Fallece el pintor cubano Waldo Balart, maestro del arte geométrico y cuñado de Fidel Castro
Con su marcha se pierde un trozo de la historia de Cuba y del barrio de Lavapiés, donde residía desde los años 70

El pintor cubano Waldo Balart, cuñado de Fidel Castro y maestro del arte geométrico. | Waldo Balart (RRSS)
Él se presentaba sencillamente como Waldo. Pero cuando me presentaron a Waldo Balart me dijeron, —quedamente, al oído, con admiración—: «Este es el cuñado de Fidel Castro y fue amigo íntimo de Andy Warhol».
Aquel día alguien me contó la típica historia que le iban repitiendo sus amigos a las personas que se encontraban con Waldo por primera vez, pero que él jamás contaba de sí mismo: Waldo, el cuñado de Fidel. Waldo, el amigo de Warhol.
En realidad, Waldo Balart era mucho más que eso, pero es cierto que su historia era tan interesante que acababa casi imponiéndose por encima del impresionante artista que era. Waldo era un pintor geométrico, creador de unos cuadros que hablaban por sí solos, pero también era el portador de una parte de la historia de Cuba.
Waldo conoció a Fidel Castro en la residencia universitaria. Waldo estudiaba entonces Económicas. Y Fidel, Derecho. Se hicieron amigos inmediatamente. Compartieron dormitorio. Waldo contaba que en aquel momento Fidel no era, en absoluto, el líder revolucionario en el que se acabaría por convertir. Que era un estudiante más bien conservador, que iba siempre con la camisa impecablemente planchada.
Waldo le presentó a Fidel a su hermana Mirta, que no solo era una de las mujeres más bellas de toda La Habana (basta con ver las fotos), sino probablemente de Cuba. Y que, además, venía con un añadido a su belleza y a su inteligencia: su apellido.
Mirta Díaz-Balart era hija de Rafael José Díaz-Balart, alcalde de Banes, y hermana de Rafael Díaz-Balart, subsecretario de Gobernación durante el régimen de Fulgencio Batista. Y Fidel Castro ya era entonces lo que seguiría siendo toda su vida: un trepa. Mirta y Fidel se casaron. Por la iglesia, por supuesto. Ella de blanco, con velo y traje largos. Él, con el cabello cabalmente cortado, el rostro rasurado y de esmoquin.
Por entonces, Waldo se llevaba muy bien tanto con Fidel como con Raúl. A sus padres no les hizo ninguna gracia la boda. A Waldo sí. Pero las infidelidades de Fidel eran sonadas. No solo es que fueran la comidilla de toda la isla, sino que además, estando casado con Mirta, había tenido —que se supiera— otra hija, Alina. Y, que se rumoreara, otros cuantos hijos más.
Así que hubo un momento en el que Mirta se puso el mundo por montera e hizo algo que nadie en aquel momento esperaba que hiciera una buena chica de la alta sociedad cubana: le dejó. Y le dejó por otro hombre, para colmo.
Fidel no se lo perdonaría en la vida. Él decía que era un revolucionario, pero no lo era en la vida privada: pensaba que él podía tener a las amantes que quisiera, pero que su santa tenía que quedarse con la pata quebrada y en casa. Y se pasaría la existencia obsesionado con Mirta. No en el buen sentido.
Cuando ya Fidel había dado su golpe de Estado, Waldo estaba una tarde en su estudio, pensando en qué iba a hacer con su vida. Mirta ya se había ido. Había dejado la isla para seguir a su marido a Madrid. Ella sabía muy bien lo que Fidel era capaz de hacer. Waldo estaba considerando si seguirla, pero no las tenía todas consigo, porque, al fin y al cabo, amaba su país. Entonces Raúl se presentó en su casa.
Le dijo que Fidel iba a ir a por él, porque Fidel sabía que una manera exquisitamente cruel y retorcida de vengarse de Mirta era haciéndole daño a su hermano querido. Raúl le dio a Waldo un último consejo: que saliera inmediatamente de aquella casa y fuera a refugiarse en la de un amigo. Y que, en cuanto pudiera, saliera de la isla.
Waldo ni siquiera hizo una maleta. Conocía bien a Fidel y a su carácter. Cogió dinero, se presentó en el aeropuerto y pidió un billete para el primer avión que saliera de Cuba. Que resultó ser —casualidad de casualidades— el último avión que abandonaría el espacio aéreo cubano antes de que Fidel lo cerrara. Si Waldo hubiera dudado y se hubiera quedado un poco más en la isla, probablemente habría acabado encarcelado. O asesinado.
Aterrizó en Nueva York, donde conoció a muchísimas mujeres y a muchos hombres. Recuerdo que hace un mes Waldo me fue enseñando algunas fotografías de romances que había tenido. Las mujeres eran espectaculares y los hombres, no digamos (en aquella época en Nueva York todo el mundo fluía). Pero lo cierto es que Waldo tampoco se quedaba atrás.
Cuando le conocí, tenía él 74 años y aún era muy guapo. Incluso el último día que le vi, la noche anterior a su fallecimiento, seguía siendo un hombre guapo y elegante, con sus sienes plateadas y sus ojos azul monástico. Sus amigos me hablaban siempre con admiración de que cuando Waldo había estado en Nueva York había expuesto en el MoMA y había colaborado con la Factory de Andy Warhol.
Él, más bien, me hablaba de bares maravillosos, de noches de diversión, de amistades y galanteos, y siempre me decía y repetía que Andy (él lo llamaba Andy) era un señor complejo y más bien aburrido, aunque hablaba de él con mucho cariño. En Nueva York, Waldo optó por dejar la economía, que nunca le interesó lo más mínimo, y dedicarse en exclusiva a pintar. De Nueva York pasó a vivir a Europa. Se estableció en Bruselas, pero iba viajando de arriba abajo, de un confín a otro, por toda la Mitteleuropa. Vivía de vender sus cuadros.
Expuso en París, en Berlín, en Oslo, prácticamente en todas las capitales europeas. Y finalmente recaló en Madrid en los años 70, donde conocería al grupo de amigos del que ya no se separaría nunca. El pintor madrileño Ángel Gómez Jiménez, que venía a ser como su hermano. El restaurador madrileño Virgilio Vivas, que de alguna manera ocupó el lugar del hijo que Waldo nunca tuvo. Luego había una corte extensísima de poetas, de escritores, de artistas, de exiliados… Como diría Roberto Carlos, Waldo tenía un millón de amigos. O esa era la impresión que transmitía.
Muchas veces me contó la historia de su sobrino Fidelito, el primogénito de Fidel y Mirta. Según el régimen cubano, Fidelito se suicidó. Waldo siempre supo que a Fidelito lo habían asesinado. Siempre me dijo que una espina que llevaba clavada era la de que esta verdad no se contara, que no hubiera una novela o una película sobre el tema. Se la estoy contando yo aquí a ustedes. Quizá alguien retome el testigo.
Todos sabíamos que mejor no ir al estudio de Waldo por la mañana, porque a esas horas Waldo estaba completamente concentrado en su obra, a la que se dedicaba con devoción de monje. Hasta el último día de su vida, Waldo pintó. El último cuadro se lo regaló a su amigo Ángel.
Con él se va un trozo de la historia de Cuba, de la historia de América y de la historia de Europa. Pero, desde luego, con él se va un trozo muy importante de la historia de Lavapiés.