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Opinión

Jimmy Giménez-Arnau, el hombre que descubrió cómo vivir del cuento

Supo sacarle partido a las cartas con las que le tocó jugar para pasarlo en grande sin dar un palo al agua

Jimmy Giménez-Arnau, el hombre que descubrió cómo vivir del cuento

Jimmy Giménez-Arnau. | Ilustración de Alejandra Svriz

Que en España enterramos muy bien es algo de sobra conocido, mas no por ello deja de sorprendernos cuando se ejecuta de manera tan brillante como ha ocurrido como Jimmy Giménez-Arnau, a quien los epitafios despiden por todo lo alto, como si se nos hubiera ido uno de los grandes cuando, en realidad, era uno de los tipos más vagos del panorama de la actualidad rosa, un pícaro desvergonzado que descubrió la receta para vivir del cuento.

Bien por él, que supo sacarle partido a las cartas con las que le tocó jugar para pasarlo en grande sin dar un palo al agua, pero que no nos cuenten milongas, que era un jeta simpático y seductor, pero un jeta al fin y al cabo. Su amiga Pilar Eyre lo ha tenido claro al despedirle: «Golfo. Crápula. Niño mal de casa bien. Canalla. Mujeriego. Drogadicto. Vividor. Playboy. Gamberro y desalmado». Todo dicho con amor, cómo no.

Hubo un tiempo en que se llamaba Joaquín y juntaba letras en poemas que soñaba emparentar con la obra de Edmundo de Ory. Coordinó la revista Litoral dedicada a la ‘Nueva Generación’ de juglares españoles, donde se definió como «poeta en estado de emergencia, pero que se cansa constantemente». Esas palabras eran la crónica de una profecía autocumplida. Probó fortuna como editor y publicó la obra de su mentor, pero vino el amor a salvarle de tener que padecer con el sudor de su frente: su boda con Merry Martínez-Bordiú cambió el rumbo de su vida y su destino pasó de los versos a los higadillos.

Convertido en Jimmy, presumió de ejercer como infiltrado en la familia de Francisco Franco. El dictador y todo lo relacionado con su figura fue pasto de su negocio personal, empezando por la boda, que hizo historia en el periodismo patrio al convertirse en la primera exclusiva de la revista ¡Hola!, que luego alimentaría a tantos vagos y maleantes con sus posados de postín. A Jimmy le habría gustado patentar aquel invento, pero fue su suegro, Cristóbal Martínez-Bordiú, quien dio el primer paso: el último lo daría vendiendo las fotos de la agonía de Franco. Aquella experiencia con la prensa rosa fue toda una epifanía para Jimmy: por un lado, le permitió descubrir el dinero fácil, por otro, tuvo claro que no debía fiarse ni de su propia familia, porque se repartieron un dinero creyendo que era lo negociado cuando, en realidad, el suegro los engañó a todos y se llevó el trozo más grande de aquel pastel.

De pluma fácil, le sacó partido a su enlace en Yo, Jimmy (Mi vida entre los Franco) y La vida jugada, dos obras autobiográficas trufadas de anécdotas sabrosas. Como la de supuesta virginidad de la novia, a quien apodaba ‘la ferrolana’, que fingieron con un recurso digno de película de payos y gitanos: «Me pinché con un imperdible el dedo para manchar las sábanas de sangre. La señora (Carmen Polo, abuela de Merry, esposa de Franco) entró al día siguiente para comprobar que habíamos cumplido con el débito conyugal y había desflorado a su nieta».

Jimmy también probó fortuna en el cine, dirigiendo Cocaína, una cinta inclasificable. Años después, a las puertas de Mediaset, donde trabajaba como colaborador, fue detenido por tráfico de estupefacientes por llevar encima una partida de esa droga, que él declaró era para su consumo personal: en total, diez gramos, una cantidad nada despreciable para tomar en la soledad de su casa o en las pausas publicitarias de cualquier programa de televisión donde necesitaran de colaboraciones con ímpetu.

«Sus delirios fueron de mal en peor, sacando los pies del tiesto para sorpresa de los invitados, que no sabían qué responder»

Jimmy parecía empeñado en asegurarse una silla como contertulio gracias a las intervenciones más polémicas, groseras, extravagantes, absurdas y provocadoras. A Cristina Tárrega le explicó qué era «la pasión de la mirada de cocodrilo»: «Eso es cuando te estás comiendo un coño, mirando así fijo con los ojos cristalinos». Sus desvaríos en el universo Sálvame llegaron a saldarse con agresiones físicas: «¡Que se vaya a mugir al campo el cornudo de mierda éste que viene a tocarme los cojones!». En publicidad, Pipi Estrada, a quien iban dirigidas esas palabras, le tocó algo más que sus partes íntimas: a Jimmy le rompió el talón de Aquiles y tuvo que ser intervenido.

En los últimos años, sus delirios fueron de mal en peor, sacando los pies del tiesto para sorpresa de los invitados, que no sabían qué responder y ponían cara de póquer: a César Millán, entrenador de perros, le preguntó por las relaciones sexuales entre los dueños y sus mascotas, pero la zoofilia no entraba en el tipo de consultas habituales en un prime time (aquello fue en La Noria, donde se le escapaba un ramalazo machista y homófobo, porque iba de moderno aunque se había quedado más viejo que el hilo negro), y en su última aparición, en la promo de Ni que fuéramos Shhh, comentó que le gustaría dar en directo la noticia de su muerte. En cierto modo, su deseo se cumplió a medias.

Visto lo visto, y otras mil cosas que dejamos en el tintero, lo más probable es que Jimmy haya dado con sus huesos en el infierno. Por pecador. Tranquilos, en unos años se presenta a las puertas de San Pedro con un libro desvelando los trapos sucios de los demonios, a ver si cuela y se da la vida padre en el paraíso.

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