Dinero sucio, tragicomedia en dos escenarios
Como todos los partidos han cometido corrupción, se trata de echarse en cara, inflar lo ajeno y desinflar lo propio
En aplicación de la vieja teoría que afirma que «si no quieres que se sepa la verdad, crea una comisión», senadores y diputados, en vez de una, han creado dos, no vaya a ser que con una sola no sean capaces de provocar la suficiente confusión en la gente.
Es sabido, y a los precedentes me remito, que en unas cámaras sometidas a la férrea disciplina de los partidos políticos, cualquier conclusión de las comisiones creadas se limitará a culpar a los contrarios de los desafueros cometidos y a comprender, si no a exculpar, a algunos de los nuestros que actuaron atribuladamente, llevados por su vocación de servicio al bien común.
Como todos los partidos que han gobernado han perpetrado en unas u otras instituciones sus casos de corrupción, todos saben que de lo que se trata es más de echarse en cara, de inflar lo ajeno y desinflar lo propio; de aceptar la menor para demostrar su integridad y que así quede en la impunidad la mayor… Una mala tragicomedia de enredo.
Todo este tinglado de la antigua farsa para pasar por alto lo principal. Las enormes fisuras del sistema institucional en lo que atañe a los ingentes volúmenes de recursos que ponemos a su disposición para que actúen a su antojo. Esas vías de agua son perfectamente conocidas y quedan al descubierto con cada caso, pero nadie las denuncia ni propone restañarlas. Solo se trata de acusar y recusar, no de evitar.
¿Quién que siga la vida pública no es capaz de elaborar una lista, aunque no sea exhaustiva, de las anomalías normativas que permiten, incluso favorecen, grandes y pequeñas corrupciones?
Se puede citar la Ley General Presupuestaria. Hace ya muchos años, Enrique Tierno Galván, siempre cínico, afirmaba que la Ley de Presupuestos Generales del Estado es la única ley que se elabora y aprueba «con el propósito decidido de no cumplirla». Y por no dejar sólo al que fuera alcalde de Madrid, podría citar a Carlos Solchaga (que de esto sabe un rato) cuando proclamaba que «los presupuestos tienen más trampas que una película de chinos», recordando sin duda aquellas viejas películas del malvado Fu Manchú, de su (nuestra) remota infancia.
Es sencillamente ridículo que una ley aprobada en las Cortes, como la de Presupuestos Generales del Estado, pueda ser modificada por un director general de cualquier ministerio, que decida por sí o por orden superior que la previsión de gasto en ordenadores recogida en los PGE se troque en una ayuda a un colectivo de defensa de las especies autóctonas del bosque mediterráneo (que el colectivo lo dirija un primo-hermano, un cuñado o un compañero de juegos del ministro es pura anécdota).
Otro coladero clásico del mal uso del dinero de todos es la defectuosa Ley de Contratos del Sector Público, una ley relativamente moderna que es el perfecto ejemplo del axiomático «quien hizo la ley, hizo la trampa». Los troceos de gastos para ajustarse a los topes están al cabo de la calle; las sociedades unipersonales ad hoc aparecen como hongos a la hora de actuar como contratistas de trabajillos que en cada municipio, comunidad autónoma o administración central suman muchos millones. Sin meternos en detalles sobre las propias empresas públicas, los organismos autónomos, las agencias, las fundaciones de las que dispone cada institución para hacer aparecer y desaparecer el dinero.
Otras fullerías han dejado en un segundo plano la corrupción intrínseca de la Ley del Suelo y sus réplicas autonómicas. Desde siempre la especulación se ha nutrido del intervencionismo y la discrecionalidad que caracterizan las tropecientas calificaciones del suelo antes de poder destinarlo a viviendas, a instalaciones industriales, zonas comerciales y de ocio. Cada vez que un solar avanza una casilla en su calificación, alguien se pone las botas.
A este respecto, un concejal experto me explicaba que en su Ayuntamiento existía la práctica de que las parcelaciones sobre plano del Plan Urbanístico se hacían con un rotulador el doble de grueso de lo normal. Bajo el trazo quedaban cientos de metros cuadrados en el limbo, que alguien aprovechaba para hacer negocio. Trazo grueso. Ese es a veces el sencillo truco para poner la mano (y mientras, la reciente Ley de Vivienda buscando culpables donde no los hay).
No interpreten lo que sigue como un ataque general contra los funcionarios. Me refiero a la mala Ley de Función Pública y al Reglamento de Régimen disciplinario de los funcionarios. Algunos han heredado las peores prácticas del la dictadura, unos por servilismo, otros por interés directo. La condición funcionarial exige no solo profesionalismo íntegro e imparcial, sino sentido crítico, capacidad de denuncia y, correspondientemente, un sistema de garantías para los funcionarios que detecten anomalías en los trámites que puedan ser atribuidos a enchufismo, clientelismo y colusión. Junto a ello, es imprescindible un nuevo régimen de incompatibilidades y de altos cargos, ya que los casos más recientes han dejado al desnudo situaciones inimaginables.
No quiero ni debo extenderme mucho más, pero sí voy a hacer mención explícita al sistema judicial, a la necesidad de autonomía real para la Fiscalía del Estado y para los fiscales, con la misma exigencia de independencia que a jueces y magistrados. Volver a un Código Penal agravado en casos de corrupción es una exigencia social, económica y ética. Asimismo, sería necesaria una mejora notable en la capacidad del Tribunal de Cuentas del Reino y de las instituciones semejantes de las comunidades autónomas, para que puedan fiscalizar los organismos que están sometidos a su vigilancia contable de manera eficaz y mucho más rápida.
De esto y otras muchas cosas más no se hablará en las comisiones creadas en el Senado y en el Congreso. Se enzarzarán en acusaciones y reprobaciones; se insultarán y pedirán árnica cuando sean insultados, pero si no revisan en profundidad los fallos del sistema, de los que tanto ventajismo sacan, seguiremos en manos de oportunistas, logreros y aventureros de fortuna.