Trujillo in memoriam, Julio en el recuerdo
Una semblanza y un homenaje al poeta mexicano Julio Trujillo, recién fallecido en Inglaterra

El poeta mexicano Julio Trujillo. | Ayto. de Getafe
La muerte de Julio Trujillo ha cimbrado la escena literaria mexicana por algo parecido a un terremoto. Aún sigue temblando. Más allá de las tristísimas circunstancias de su muerte, primero con el aviso de la policía de Cornualles, en el sur de Inglaterra, de su desaparición, el viernes 10 de enero, en la playa de Mousehole, y luego con el reporte del hallazgo de su cuerpo, el jueves 16, en Sennen, a varios kilómetros de distancia, la razón es que la cultura de México cobró conciencia de manera súbita e inapelable de que se había ido uno de sus grandes poetas. Todo el mundo tenía en la memoria unos versos, algún poema que lo había marcado. Y ninguno citaba, en redes y en la prensa, la misma obra. Su fallecimiento, además, ha puesto de relieve el fin de una suerte de ciclo virtuoso, de viento de cola, de la poesía mexicana. Efectivamente, Julio Trujillo fue uno de los grandes poetas mexicanos, al que estaba punto de llegarle el tiempo de la cosecha que anunciaba el premio Margarita Hierro por el libro Detrás de la ciudad y antes del cielo. Para entender estas afirmaciones hay que hacer algunas consideraciones.
El poeta
El poeta es un artista muy especial. Descubre el milagro de la existencia, el misterio que existe detrás de las cosas, pero ese descubrimiento –el fallo en la Matrix, pues– está atado a un lenguaje (y por lo tanto a una retórica y una tradición) y a una biografía (y por lo tanto a una vida concreta y sus circunstancias). Por eso no existen poetas verdaderos que no sean muy inteligentes. No se trata tan sólo de tener una sensibilidad, sino de saber convertirla en palabras precisas y propias (y, por lo tanto, conscientes de ese proceso alquímico).
Todo poeta es, por definición, un crítico del lenguaje. No hablo desde luego de los malos poetas, muchos de ellos tontísimos, que se quedan tan solo en los charcos de la tradición repitiendo lugares comunes con palabras desimantadas. Julio Trujillo, desde su primer libro, Una sangre, entró de lleno en el torrente vivo de la poesía. En este libro, que anuncia ya toda su obra, hay una voz madura, que nace entera y redonda. Quien no me crea que lea la primera estrofa de su primer poema, «Mar adentro», calle y pida perdón: «Ciego,/ el mar labra en la piedra/ un grito airado./ La aplasta con el yunque/ de su aliento,/ mengua sus bordes/ altivos,/ la abraza embrutecido/ y la somete.»
La poesía de Trujillo es una poesía solar, de verbos y no de adjetivos, donde «pasan cosas», en prosodia de oda clásica, que comparte con entusiasmo, deslumbramientos cotidianos. Por ejemplo, un limón: «¡Alforja de agua y vidrio,/ mansión/ del jeroglífico». No le basta con eso, sino que lo hace desde la conciencia de que lo está haciendo, signo de la poesía moderna, y entonces el lenguaje y sus recursos (vericuetos) entran en el poema y lo transforman en un experimento verbal. Por eso el oboe «solicita» una «ele deslizada/ que vaya así languideciendo/ hasta el silencio». Y ambas cosas, el deslumbramiento y su crítica, conviven armónicamente en el poema. La pintura y el tratado de la perspectiva, por decirlo de algún modo.
Pero la poesía de Trujillo no es sólo este «bazar de asombros», sino que establece un diálogo tirante con la incomodidad del poeta con la vida, con el paso del tiempo, con la lucidez de que todo es, en el fondo, absurdo, y que a los afanes humanos los va devorar el tiempo sin piedad. La tolvanera. Y aquí es donde la poesía solar de Trujillo se oscurece, adquiere densidad, infunde miedo y desconcierto. Porque también desde su primer libro y de manera ascendente, hasta el terrible Jueves (expiación del alcoholismo que lo destruía y último libro publicado en vida) va asomándose al abismo, no en vano la palabra más repetida de su obra.
