THE OBJECTIVE
Manual de buenas maneras

El abuso de la palabrota

«El tema no es usar palabrotas, que es normal en ocasiones, es el hablar normal y consuetudinariamente ellas»

El abuso de la palabrota

Ilustración representando palabrotas. | Freepik

La palabrota, el palabro, la voz chabacana o fea son registros de la lengua y, por tanto, son normales, no es, por tanto, su uso lo que cabe considerar maleducado, sino su abuso, en la actualidad frecuentemente constante. La palabrota no es una excepción (un momento de ira) sino lo habitual: «Esa puta comida no la vuelvo a pagar, cabrones de la hostia». Expresiones similares y continuas se oyen hoy sin cesar e incluso en lugares que pasan por selectos. Oigo a una señorita -mujer- «por mis cojones que ese cabrón me la paga». ¿Si dijese «ovarios» mejoraría mucho? No, pero sería más consecuente, pues igual la señorita en cuestión se dice feminista. En la mesa de al lado de un restaurante cuidado y no barato, me ha llegado (de nuevo el alto tono de voz) la conversación de dos individuos -no puedo decir caballeros- que parecían comentar entre sí con naturalidad. Excusen las palabrotas porque son el meollo del tema: «Y la muy hija de puta cabrona, me presenta el documento mal hecho, la puta hostia, ¿y pretendía la muy furcia colármelo? Como el huevón de su novio, me cago en sus muertos, ¿creen que soy gilipollas?». Insisto, se trata de una conversación normal, esperando el almuerzo, los intervinientes en absoluto están enfadados. Es lo habitual. Sé que, en Europa, en general, se tiene a los españoles por malhablados, y sé naturalmente que muchos psicólogos avalan el uso del palabro cochino: «¡Me cago en tus muertos, cabrón de mierda, así no se hace! ¡Qué te den por el culo, chaval, o te pones al día o te largas de aquí soltando hostias! ¡La puta educación mal entendida!». Según la psicología habitual, si en una trifulca, insultas o sueltas palabrotas peores, liberas tu carga de odio, ira o adrenalina negativa, y transformas en mera palabra (aunque sea ineducada) lo que, sin el esputo lingüístico, podría llegar a las manos o a cualquier tipo de violencia física: «¡Me cago en tu puto padre, cabronazo! ¡A mí ni te acerques, chulo de mierda!». Probablemente, no hay duda, con el palabro se evita el puño, pero… ¿Dónde queda el límite?

Cuando yo era muy pequeño (siete años máximo) debí haber oído entre los parvulitos en que me educaba la voz «gilipollas». Obviamente, no tenía ni idea de lo que quería decir -gilí, tonto- pero sí me llegaba, aunque vagamente, su fuerza de desprecio o de insulto. Al poco de aquello, jugando con otros niños en el jardín de mi casa (digamos 1958) solté al albur aquello de «gilipollas». La buena o mala suerte quiso que mi abuela paterna, que me adoraba, pasara por allí en ese momento y me oyera. Nada dijo, pero muy seria me llevó con ella a la casa y me encerró con llave en una despensa oscura. Sólo oí su voz grave: «Eso que has dicho, de modo ninguno se puede decir, de forma que ahí te vas a quedar, hasta que pidas perdón y me prometas que nunca más volverás a decir esas cosas groseras…». Como parece lógico (y más en un niño mimado y único, que quería mucho a esa abuela) no tardé en pedir perdón, llorando, y en asegurar, entre hipos -me asusté de veras- que nunca más volvería a decir aquello. El efecto de aquel castigo -en realidad benévolo- fue tan profundamente eficaz que, durante bastantes años, fui físicamente incapaz de soltar palabrota ninguna. Las entendía todas (son acervo lingüístico) pero no podía verbalizarlas: «¡Me cago en su puta madre!». Lo pensaba, incluso estaba al borde de decirlo, pero no lo hacía, se me helaba en los labios mismos. 

Más que probablemente el castigo de mi querida Mina fue excesivo, al menos en el significado, en el hecho. El acerbo de las palabras malsonantes es una riqueza (y vieja) del idioma, que se debe conocer. Un ejemplo antiguo: «Perdularia», prostituta de baja clase. «Percanta», mujer de agitada vida amatorio-sexual, puta. «Regatona», prostituta callejera que regatea su precio. El habla de germanía, muy rica en español, debe conocerse y, desde luego, en alguna ocasión especial -bronca- puede y debe usarse. Está, además, en la mejor literatura, desde el Libro de Buen Amor o La Celestina. El asunto no radica, pues, en decir «gilipollas» o «lameculos» o «la hostia puta», cuando ese registro se imponga, incluso por evitar violencias peores. El tema no es usar palabrotas, que es normal en ocasiones, ni mucho menos comprenderlas, lo que hoy puede y con razón preocupar -de nuevo por la muy evidente falta de educación y de respeto- es el hablar normal y consuetudinariamente, con palabrotas. El uso normal y continuo de «hostia puta», «por mis cojones», o «me la chupa» (entre muchísimas más) indica falta de educación, de estilo y de consideración al otro. Pero, ¿no es esto lo que vivimos? ¿Vulgaridad, chabacanería, ignorancia? Pues entonces, «que te jodan, pibe». O mejor aún: «La gran puta, que te den por retanbufa». Lengua rica, pueblo de vulgaridad extrema.

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