A qué se debe el caos ferroviario
«La gestión de calidad orientada al cliente se ha abandonado en las empresas ferroviarias»
Oscar Wilde dijo: «Hay solamente una cosa en el mundo peor que hablen de ti, y es que no hablen de ti». Es un principio que ha sido traducido por los asesores de imagen al uso con la frase «que hablen de ti aunque sea mal». Parece que en los últimos tiempos esta es la consigna del ministro Puente, y a fe que está consiguiendo su propósito.
No hay día sin que los incidentes ferroviarios, que afectan a una gran cantidad de viajeros, sean noticia en los medios, algo que me retrotrae a los años de plomo del ferrocarril español -coincidentes con la época franquista- en los que los retrasos de los trenes formaban parte del paisaje nacional. Claro que en aquellos años todavía coleaba el estado ruinoso de las instalaciones y del material rodante, y el aislamiento económico y la precariedad de la industria nacional por el efecto de la Guerra Civil. En mis primeros tiempos en Renfe (años 60 y 70 del siglo pasado) existía un resumen de prensa diario con los recortes de las noticias relacionadas con el ferrocarril -casi todas desgraciadas-, al que llamábamos «El masoquista», apelativo que, afortunadamente, dejó de usarse unos años después. Me temo que ahora tendrán que volver a emplearlo.
Así que quiero aclararle al actual ministro de Transportes y Movilidad Sostenible que nadie va a decir, como él aseguró en el Senado el pasado día 23 de agosto, que «con Franco los trenes iban mejor», porque cualquiera que conociera esa época sabe que no es cierto, pero lo que sí le están diciendo es que hace no tantos años, y especialmente a partir de los 90, con la inauguración del primer AVE Madrid-Sevilla en 1992, el servicio ferroviario funcionaba mucho mejor que ahora.
En la citada comparecencia en el Senado, el Sr. Puente, con su facundia acostumbrada, soltó una retahíla de cifras sobre el incremento de tráfico, de ocupación y de viajeros transportados, algo esperado tras la puesta en servicio de nuevas líneas de alta velocidad y, por lo tanto, de nuevos servicios, pero se mostró remiso a ofrecer datos sobre la calidad de las prestaciones que, evidentemente, ha sufrido un importante deterioro.
Desde la separación de la infraestructura (Adif) y la operación (Renfe) en 2005, el principal objetivo de la primera ha sido obtener los máximos ingresos mediante el cobro de cánones a los operadores por la utilización de la infraestructura, para cuya finalidad se ha homologado a dos nuevas compañías extranjeras, tan públicas como Renfe, para que compitan las tres entre sí a base de tirar los precios.
Con esta estrategia se ha conseguido saturar las líneas de mayor tráfico, con el resultado de una merma de los intervalos para el mantenimiento de las diferentes instalaciones y la generación de frecuentes conflictos ante cualquier desajuste del servicio. Si a lo anterior le añadimos las obras de transformación y mejora llevadas a cabo en varios puntos de la red ferroviaria, cuyo ejemplo paradigmático es ahora la estación de Chamartín en Madrid, el número de incidencias, con afectación a una gran cantidad de viajeros, está asegurada. Reducir a la cuarta parte de su superficie (de 10.000 a 2.600 m2) el vestíbulo de esta estación durante el largo período de obras (hasta 2026), según datos del ministro, acompañado de una merma de capacidad de la conexión con Atocha por la reestructuración de sus vías, ha convertido Chamartín en una ratonera tercermundista por una mala planificación de obra. En los últimos años, esta estación es una trampa irreconocible para alguien que, como yo, la había recorrido cientos de veces desde que se inauguró en 1967. No me extraña que Renfe haya suprimido su compromiso de puntualidad, que le costó a la compañía 42 millones de euros en 2023 con un elevado crecimiento en los últimos años.