Su incomodidad empieza con los asuntos prácticos, las minucias domésticas, las convenciones sociales, y termina con la angustia por la pérdida de la fe, el paso del tiempo, las exigencias del matrimonio y de la paternidad, la existencia misma. El problema para la persona concreta es que esas incomodidades, ese mirar a través de la grieta, no estaba solo en su poesía, a la manera de un filósofo escéptico, sino que era el reflejo de su propia vida, haciendo de él una persona, solar y luminosa, con un influjo al que era imposible resistirse, y una persona abismal y al acecho, a cuyo hechizo melancólico era peligroso someterse. Bipolar es el título de su cuarto libro. Sol y Saturno.
La poesía de Trujillo bebía de dos tradiciones. La poesía inglesa y la poesía española. Un año del bachillerato lo pasó en Estados Unidos, vivió cerca de un año en California trabajando de jornalero y había estudiado en las mejores escuelas bilingües de México. Su inglés, sin acento, era perfecto. Pero también había leído a fondo los clásicos del Siglo de Oro, egresado de Letras Hispánicas de la venerable Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Por eso en su poesía hay ecos de Blanca Varela y Eugenio Montejo, de José Gorostiza y José Watanabe, de Gonzalo Rojas y Octavio Paz, de Álvaro Mutis e Ida Vitale, pero también de Dylan Thomas, Ted Hughes, T.S. Eliot, Elizabeth Bishop, Williams Carlos Williams, Emerson y Yeats. De ahí su perfección formal, pero también su originalidad.
La poesía en la Ciudad de México, a diferencia de otras grandes capitales de Hispanoamérica, fue un asunto de vida o muerte. Pese a su condición inevitable de periférica, la poesía flotaba en el centro de la cultura y atraía hacia sí, como una fuerza de gravitación, todas las demás artes. El momento culminante fue cuando los poetas de la generación de Contemporáneos (Cuesta, Owen, Torres Bodet, Novo, Villaurrutia, Gorostiza otra vez), desterrados por el nacionalismo criminal de la Revolución mexicana, regresan en la sombra, conquistan las instituciones posrevolucionarias y las convierten en refugio y motor de la escena poética durante casi un siglo. A ese río se suma el exilio republicano, desdoblado en generaciones. De León Felipe a Tomás Segovia. Incluso el volátil Cernuda forma parte de él. Ese fue el empeño vital de Octavio Paz: poner a la poesía en el centro. Incluso los «rebeldes» lo eran desde la poesía. Lo cuenta Roberto Bolaño en Los detectives salvajes, cuya fuerza narrativa emanaba de haber sido poeta marginal en la Ciudad de México.
Talleres, encuentros, ciclos, recitales, revistas, becas, editoriales, con total libertad y la mayor pluralidad. De ahí la sensación de fin de ciclo. La muerte de Trujillo coincide con una especial virulencia ideológica, traída de la mano del presidente López Obrador, y con que la UNAM, otrora faro poético, haya entrado de bruces en la desorientación de las políticas identitarias y su rayo justiciero y anacrónico. Ahora todo estalla hecho añicos, panfleto o artesanía. Sólo resta mirar cómo se levanta, casi ya con fuerza propia, el Leviatán (no el de Job sino el de Hobbes) sobre el altiplano mexicano. Y destruye vidas y haciendas, como los caudillos decimonónicos, primero de los así declarados enemigos; luego de los amigos y cómplices, espiral ciega y funesta. Mientras la poesía verdadera regresa a las catacumbas.
