismos dejamos las migas para que nadie detrás se pierda nuestro propio camino. El arte de contarlo todo es el del puro despiece: vendernos por partes, por lonchas, sin enterarnos, lo más guapos y felices posibles. Todos tenemos ya nuestro propio medio de comunicación, nuestro perfil en tal o cual red, y emitimos y emitimos y emitimos. Queremos ser tan amados como lo contrario. No estamos solos. Alguien, siempre, nos premia con su «like» y el gustirrinín puede con las mayores desgracias. Nos timan falsos enamorados, nos timan falsos amigos, nos timan quienes nos conocen y lo niegan a la hora de vendernos otra lamparita mágica. Las luces no se apagan. El escenario arde con nuestro arte de contarlo todo.