La muerte de un judío
«El adalid del antisemitismo es Sánchez, que ha encontrado en la tontirubia Yolanda Díaz a su escudera ideal»
La muerte de un judío, del titán de la literatura Paul Auster, ha generado montones de artículos. Ni siquiera los gacetilleros que tuvieron el privilegio de frecuentarle aclaran que era judío; juntan palabras en los periódicos del progresismo falsificado. Para vergüenza de nuestros falsos intelectuales y de nuestros plumíferos corifeos, solo un puñado menciona que se crió en el seno de una familia judía, aunque de pasada, en reportajes largos. La mayoría se dedica a mencionar la figura del escritor sin significar su origen, y menos sus grandes logros literarios. Se han limitado a contar los argumentos de las novelas, pero no han buceado en las innovaciones que nos regaló, una nueva arquitectura novelística.
De eso va el antisemitismo actual, de no recordar a los judíos que despuntaron, o solo hacerlo cuando abunda la fama del judío en cuestión, como Auster, merecido premio príncipe de Asturias. Muchos de los artículos sobre Auster están escritos por antisemitas que no declaran su odio a Israel, capados, aunque no lo admitan, por la cultura de la cancelación. Si pudieran nos fusilarían, algo que los judíos percibimos entre líneas.
El adalid del antisemitismo es Sánchez, que ha encontrado en la tontirubia Yolanda Díaz a su escudera ideal. La tontirubia vociferó, al día siguiente del ataque de Hamás, que estaba con el pueblo palestino, la muy retrasada, cuando los terroristas habían asesinado a 1.400 judíos.
Los articulistas no han profundizado en la musculatura judía de Auster por ignorancia, los menos, y casi todos a propósito. No vamos a pedir les que se sepan al dedillo la historia de nuestro pueblo, aunque debemos exigir el mínimo respeto y, por supuesto, que los parlamentarios, los periodistas y los especialistas en literatura, la conozcan un poco, ya que sus oficios demandan una mínima cultura. Además, los críticos literarios y los escritores maman de la teta pública nada socialista, así que encantados con ningunear la condición judía de Auster.
Aquí los que mandan no leen ensayos históricos, ni nada, gentil o judío. Por fortuna, la vieja guardia del PSOE y el PP siguen valorando la importancia y vigencia del judaísmo.
Tal vez sea mucho esperar que el Gobierno nada socialista defienda a los pueblos perseguidos. Se dedica a demorar la aprobación de las leyes que apoyen a los vulnerables, que se lo digan a los discapacitados o a los gitanos, los grandes olvidados de la democracia hoy tullida.
Auster conocía bien la persecución del pueblo judío, no hay que tener dos dedos de frente para saber que se lo contarían sus familiares y el entorno de su barrio, que crecería con semejante carga. Le llamarían, como a muchos de nosotros, perro judío. Contestaba sin violencia, con la excelencia de sus escritos. Uno de los dirigentes del socialismo vasco me dijo al verme en una terraza de Madrid, que los Múgica solo éramos judíos cuando nos interesaba, lo que es de un antisemitismo larvado, igual que el de sus jefes. Siempre fue un imbécil.
La crítica especializada estadounidense, la casposa como casi todo lo que rodea el mundo de la escritura, mi oficio, tras la publicación de Ciudad de Cristal, la primera novela de la Trilogía de Nueva York, aplaudía que hubiese aparecido un gran escritor WASP, lo que significa blanco, protestante y anglosajón. Auster, capaz de una ironía propia del judaísmo, demostrada con creces en su última novela, Baumgartner, se negó a responder, y al cabo de los meses, harto, dijo que era judío.
Auster no tiene demasiados lectores en América, un pueblo acostumbrado a la sencillez. La prosa de Auster no es compleja, aunque sí la maestría en la construcción literaria de la Trilogía de Nueva York. La forma que inventó de fusionar, con orden y concierto, personas del verbo distintas, personajes y situaciones, y de convertir a Nueva York en su personaje principal, merecía todos los reconocimientos. No le concedieron el Nobel, una de las lacras de la academia sueca.
Auster, en su obra, esconde su origen, sabiéndose un judío que puede ser perseguido; habla de la inconsistencia del tiempo, el mismo que sigue negando la existencia del judaísmo; se recrea en personajes que se forjan una personalidad al margen de la sociedad para disfrazarse de extraños, lo que es esconder la personalidad judía por miedo a los golpes del racismo. Y analiza con bisturí el azar, el contrario, y, en particular, las sanas causalidades. Auster nos cuenta por boca de sus personajes que la historia se dobla en algún tramo, a nuestro favor, porque en la base de la historia está la persecución de los judíos.
Todo lo que detalla Kundera en El arte de la novela, estudio principal sobre el oficio de escribir, lo supera Auster, siempre desde una óptica judía. Apenas hablaba de su condición. Hay una razón de peso que lo explica: el judío no necesita reivindicar a su pueblo. Pertenece a él per se, sin las alharacas propias de otras religiones.
Auster era un judío ateo, heredero del libro y como tal representante del pueblo del libro, el Antiguo Testamento. Auster se reconocía americano, pero americano asimilado, procedente de las tierras de Israel, la patria judía que el Gobierno español pretende esquinar. Paul Auster, un escritor judío y planetario, se ha despedidos en silencio. No se quejó en ningún momento de la enfermedad que le consumía. Hasta en eso era solidario con los más débiles, los que carecen de acceso a la sanidad. Sus libros hablan por él alto y claro.