Llevo esperando desde el siglo pasado a escribir este artículo
El acuerdo entre la Unión Europea y Mercosur es un símbolo contra quienes dan por abatida la globalización
Llevo casi un cuarto de siglo esperando para escribir este artículo. Leopoldo Calvo-Sotelo, cuando tomó posesión del Ministerio para las Relaciones con las Comunidades Europeas, dejó dicho que «Europa es una larga paciencia». Pacienzudamente he esperado a comentar el acuerdo entre la Unión Europea y Mercosur casi 25 años, y aún no puedo estar seguro de que a lo largo del año que empieza podamos verlo rubricado por todas las partes concernidas. No hay satisfacciones con efecto retroactivo tan prolongado.
Ha sido audaz Ursula von der Leyen al plantarse en Montevideo y arrancar a los presidentes de los países de Mercosur su conformidad con la, espero que última, revisión del acuerdo de asociación del Mercado Común suramericano con la Unión Europea firmado inicialmente en 2019.
Desde que en 1970 con motivo del Acuerdo Preferencial España-CEE, comencé a estudiar, a conocer y a amar el proyecto de la Europa Unida, he asistido a grandes celebraciones por el progreso de la Unión y a no pocas decepciones (la mayor, sin duda, el Brexit). Desde aquella fecha remota ha cambiado el mundo alrededor y, sin embargo, la progresión de la unidad europea ha seguido una marcha que no es la turbulenta de un alud, sino la despaciosa de un glaciar ártico. «Eppur si muove».
Si Von der Leyen consigue la ratificación de los Estados miembros de la Unión habrá justificado toda su presidencia de la Comisión, porque, seamos realistas, no lo tiene nada fácil. En sus contradicciones íntimas, la UE es aperturista hacia adentro y ha conseguido un mercado, no perfecto, pero bastante razonable entre sus socios, pero esa misma convicción hacia adentro se ha convertido en una coraza hacia afuera. Estoy convencido de que esta manera de ser es en buena parte la culpable de la pérdida de influencia y de capacidad de persuasión frente a los poderosos Estados Unidos y China. Muchos de nuestros socios naturales se ponen bajo la protección de los momentáneos ganadores de esta crisis porque Europa se ha vuelto malpensada y cicatera.
Las dudas sobre la ratificación señalan directamente a Francia, un gran país menguante, atenazado por su propia impotencia. El paradigma de la Francia fortificada es el viejo líder agrario José Bové, que soliviantaba a los campesinos franceses contra el ingreso de España en la CEE, hay que decirlo, con mucho éxito. Creó escuela.
Aquí, Pedro Barato, que se ha hecho mayor presidiendo a Jóvenes Agricultores, ya ha pronunciado su veredicto. El acuerdo «se ha gestado muy deprisa y sin contar con los intereses de los productores». Y como un eco amplificado, el secretario general de COAG, Miguel Padilla, califica el acuerdo de indignante y rubrica que «volvemos a ser los grandes perjudicados». Considerar que se ha hecho muy deprisa algo que se viene negociando desde 1999, parece un poco exagerado. Adelantar que los grandes perjudicados serán los ultraprotegidos de la PAC carece del menor rigor.
Atendiendo a los lobbies agrarios, es muy probable que Polonia y acaso Italia hagan piña con Francia en la oposición al acuerdo. ¿Alguien más? Acaso las calamidades políticas de Macron sean un aliado de los países más partidarios del acuerdo, Alemania y, orgullosamente, España, que tendrán que pastorear a los socios europeos menos beligerantes o más prácticos.
Los cinco años transcurridos desde que se firmó el acuerdo en 2019 han aumentado las garantías para los europeos, tanto en cuestiones estrictamente mercantiles como en materias más de principios, como las relacionadas con el medio ambiente. En palabras de la presidenta de la Comisión, «el acuerdo alcanzado ofrece las mayores protecciones jamás incorporadas a un pacto comercial».
O sea, que no solo se trata de un desarme arancelario al uso, por importante que sea el ahorro que supone a los exportadores europeos (unos 4.000 millones de euros), sino las garantías a las denominaciones de origen y marcas agrícolas que se van a salvaguardar, la vigencia del sistema de patentes y la transparencia y trazabilidad de los productos que lleguen a Europa.
Hay mucho más que suelo en el acuerdo. Hay mucho futuro en el subsuelo. Minerales que ayudarán a Europa y a los países de esa cintura cósmica del sur a avanzar con independencia en el ineluctable mundo de las tecnologías, de las energías limpias, de la terciarización de las respectivas sociedades. Es un acuerdo en el que todos podemos ganar, y eso ya no se encuentra por el mundo sin tener que humillarse.
Para España, lo siento por el señor Barato y el señor Padilla, el acuerdo Unión Europea-Mercosur es casi un imperativo moral y, desde luego, una gran ventaja de interlocución que en estos tiempos tiene un alto valor estratégico. Lo mismo para Portugal. Los dos países ibéricos deben emplearse a fondo en que, por fin, en 2025 se pueda ratificar.