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Lo bueno de la vida

La ciudad como secreto

«’Explorador de bulevares’, de Fernando Castillo, es una sutil mezcla de historia, literatura, arte, música y cine, todo en unos párrafos que se crecen juntos hasta configurar un espacio no por secreto menos deslumbrante»

La ciudad como secreto

Donald Sutherland y Jane Fonda en la película Klute (1971). | Wikipedia

Libro

Explorador de bulevares de Fernando Castillo. Editorial Renacimiento, Sevilla, 2024. 196 páginas.

Cada uno, si es paseandero (Ramón Gómez de la Serna) tiene una ciudad secreta. No se trata de una ciudad inventada, sino de los trazos invisibles que se dibujan en los diversos recorridos que una ciudad permite, propone, sugiere y descubre. Toda ciudad son sus barrios, y hay ciudades en las que uno ha vivido que son megalópolis, por ejemplo Buenos Aires. Allí coinciden, como mínimo, cuatro ciudades en una: la City, el centro financiero; el Barrio Norte, una suerte de París austral; San Telmo, Lavapiés y el Rastro madrileños transportados al otro lado del Atlántico y la Boca, esencia italiana en la ribera del Río de la Plata, por no seguir con Belgrano, Palermo y demás. No es extraño que cuando André Malraux llegó a la capital argentina y a la pregunta de qué le parecía Buenos Aires, respondiera algo asombroso: «Buenos Aires me parece la capital de un Imperio que no existe». 

La ciudad como secreto es un imaginario que, sin embargo, es real. Es la creación de este «explorador de bulevares» magnífico, único, condenadamente singular que es Fernando Castillo (Madrid, 1953). Autor prolífico, con libros sobre el París ocupado, el Madrid de la guerra, Madrigrado, Tánger cosmopolita y cinematográfico, la suya es una obra que se recrea, de manera seductora, en ese mirar, ver, soñar, escribir. Explorador de bulevares es una sutilísima mezcla de historia, literatura, arte, música y cine, todo en unos párrafos que se crecen juntos hasta configurar un espacio no por secreto menos deslumbrante. Entre lo visto y lo soñado, entre la evocación y la recreación de imágenes que saltan al hilo del explorador, paseante y paseandero, son fogonazos, iluminaciones en la sombra de la escritura, con sus múltiples referentes: Morand, Chatwin, Pla, Azorín, Ortega y tantos otros. A todos los relevantes los ha leído Castillo, pero cuando uno se adentra, o mejor, se sumerge en sus páginas, la lectura resulta tan singular como adictiva. 

«Emprendamos el viaje, en esta invitación a un mapa personal, solo transferible a quien se anime a entrar en él, Tánger»

De las más de veinte citadas que completan el volumen, junto a una muy particular «Nueva geografía esencial», uno destacaría, si vale la broma, todas, pero a modo de acicate o, si el lector prefiere, de provocación cariñosa para su lectura, por ejemplo, el París de la ocupación nazi: «París ocupado, París Feldgrau, ciudad terrible donde lo oscuro y el brillo mundano de lo que se sabe es efímero, se sucedieron en unos cuatro años, largos y terribles.» Emprendamos el viaje con Fernando Castillo, en esta invitación a un mapa personal, solo transferible a quien se anime a entrar en él, Tánger: «Todos -se refiere a marroquíes, tangerinos no musulmanes, españoles, británicos, franceses, italianos, sefardíes, portugueses, gibraltareños, malteses, belgas…-quedaron atrapados en el pasado, en el mundo que se iba convirtiendo en ruinas y del que el cosmopolitismo desaparecía». 

O la enigmática y castigada Lvov, la ciudad de los seis nombres en el extremo oriental de Galitzia: «La que fue la estación ferroviaria más grande del Imperio Austríaco (…) ahora sugiere la importancia que tenía la red urbana de los Habsburgo, su condición de catedral moderna. Entre la arquitectura de los andenes y el modelo de los vagones, más próximos a los ferrocarriles belle époque que a los diseños de la alta velocidad (…) Todo contribuye a dar a la estación un efecto muy cinematográfico, entre la Guerra Fría y los años de las ocupaciones, la soviética y la alemana. Una atmósfera muy siglo XX». 

«Seguimos nuestro recorrido, el del dedo sobre el mapa, y llegamos a la muy lejana Harbin, en la antigua Manchuria»

El estilo de Castillo, valga insistir en ello, se caracteriza por las calculadas dosis de historia, sueño, evocación, arte que exhiben su hacer literario. Como si cada frase estuviera signada de diversas artes que se combinan con un valor narrativo, profundamente evocador, hasta conseguir una atmósfera que envuelve su lectura en un territorio tan novelesco como histórico y artístico. Continúa el viaje de este explorador de bulevares, la siguiente parada será el Berlín de entreguerras: «Berlín, la ciudad en la que los artistas recogieron como en ninguna otra parte el mundo del cabaret y de la vida nocturna, de la oscuridad del tango y el swing, sus tipos equívocos y ojerosos de todos los consumos, los fracs y vestidos largos tan ajados como ellos». Seguimos, como diría el citado Ramón, nuestro recorrido, el del dedo sobre el mapa, y llegamos a la muy lejana Harbin, en la antigua Manchuria, un territorio que englobaba, como resumen, Corea y Japón, China, Mongolia y Rusia, y su ferrocarril mítico el Transmanchuriano que fue «Ciudad múltiple formada por barrios de rusos blancos, chinos han, manchúes, japoneses, coreanos y judíos, un perfil tan exótico y cosmopolita que no es raro que se denominara el París de China».

