Café y tertulias
«El café clásico, ha sido sustituido por las modernas cafeterías porque cierta modernidad implicaba rapidez o prisa»

La tertulia del café Pombo, de José Gutiérrez Solana. | Museo Reina Sofía
Para una amplia mayoría, estas dos palabras poseen un claro sabor decimonónico, que llegaría hasta mediados del siglo XX. Ahí empieza su decadencia y casi podría asegurarse -en una primera mirada- que hoy prácticamente no existen. En verdad las tertulias, como reunión de personas que se juntan para conversar de uno o muchos temas, nacieron en la España de Felipe IV, siglo XVII. La palabra vendría del nombre de Tertuliano, famoso orador y sermoneador de los tiempos iniciales del cristianismo (160-245). Nacido en Cartago, al sabio Quinto Septimio Florente, se le apodó Tertuliano, porque se consideraba que su oratoria era tres veces mejor que la del clásico Cicerón (Marco Tulio), o sea Ter Tulio (tres veces Tulio) lo que da Tertuliano… «Tertulianos» serían después, y lo siguen siendo en su modalidad radiofónica o televisiva, quienes hablan o discuten, en los medios dichos, de cara al público.
El café -además de la bebida, originalmente árabe o turca, que sale del cafeto- será (es) un lugar donde se sirven comidas o bebidas, además del café, a gente reunida para charlar y distraerse. ¿Se nos ha olvidado, con el grito y fragor políticos, que hablar, conversar, cruzar opiniones con voluntad sensata, es un pasatiempo y un placer? Pagamos por oír hablar (conferencias, radio, televisión) incluso cuando la calidad es poco notable. En el siglo XIX, los cafés llenan muchas ciudades y habrá desde cafetuchos a salones muy elegantes. Cuando yo era estudiante y aún después, en Madrid, como en otras ciudades, los cafés abundaban. El Lyon (frente a Correos) era un genuino café, aún sin barra, pero estaban llenos de vitalidad y aún de noche con mala vida -que a veces es buena- otros como el Gijón, el Comercial, el Varela o el Teide, el último en el que escribía sus artículos César González-Ruano, hoy maldito. Muchos escritores y en múltiples ciudades están unidos a un café y a los tertulianos que acudían a ese entorno. Una de las más célebres fotos de Antonio Machado, lo muestra sentado en el café de la Plaza Mayor de Segovia. Unamuno iba al Novelty, en Salamanca, que aún existe, y es casi tópico citar el modesto café de Pombo, donde se reunía Ramón Gómez de la Serna. Valle-Inclán, Baroja o Cansinos Assens tuvieron sus cafés y tertulias, más o menos punteros o modernos. Me he quedado voluntariamente en las cercanías, pero recordemos el suntuoso Café Royal de Londres (hoy es un hotel de lujo) donde acudía Oscar Wilde, o el Cabaret Voltaire de Zurich, en parte café, donde se gestó el dadaísmo… Casi todos han desaparecido o no son lo que fueron. El café clásico en parte, ha sido sustituido por las modernas cafeterías -menor lugar para mesas- porque cierta modernidad implicaba rapidez o prisa. Quizá los cafés tuvieron su tiempo y su historia -voluminosa, por cierto- pero, ¿en verdad han muerto del todo? Se ha llegado a pensar que casi del todo, pero hoy mismo, basta que busquemos salones o cafeterías con mesas o terrazas (que desde la pandemia también son de invierno, con sus estufas) para que veamos grupos de gente charlando. En los cafés siempre había estudiantes repasando apuntes, hoy podemos observar -en mesas por lo general laterales- a estudiantes otros, con el portátil abierto, estudiando, escribiendo o repasando temas. En cuanto hay grupos de mesas, surgen estudiantes o tertulianos de diverso género. Hablar es siempre necesario y oír hablar u opinar, sobre ser un placer, puede ser una muy notable fuente de conocimiento. Se dice que, en el Madrid de principios del siglo XX, un ejemplo, muchos cafés estaban llenos porque tenían calefacción y en muchas casas de la época no la había y el frío era notable. En un café se podía comer o cenar bien (los periodistas al salir casi de madrugada de las redacciones) pero también se podía echar la tarde -y casi el día- con aquel «café y media tostada», que solía ser el alimento de muchos bohemios. Yo he visto en el Gijón al buen poeta cordobés Manuel Álvarez Ortega, que había sido veterinario militar pero que era algo tacaño, pasarse la tarde entera en el diván rojo del café, e iba todos los días, horas y horas, mirando o charlando, con la sola consumición de un café con leche.
Hay un tipo de café que ya casi no existe, pero las tertulias se siguen formando (aunque no haya un escritor al centro) en muchos lugares, pues el café se transforma, pero la muy sana voluntad de hablar continúa. Recapitulemos dos cosas: al café -en el formato que sea- se va a charlar y a mirar, espectáculo sublime. Necesitamos hablar y ver. El escritor francoegipcio Albert Cossery -escribía sin prisas en francés- se pasaba las tardes mirando o comentando desde su rincón del Café Flore, en París. Cuando se le decía qué pensaba del incesante bullir de alrededor, contestaba: Están locos. Porque lo cuerdo no es el negocio sino el ocio. Pero la segunda y principal: oír hablar más o menos bien (muchos tertulianos básicamente escuchan) es un enorme placer, y por ello existe la televisión, el cine o el teatro. Pagamos a diario por oír hablar, y si uno sabe y tanto mejor -a menudo tristemente no se paga- por escuchar una brillante conferencia de esto o aquello, amenidad y cultura. A mí me cautivó así el gran parlanchín y mago, Álvaro Cunqueiro. Hablar: cuanto mejor, mejor.