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Scholz calienta motores

«Tiene claro que los extremos se zampan al centro. Endurecer el discurso antimigratorio es ganarse a la calle»

Scholz calienta motores

El canciller alemán, Olaf Scholz, durante la recepción del primer ministro portugués en la en la Cancillería Federal. | Bernd Elmenthaler (Zuma Press)

El canciller alemán lo tiene claro. No quiere inmigrantes en Alemania. No quiere gente de fuera ni delincuentes. Sabe cómo el éxito de Le Pen en Francia fue debido a una sola frase: «Aquí no cabemos todos». Se expresa al natural, sin ambages, y en la reciente muerte de un policía de 29 años a manos de un extremista afgano, no lo pudo decir más claro. No a la delincuencia. No a los trabajadores indocumentados sin papeles. No a las solicitudes de asilo sospechosas. No al buenrollismo y al jipismo del emoticono felizón.

El agresor del policía no es un caso aislado, llegó siendo un adolescente en 2013 y se le denegó el asilo en el 2014. Scholz no duda un ápice: «Me indigna cuando alguien que ha buscado protección aquí comete los delitos más graves. Estos delincuentes deben ser deportados, aunque procedan de Siria o Afganistán». El afgano asesino, previo a cometer su crimen, ya había agredido a media docena de civiles. El islamismo radical, según Scholz, no se combate con buenas palabras ni gestos. Sube el tono y no está dispuesto a la mínima concesión: «Los delincuentes graves y las amenazas terroristas no tienen cabida aquí. En estos casos, los intereses de seguridad de Alemania pesan más que la protección del autor».

Todos piden la dimisión de Sholz, a gritos, como en voz baja secretean la de Ursula von der Leyen, pero ambos están amarrados y ya arrojaron el ancla. Markus Söder no quiere a Scholz y, según él, las urnas no le respaldan. Su postura es igual de firme sobre su marcha: «Los resultados han sido malos para los tres partidos del Gobierno. A nadie le conviene volver a la normalidad, se trata de que sigamos haciendo nuestro trabajo para garantizar que nuestro país sea cada vez más moderno y que la aprobación sea cada vez mayor, que los resultados de este trabajo puedan someterse a votación en las próximas elecciones».

El portavoz del Ejecutivo alemán, Steffen Hebestreit, no quiere elecciones. Scholz calienta la calle porque sabe que ahí están los votos, se abraza a Úrsula para que tampoco lo deje, pero no puede evitar mirar de reojo, con el ojo muy colorado, a Le Pen. Katarina Barley, socialdemócrata, tampoco quiere urnas. Scholz tiene claro que los extremos, cada vez más, se zampan al centro. Endurecer el discurso antimigratorio es ganarse a la calle. El presidente de su partido, Lars Kligbel, llama nazis a todos los políticos de AfD, pero Scholz ahí se desmarca, sabe que es un error; los de AfD se ríen de la llamada «coalición semáforo» y ganan simpatizantes por doquier. Echaron del Parlamento Europeo a Maximilian Krah por sus glosas a las SS durante la campaña, pero las redes sociales no dejaban de aullar y aplaudir. Scholz quiere aprovechar esa ola.

La llamada Unión Cristiana Demócrata teme a los nazis de AfD, así giran a la derecha y, en muchos barrios y distritos de las grandes ciudades, su estrategia es la del plagio, un discurso casi similar al ultra. Del otro lado de la cuerda, los de BSW con Sarah Wagenknecht al frente, pura extrema izquierda, quieren romper el cesto con un mensaje antieuropeo, prorruso e igual de ultra pero con otro color. Scholz los torea a todos, los esquiva a todos, aguanta abrazado a Úrsula mientras los tiburones los rodean: ella entre los verdes y los nazis, depende del día, y Olaf jugando fuerte la baza del trabajo y la migratoria: seremos menos, bajará el paro laboral, volveremos a ser la locomotora de Europa. El famoso Erdoğan llegó al cuarenta por ciento de los votos, y no cae. CDU busca una alianza conservadora, pero sin perder de vista la ecuación: los extremos se comen al centro, los fanáticos radicales devoran las cosechas de los moderados, no hay otra inercia.

 Los Verdes, que están en su propia coalición, quieren cargarse a Scholz: Alemania no puede deportar a países no seguros porque violaría la promesa humanitaria de protección y porque la expulsión no es la mejor forma de combatir el islamismo. Desde la oposición cristiano demócrata se ríen de Scholz, es todo un ful, porque Alemania a día de hoy ya está dando cuatrocientos millones a Afganistán desde su Ministerio de Cooperación y Ayuda al Desarrollo. Sholz le dice a Úrsula agárrame fuerte, y le ha metido en la cabeza que si cae él a ella le pasará lo mismo, ambos resisten el mismo temporal incierto que crean a cada instante. La oposición asiste pasmada al incendio callejero diario: la furia de los migrantes de Scholz, donde los ataques con cuchillos no son hechos aislados sino una tendencia letal en aumento.

Scholz no quiere hablar de integración en ningún caso: «Quien ataque por la espalda a mujeres y hombres que quieren ayudar y salvar vidas o los atraiga a emboscadas debe sentir todo el peso de la ley. Con este fin, endureceremos el Código Penal». El caso es que tres de los candidatos (CDU, SPD, AfD) sufrieron agresiones recientes por parte de los migrantes. La prensa le ruega a Scholz que calle y actúe, pero él, amarradito a Ursula, cada uno con su altavoz, no renuncia a la mímesis ultra. Meloni está muy cansada de que Úrsula le tome el pelo. El expresidente de la Comisión Europea (Juncker) lo dijo el otro día: «Lucho contra el giro a la derecha del PPE. Quien apoye demasiado a la derecha corre el riesgo de caer por la ventana». Úrsula y Scholz quieren alianzas con los ultras porque la calle es suya. Olvidan que la UE se mantuvo 70 años con moderados sin apagar fuegos con gasolina.

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