Shanghai, la Viena de El tercer hombre, la de las ruinas de la Segunda Guerra Mundial, la especulación criminal con la penicilina y la sombra alargada y cínica de Harry Line (Orson Welles en la clásica película de Carol Reed). Para terminar, además de otras no citadas, en la que para uno, sentimental y melancólico, resume todo el volumen «Madrid en mayo», sólo el recorrido de este explorador por un Madrid que ya sólo existe en su memoria, en su poderosa imaginación y en el sueño de un atardecer de primavera, hace de este libro de viajes, ensayo histórico, ficción personal, manual artístico, partitura en palabras, una obra a la que uno volverá una y otra vez. Es decir, siempre.

Cine

«Hollywood cambia de cara»

Donald Sutherland.

Hoy esto no va de una película, sino de algunas. Va de homenajear a un gran actor, enorme actor, que siempre brilló, y de qué soberana manera, en cada uno de los personajes que interpretó y en los que dejó una impronta tan particular que su sola presencia en la pantalla advertía al espectador que el espectáculo estaba soberanamente servido. Donald Sutherland (Saint John, Canadá, 1935-Florida, Estados Unidos, 2024). fue de la generación que rompieron, o abrieron, o descubrieron un nuevo Hollywood, un Hollywood que arrasaba definitivamente los muros del Código Hays y se adentraba en unas historias y personajes que poco tenían que ver con los modelos anteriores. 

Todo esto lo contó con exhaustivo rigor Peter Byskind en su divertidísimo Moteros tranquilos. Toros salvajes. La Generación que cambió Hollywood (Anagrama, 2008). De entre ellos, Sutherland es capítulo imprescindible. De sus cerca de doscientos papeles, cine y televisión, valga una guía esencial como recuerdo y con fervor de espectador infinito, porque uno ha crecido con sus películas: Para empezar Doce del patíbulo (Robert Aldrich, 1967), en la que un grupo de desarrapados delincuentes, entre los que destacan un John Cassavettes inmenso y un Sutherland soberbio, salvarán sus desmanes con acciones heroicas. Volvamos al Ejército porque se estrena M.A.S.H (Robert Altman, 1970) una película que rompió las maneras, los personajes, los ambientes y hasta las más firmes convicciones tradicionales con el ir y venir delirante de un hospital militar en plena guerra de Corea.

«Nadie ya se puede imaginar a un Giacomo Casanova que no tenga los gestos y las maneras de Donald Sutherland.»

Desternillante, ácida, brutal, formidable Sutherland. Y de ahí, al Paraíso. Klute (Alan J. Pakula, 1971) en singular pareja con Jane Fonda, ésta en la plenitud de su lucha contra los convencionalismos y, claro, la Guerra de Vietnam. Y dos actuaciones memorables, tan distintas y distantes que consagran a Sutherland como la inmensa estrella hollywoodiense y que marcarían su carrera cinematográfica, el malo, malo, malo fascista, de libro, Atila, se llama, de Novecento (Bernardo Bertolucci, 1976) y en el mismo año, menudo año para el actor, la prodigiosa interpretación del Casanova felliniano (Federico Fellini, 1976). Nadie ya se puede imaginar a un Giacomo Casanova que no tenga la figura, la hechura, los gestos y las maneras de Donald Sutherland. Sin olvidar papeles tan extravagantes como el tanquista en la Segunda Guerra Mundial, medio hippie, avant la lettre, de Los violentos de Kelly (Brian G. Hutton, 1970). Valgan estas citas como homenaje. Y no hay mejor homenaje que volver a ver sus películas, volver a ver en la pantalla, grande o pequeña, a ese inmenso actor que fue el canadiense Donald Sutherland

Taberna

Bar H Emblemático en c/ Castelló, 83 Madrid.

Bar, restaurante, taberna, que cada uno le asigne un término, ya advirtió Unamuno que «definir es confundir», así que vamos al Bar H Emblemático. Sesenta años le contemplan y nos contemplan. Uno se instala en la barra y pide: de los molletes el de tortilla, claro; de los pinchos el de chistorra, y los torreznos a la espera, entre ensaladilla rusa (exquisita, de las mejores) y los tigres. Esto es un no parar, porque ahora la croqueta de jamón, que no falte nunca y si el cuerpo aguanta, y quiere más, pues ahí están las albóndigas o los chipirones o los tacos de bacalao. Nada como la barra de un bar, una isla en medio de tanto ruido en la calle. Porque como bien sentenció Juan Ramón Jiménez «con tanto ruido no veo». Y le creemos, vaya si le creemos.

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