El amigo
Conocí a Julio con 20 años en una fiesta de la facultad. Aunque somos del mismo año, él iba un curso abajo por su estancia californiana. Nos hicimos amigos de inmediato y supimos ser fieles a esa amistad casi cuatro décadas. Nos unía la exaltación de la poesía, la devoción por el béisbol (una secta más peligrosa pero menos aburrida que la de los proustianos) y la vocación de abismo, en mi caso atenuada por el furor analítico. Nuestras mentes eran complementarias y opuestas. La de Julio veía la excepción sublime; la mía, el patrón oculto. El poeta y el ajedrecista. En todos los trabajos que compartimos, a los que yo lo invité en realidad, yo era el «jefe», tenía claro el fin y el método para conseguirlo. Pero Julio aportaba la orfebrería, la perfección formal y el talento creativo. Juntos formamos durante veinte años parte del ciclo de la vida del Serengueti cultural mexicano.
En Letras Libres se trataba de ser fieles al legado de Vuelta de Octavio Paz (vaya reto para dos jóvenes que se agarraban con las uñas a sus veinte años), de la mano de Enrique Krauze y encarnado, entre otros, por Gabriel Zaid, Guillermo Sheridan, Aurelio Asiain y Christopher Domínguez, pero abriéndolo al gozo estético dentro de la página impresa y a las nuevas generaciones. Y luego exportar la fórmula a Madrid sin pedir permiso, amparados tan sólo en el puente idiomático. En mi caso, con la ventaja del legado del exilio sobre las espaldas. En el Conaculta, hoy desaparecido, el reto era transformar una caótica editorial estatal y una destartalada oficina de fomento en un aliado real de la industria editorial mexicana, en un promotor real de la lectura y en una instancia real de promoción de los autores mexicanos en el extranjero. En Penguin Random House el objetivo era mantener el resplandor de la literatura sin alterar la cuenta de resultados de la empresa y, si acaso, mejorarla. El fuego de Guillermo Arriaga o Enrique Serna ardiendo en el aceite de Luisito Comunica o Chupaelperro. Los tres fueron fracasos gloriosos en los que nos consumimos heroicamente sin dejar de reír un solo día. Pasamos de ser los jóvenes leones analógicos en ascenso a dos mamuts desnortados ante la nueva sensibilidad. Corrijo: ante la nueva inquisición, ahora digital. Julio se refugió en Cornualles y yo en Aranjuez.
Viajamos juntos a Ginebra y Fráncfort, a Londres y Barcelona, a Nueva York y Guatemala, a Buenos Aires y Montevideo, a Oaxaca y Mérida. Ante las esclusas de Gatún del Canal de Panamá, dijo la inmortal frase: «no sabía que las orugas gigantes eran de concreto». En el Yankee Stadium comprobamos una vez más que nuestro acercamiento a la realidad era distinto: a mí me emocionaba la posibilidad de ver sumar hits a Derek Jeter en su carrera imposible contra el récord de Pete Rose, tenía un archivo de la mente dedicado exclusivamente a las estadísticas de ese deporte; a él, el lance certero del shortstop, con el dos en el uniforme, en ese juego concreto del lunes 3 de junio de 2013. La trama contra el instante.
Asistimos veinte años en fila a la Feria del Libro de Guadalajara, ese hechizo colectivo, que lleva a algunos cursis insufribles, con sobrepeso de adjetivos, a confundir el lobby del Hilton con tener algo que decir en la literatura. Vivimos juntos muchos cierres de edición hasta la madrugada: le habíamos declarado la guerra a las erratas. También esa batalla la perdimos. Le regalamos muchas horas, citas, lecturas e ideas a la obra de los otros. A nadie le importa. Todo será devorado por Cronos. Tratamos con presidentes y premios Nobel, con bedeles y maîtres, con artistas de verdad y con figurantes. Podría escribir, por lo tanto, una enciclopedia de anécdotas, un catálogo razonado de payasadas. A veces gloriosas, a veces sórdidas.
