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El creciente valor del silencio

«Todo ruido que invade el entorno o la intimidad de otro (salvo circunstancias excepcionales) es molesto y agrede»

El creciente valor del silencio

Imagen de una sala de una discoteca de Madrid. | Archivo

¿Quién no ha oído, con cierto estupor, pasar a su lado un coche, con las ventanillas bajadas o no, pero la música puesta a todo volumen, con un reiterativo tam-tam de discoteca? A mí me parece feo y vulgar, pero dejando eso de lado, ¿ese tambor resonante se pone como diversión o como deseo de aturdimiento, es decir, de huida? El ruido casi siempre tapa algo -la soledad también- y a menudo, en esos casos musicales extremos, pretende abolir el pensamiento de quien oye o baila, para dejarlo en un éxtasis primitivo, donde se pierde o casi se pierde el conocimiento, la percepción exterior. Se busca un nirvana atronador, y una total desconexión con el mundo habitual o rutinario. Si los de alrededor no están en parejas circunstancias ese ruido, con los resquicios de música que conlleve, puede ser literalmente insoportable. Mucha gente joven busca y paga los éxtasis huidizos del ruido feroz, entrar en trance, ayudándose además con alcohol u otras sustancias. Es en general, el mundo de la discoteca de fin de semana, que se entiende como una liberación y que no tiene ningún problema, de cara a los demás, si la discoteca está convenientemente insonorizada. 

Todo ruido que invade el entorno o la intimidad de otro (salvo circunstancias excepcionales) es molesto y agrede. Pero llevamos muchos años, más de medio siglo, prestigiando el ruido frente al silencio, a menudo sinónimo de tranquilidad. El ruido es moderno, a partir del rock, por ejemplo -y hay rock magnífico- mientras que el silencio resultaba antiguo, viejo, como si se relacionara con monasterios de clausura o recogimiento en ejercicios espirituales. Claro que hay un silencio religioso, pero nos vamos dando cuenta -afortunadamente a mi ver- que hay un silencio laico, ideal para el descanso, para combatir el estrés, también para huir de lo cotidiano vulgar, pero por otra senda, o sencillamente para saber estar a gusto con uno mismo. Hace un par de veranos, al llegar a un buen hotel al norte de Fuerteventura, frente a la isla de Lobos, donde buscaba con mi pareja unas tranquilas vacaciones estivales, vi a la entrada del referido hotel, muy discreta, una plaquita: + 16. Al inicio no me di cuenta, pero me percaté muy pronto, ese hotel era para huéspedes mayores de 16 años. ¿Por qué? Para evitar el ruido que generan niños pequeños o púberes, yo agregaría maleducados, si los maleducados (que suele ocurrir) no son los papás. Ejemplo: estoy leyendo u oyendo música con los audífonos a la sombra de un árbol, y de súbito me golpea un balón o un tropel de niños y niñas ruidosos. Claro, están jugando. Pero eso no tiene porqué afectarme. O tienen espacios especiales y apartados para sus juegos -esos juegos que pueden molestar- o algo no es como debe. Ese es el significado de +16 en un hotel ideal. Pero mis lectores ya habrán colegido -y es lo peor del caso- que el silencio, casi un artículo de lujo, es caro. Las mesas de grupos numerosos, el ruido ambiente casi sin paliativos, se ha hecho corriente (peor los fines de semana) en restaurantes incluso no baratos. Sabemos que en España se chilla y se habla en muy alto tono de voz, feo defecto, pero grupos numerosos aumentan motores y decibelios. ¿No se pueden reunir entonces diecisiete amigos, digamos, en mesas unidas? Pueden y deben si les apetece, más faltaría, el problema es dónde hacerlo, para no molestar al resto de los clientes del restaurante. Antes, los restaurantes tenían «reservados» donde se reunían a sus anchas los grupos de más de seis o siete personas, e incluso había restaurantes especializados en «bodas, bautizos y reuniones». Está muy bien, pues ellos se divierten y disfrutan así y no molestan a nadie.

El placer de una buena comida o cena (cuatro comensales, digamos) está en la comida y la bebida, obvio, pero también en un ambiente acogedor, grato, silencioso o con una suave música ambiental. Eso -y la calidad de la vianda- era el secreto básico de los restaurantes de lujo, adonde no se llevaban niños, sin necesidad de advertirlo, por las razones ya dichas. Para encontrar ese ambiente íntimo, grato, silencioso sin silencio, hay que ir a ciertos restaurantes (más bien caros) donde un ruido estridente, incluso una copa que accidentalmente se le rompe a un camarero, suena como una detonación. Un lugar tranquilo, donde se discute o comenta en voz baja y donde si un niño llora, la mamá no duda en llevarlo fuera un momento mientras se calma. Escena que he visto, pero que para nada es habitual. Detectó -en medio de la algarabía que es el mundo actual, en todo- una creciente valoración del silencio. En las vacaciones es muy evidente y empieza a serlo en restaurantes y lugares de ocio. Las discotecas son otra cosa. Pero -ay- el silencio es alto standing. El silencio es caro. Eso dicen pestes de nuestra sociedad actual. El silencio no debe de ser un artículo de lujo. Necesitamos un silencio popular (sitios de ruido ya hay, para quien guste) incluso en nuestra tan vocinglera España.

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