Otro ejemplo de mala planificación de obra es el de la suspensión del servicio ferroviario en el corredor Mediterráneo entre Tarragona y Sant Vicenç de Calders (24 km.) por obras de mejora durante cinco meses a partir del próximo 1 de octubre, afectando gravemente a más de 15.000 viajeros del sur de Cataluña que utilizan diariamente los trenes regionales para desplazarse a Barcelona. El Diari de Tarragona del pasado 1 de septiembre lo llevaba a la primera página con un gran titular de una carta de los usuarios de estos servicios: «Querido ministro: le invitamos, el día que usted pueda, a disfrutar de un recorrido con nosotros en los mejores trenes de la zona. El billete corre a cuenta nuestra, el café también», con dos páginas enteras en su interior y el editorial del día dedicado a este asunto. La falta de previsión sobre los servicios alternativos un mes antes del comienzo de las obras, extraídas de las encuestas a los usuarios, centraban sus críticas. Si con estas actuaciones quieren justificar la aberración de traspasar las Rodalíes a la Generalitat, cesión ya criticada por mí en un artículo anterior, lo están haciendo muy bien.
Sobre la pérdida de calidad de los servicios, el ministro pasó de puntillas en su comparecencia en el Senado, aunque sí alardeó de doblar y hasta triplicar el número de frecuencias, llegar a niveles de ocupación en los trenes del 97% y conseguir invertir la relación de pasajeros entre tren y avión del 20% al 80% en los principales trayectos en los que compiten. Debo aclararle al señor ministro que seis meses después de la inauguración del AVE Madrid-Sevilla en 1992, ya se consiguió esa tasa del 80% en el tráfico conjunto de ambos modos y que diez años más tarde se había duplicado el número de viajeros y la facturación en la línea. También quiero añadirle que la puntualidad era del 99% (ahora es del 66% según sus palabras) y que el tiempo de viaje entre ambas poblaciones era de 2 horas y 15 minutos, cuando actualmente es de 2 horas y 42 minutos el tren más rápido. Claro que en aquella época tuvimos a un ministro, Josep Borrell, que dejó la construcción y puesta en servicio de esta primera línea de alta velocidad en manos de un equipo de profesionales que tuve el honor de dirigir, mientras el ministro actual llama «puto amo» a su jefe demostrando así su carácter gregario que, sin duda, aplicará a sus subordinados en sentido contrario, tal como suele suceder con estos personajes.
Creo que esa obsesión por la cantidad, obviando la calidad, es un gran error que sólo puede acarrear efectos negativos para los clientes del ferrocarril. La saturación de cualquier sistema lo condena al desorden, creciendo de forma exponencial los conflictos entre sus diversos componentes. El modo ferroviario, de una gran complejidad, está llegando en nuestro país a ese punto de ingobernabilidad en el que las incidencias se multiplican sin que puedan aplicarse soluciones efectivas de reversión. También se amplían las posibilidades de que las incidencias se conviertan en accidentes. El de Angrois de 2013 tuvo como primera causa las prisas por inaugurar el AVE a Galicia por parte de un ministro gallego, y como segunda, la obediencia ciega del responsable de la seguridad en la línea.
La gestión de calidad orientada al cliente se ha abandonado en las empresas ferroviarias. En mi libro Renfe en el diván. De la autarquía a la alta velocidad se hace mucho énfasis en este apartado de la gestión empresarial, que tuvo en Renfe (la de antes, hasta que la dividieron en dos en 2005) una importancia capital para el desarrollo de nuevas técnicas de gestión orientadas a la satisfacción del cliente y para la consecución de un servicio excelente en el AVE Madrid-Sevilla, así reconocido por los viajeros que la valoraban por encima de 9 en las encuestas, obteniendo el AVE en 1998 del European Quality Prize como mejor empresa del sector público a nivel europeo. Me temo que, lamentablemente, las nuevas generaciones de directivos ferroviarios no saben de qué les estoy hablando.