El mundo giraba, pero nosotros comíamos los viernes en La Guadalupana, la cantina del centro de Coyoacán que después fue desplazada, infieles sin complejos, por La Coyoacana, con su jardín encantado de cactus, hules y pirulís. Los comensales variaban, los fijos éramos Julio y yo. Un Herradura en bandera, una Bohemia michelada y ya podía tardar el caldo de habas o las albóndigas en chipotle, que todo estaba bien. El problema es que no lo estaba. La tarde se abría infinita y podíamos acabar recitando Muerte sin fin en la casa de alguno de nosotros o en un antro de malas pulgas jugándonos la vida, también sin fin.
Una anécdota luminosa y otra oscura. Y una plegaria.
El 31 de marzo de 2014 amanecimos con la noticia de la muerte de Helena Paz, hija única de Octavio Paz. Era esperable. Estaba enferma y mayor, con problema serios de salud física y mental. El problema es que ese día era el momento culminante del centenario de Paz, la fecha exacta de su nacimiento, un siglo atrás. Era el día del recital de poesía en Bellas Artes que abriría Derek Walcott y en el que participarían nueve poetas mayores del mundo. Paz, muerto hacía 14 años, también «participaría», recitando en las pantallas gigantes sus poemas gracias al genial montaje teatral de Antonio Castro. Yo era el responsable del centenario y todo iba sobre ruedas, con exposiciones, debates, publicaciones. Hasta un timbre postal cancelamos y un billete de lotería emitimos. La prensa daba en primera plana cumplida cuenta de las actividades de más de cincuenta artistas, pensadores y poetas, incluidos cuatro premios Nobel y dos ex presidentes. Pero, la muerte de Helena puso nerviosas a las instancias superiores. Se había desatado el rumor de que se había suicidado para arruinar el centenario de su padre, a quien habría aprendido a odiar de la mano de su madre, Elena Garro. En la reunión de emergencia que convoqué, las ideas extravagantes y absurdas se sucedían. En esas, Julio alzó su larga mano y dio con la solución. Dijo, literalmente: «Calmantes montes, chamaquitos. Lo único que hay que hacer es abrir el recital con el poema de Paz a su hija, ‘Niña’. Yo puedo hacerlo porque me lo sé de memoria. ‘Nombras el árbol, niña. Y el árbol crece, lento y pleno, anegando los aires, verde deslumbramiento, hasta volvernos verde la mirada. Nombras el cielo, niña…’.» Ese era Julio.
En los noventa todavía era normal terminar una noche de juerga en un burdel, con show de vedettes incluido. Como crecimos bajo la tutela de la generación de los sesenta y el amor libre, teníamos el juramento a Eros de nunca pagar por amor o sexo. Así que ese local era simplemente un escenario más de la conversación y el delirio. Cuando nos quisimos dar cuenta –brumas, humo, luces de neón chimuelas, terciopelo rojo percutido– Julio había desaparecido. ¿Iba a traicionar nuestro juramento? De pronto, en el escenario se anuncia a Gladys. Pero lo hacía una voz vagamente familiar. Un rayo verde me ilumina. Volteo y veo a Julio en la cabina de audio. Había convencido al gerente de que le dejara anunciar a las profesionales. Ese también era Julio.
Desde que recibí noticia de su desaparición en la playa de Mousehole, supe que se había ido por propia voluntad. Lo dejó por escrito en twitter y a lo largo y ancho de su obra, para quien quisiera leerlo. Pero tenía, al mismo tiempo, la secreta esperanza de que hubiera vuelto a beber, tras años sobrio, y que su condena, el alcohol, fuera ahora su salvación. Quizá podría aparecer dos días después en los bajos de un pub inglés. La confirmación de su muerte ha sido muy dolorosa, pero también una liberación: solo la certeza permite el luto. No podemos juzgar sus razones. Hay un dolor que no podemos imaginar ni comprender, solo respetar. El círculo de ceniza que deja a su alrededor tendremos que aprender a sembrarlo con las semillas de sus libros y su recuerdo. Cierro los ojos y lo veo. Su carcajada disipa las dioptrías de su miopía. Un haz de luz lo rodea. Pinche Negro, qué falta nos haces.