«No le silbéis [a Djokovic], por favor»
«El palmarés de Djokovic no le garantizaba el cariño del respetable. Dejó heridas sin cerrar cuando la pandemia»
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El tenista serbio Novak Djokovic. | Lui Siu Wai / Xinhua News / ContactoPhoto
El espectador paga la entrada y exige. En el teatro, si la obra es un pestiño, exterioriza su desencanto con el lanzamiento de hortalizas. En el cine, patalea o abandona la sala a mitad del bodrio. En el circo se aguanta porque el espectáculo es infantil… y por si acaso el domador suelta los leones. En los toros, siembra el ruedo de almohadillas. Y en el deporte, según. El público del rugby
es más proclive al tercer tiempo –la cerveza y el apretón de manos– que al linchamiento. En ciclismo las protestas no son por el desarrollo de la etapa ni por el comportamiento de los ciclistas, sino por reivindicaciones externas: sembrar la calzada de clavos, tornillos y tachuelas porque una empresa de la zona echa el cierre o porque determinadas obras públicas levantan sospechas. En el Tour, agricultores o ganaderos cortan la carretera para imponer su cadena alimentaria frente a los productos extranjeros. Las medidas de Trump, tan aficionado a los aranceles, son más sibilinas. En baloncesto, el respetable lo suele ser, aunque a veces se encuentra con la horma del zapato: en 1983, en un partido entre el Real Madrid y el Maccabi en la Ciudad Deportiva, Earl Williams, fuera de sí, saltó a la grada a por un espectador que le había tirado una moneda. Y así desembocamos en el fútbol, ¡ay, el fútbol!
Año 1995, 25 de enero, 30 años ya. El Crystal Palace recibe en Selhurst Park al Manchester United. Poco después del descanso, en el minuto 48, Éric Cantona entra violentamente a Richard Shaw y el árbitro le expulsa. Camino del vestuario, pegado a la valla, escucha los insultos de un forofón: «Vete a Francia, hijo de puta francés». La reacción del jugador fue explosiva y la patada voladora que propinó al «aficionado» en el pecho, ideal para una película de artes marciales, todavía es viral. La Premier sancionó nueve meses a Cantona, le impuso una multa de 24.000 libras y 120 horas de trabajo comunitario. ¿Arrepentimiento? Ni pizca. Preguntado en Football Focus por el momento cumbre de su carrera, respondió: «Cuando le di la patada de kung-fu al hooligan. Creo que es un sueño para algunos dar una patada a ese tipo de gente. Así que lo hice para ellos, para que estuvieran felices. He visto muchos jugadores marcando goles y saben cuál es la sensación. Pero saltar y patear a un fascista no es algo que se saboree todos los días. Debería haberlo pateado más fuerte. No puedo arrepentirme. Me sentí genial. Aprendí de ello y creo que él también». El pateado, Matthew Simons, militante del grupo fascista National Front, tiempo después agredió al entrenador de
su hijo y fue condenado.
Cantona cruzó con éxito del fútbol al cine y nunca renunció a su espíritu reivindicativo. Cuando la FIFA decidió conceder a Qatar el Mundial de 2022, tampoco se calló: «No me interesa esta Copa del Mundo. Qatar no es fútbol, es dinero. Han muerto miles de personas construyendo sus estadios. Es horrible celebrar este acontecimiento en un país así». Xavi Hernández, en las antípodas del francés, tenía una opinión mucho más laxa del lugar: «Qatar no es una democracia; pero funciona mejor que España». Se quedó a gustito, como Ortega Cano. La singularidad del fútbol recoge todo tipo de credos y de especímenes, con la opinión del público como verificador intrascendente. Ni siquiera en este asunto predomina el consenso. Para Julian Green «la opinión pública es la acción de los idiotas» –en ese catálogo entran racistas, xenófobos, homófobos y hooligans de cualquier pelaje–. En cambio, para Napoléon «la opinión pública es un poder al que nada se resiste».
«Caso Vinícius». Es uno de los mejores jugadores del momento y también el más detestado en España lejos del Bernabéu. La espectacularidad de su fútbol contrasta con sus modales, y esto no se lo perdonan. De ahí que de cuando en cuando le relacionen con el traspaso más caro de la historia. Dicen que Arabia Saudí empezaría por hacer una oferta de 300 millones al Madrid, que se remitirá a la cláusula: mil millones. A Cristiano Ronaldo le va bien por aquellos pagos, sigue marcando goles y continúa siendo puntal de la selección portuguesa. Vini está atento y sus agentes se frotan las manos por el pellizco que les correspondería.
En fútbol, más allá de que Vinícius sea objeto de chanzas inadmisibles, de que a Iniesta le silbaran en San Mamés, ¡La Catedral!, y a Hierro siempre en Riazor, la inmediatez prevalece sobre la actualidad. A Flick le dolió el empate en Getafe, «nunca había vivido algo así», se quejó, y Laporta directamente acusó al árbitro: «Fue una vergüenza». Bordalás, que no se achanta, respondió: «Hay que ser señor cuando se gana y cuando se empata. El que no respeta no merece respeto». De Danny Makkelie, el colegiado neerlandés que dirigió el Benfica- Barcelona, sólo habló Bruno Lage, técnico local: «No tuvo el mismo criterio con los dos equipos». La prensa portuguesa acusa: «Atraco».
La pasión del fútbol no es la del tenis. Ni el lenguaje. El primer Grand Slam de la temporada, el Abierto de Australia, es diferente a los otros tres. El público no es el de Wimbledon, tan estirado y esclavo de las normas; ni el de Roland Garros, chovinista hasta que descubrió a Rafa Nadal; ni siquiera el de Estados Unidos, heterogéneo sin cruzar la línea de la impostura, donde Agassi y McEnroe hicieron escuela. En Melbourne, Carlos Alcaraz aflojó, posiblemente, cuando en el segundo set Djokovic hacía cositas raras, como tantas y tantas veces, se quejaba y requirió atención médica. Después de la «visita», sorprendió al tenista español con una séptima vida, protagonizó una exhibición y le derrotó. La opinión general: «Carlitos cayó en la trampa del balcánico, tantas veces repetida». Hasta ese partido, Nole tenía menos simpatizantes en el «sexto continente» que Vinícius en Mestalla. Su palmarés, 24 Grand Slam, diez australianos, no le garantizaba el cariño del «respetable». Dejó heridas sin cerrar cuando la pandemia y arrastra todo aquello, como su negativa a vacunarse. En la pista se enfrenta al público cuando considera injusto que apoye a su rival y a él lo ignore, y en la semifinal lo despidieron como no se merecía. Entregó la victoria a Zverev con el 7-6 del primer set y abandonó. El abucheo fue mayúsculo, inapropiado y sonrojante. Tan desagradable que Sasha pidió respeto: «No le silbéis, por favor. No silbéis a un jugador cuando se retira por una lesión. Sé que habéis pagado la entrada, pero es que Djokovic ha dado todo por el tenis durante 25 años. Ganó este título con una rotura en el muslo y en el abdominal. Mostrar un poco de amor hacia él». Ovación cerrada para el alemán y sin noticias de clemencia para el serbio. Como dejó escrito Larra, «el público en masa y reunido siente de una manera muy distinta que cada uno de sus individuos en particular». Ni a Djokovic ni a Vini les servirá de consuelo, pero es la realidad.