Sería muy conveniente que en los contratos de los operadores con Adif se estableciera una cláusula con las ratios de calidad exigidos a Adif, tal como se hacía antes de la separación en los Contratos Programa cuatrienales de Renfe con el Ministerio de Hacienda para recibir las compensaciones económicas correspondientes.
Otra de las muletillas del ministro Puente para justificar el número creciente de incidencias es el mal servicio prestado por los nuevos trenes polivalentes de la serie 106 de Talgo, empresa ya amenazada en los últimos tiempos con el cobro de millonarias penalizaciones por la demora contractual en su entrega. Me temo que de aquellas amenazas nacen estas prisas para poner a disposición del servicio trenes sin una necesaria puesta a punto, algo que se consigue tras muchos kilómetros de pruebas y correcciones en condiciones diversas. Una de las enseñanzas de la gestión de calidad es la asistencia, más que la exigencia, a los proveedores para conseguir la bondad de sus productos porque, en caso contrario, sucede lo que estamos viendo. Para el cliente, el responsable es Renfe y así lo debe asumir. Eso de tener siempre un chivo expiatorio al que cargar las culpas cuando vienen mal dadas demuestra muy poco sentido de la responsabilidad y es la peor praxis comercial.
Por si esto fuera poco, la tormenta perfecta es que ahora Talgo, una empresa española ejemplar en su tiempo y en este momento en manos de la sociedad de capital-riesgo Trilantic, se encuentra en una situación delicada por la intervención del Gobierno para evitar, nada menos que por motivos de seguridad nacional, que la opa (oferta pública de adquisición) de la compañía húngara Magyar Vagon -participada por el Gobierno húngaro- siga adelante. He leído algunos comentarios sobre el peligro de que Putin, amigo de Orban (primer ministro húngaro), utilice la tecnología de cambio de ancho de Talgo para invadir Europa por vía terrestre (dado el diferente ancho del ferrocarril ruso), y otros despropósitos por el estilo, pero todo esto suena a excusa para controlar otra empresa más por parte de un Gobierno socialista que quiere dominar o, al menos condicionar, el mayor número posible de sectores económicos a través de sus empresas públicas y participadas colocando en ellas a directivos que obedezcan sus consignas.
Esta excusa de la invasión extranjera para establecer un diferente ancho de vía (1.668 mm) en España respecto al internacional (1.435 mm) me recuerda a la que se utilizó a mediados del siglo XIX -recordando la invasión napoleónica de principios de ese mismo siglo- para perpetrar este error capital que ha condicionado al ferrocarril español desde entonces. Pero peor ha sido intentar corregirlo adoptando 150 años después el ancho internacional en las nuevas líneas de alta velocidad, decisión tomada de forma repentina por un Gobierno socialista tras las presiones del president Pujol en 1988 para conseguir que «Cataluña fuera más europea» cuando la obra ya estaba avanzada, con el efecto posterior de que hemos convertido los dos intercambiadores fronterizos en Irún y Port Bou en más de veinte diseminados por la geografía nacional, con los consiguientes sobrecostes de estas instalaciones y la necesidad de comprar trenes híbridos para rodar por ambos anchos.
Eusebio Toral, alto directivo del INI en su día y prologuista del libro de mi colega Jesús Moreno sobre la decisión de adoptar el ancho de 1.668 mm en España, titulado El ancho de vía de los ferrocarriles españoles. De Espartero a Alfonso XIII (1996), comenta las «enormes dosis de frivolidad que pueden intervenir en la toma de decisiones trascendentales» añadiendo con referencia a la decisión de 1988: «La tesis central del trabajo de Jesús Moreno, vista a la luz de cómo se decide la misma cuestión 150 años después, no solamente resulta verosímil, sino presumible, viniendo a demostrar que los pueblos pueden estar condenados a repetir la historia, incluso no olvidándola». Totalmente de acuerdo, aunque yo corregiría la palabra «pueblos» por «políticos».