De los polvos de Ábalos a los lodos del fútbol
«No es casualidad que los memos, ignorantes, incultos y borricos compartan zonas específicas en los graderíos»

Raúl Asencio. | Europa Press
Escribe Dolores Redondo en su última novela, Las que no duermen, que «pocas cosas tienen una vida tan corta como el agradecimiento». El rencor, en cambio, echa raíces y el fútbol acumula demasiados ejemplos de odio inveterado. Al admirado Andrés Iniesta nunca le perdonaron en San Mamés que se revolcara de dolor por una entrada de Amorebieta, expulsado por esa acción. Iniesta no simulaba. En Riazor la tomaron con Fernando Hierro, enfrentado a Songo’o en el Bernabéu. El cancerbero aseguró que el madridista le dijo «negro, cabrón, hijo de puta». Hierro lo negó: «No soy racista». A Raúl Asencio le desearon la muerte en el Reale Arena, excusa que aprovechó Carlo Ancelotti, con más conchas que un galápago, para sustituirle en el intermedio. Alineó al joven central en el lateral derecho, donde jugó su partido más flojo, y le dejó en el vestuario en el descanso
porque «estaba afectado por los insultos («Asencio, muérete»)… Y por la tarjeta amarilla». En otros partidos fuera de casa le han silbado. Al público enemigo no le distrae su calidad, prefiere recriminarle porque, tal y como consta en la denuncia de un juzgado de Las Palmas, ha sido imputado por divulgar, presuntamente, un vídeo de contenido sexual con una menor de 16 años que mantuvo relaciones consentidas con dos compañeros suyos mientras un tercero grababa. De aquellos polvos, estos lodos.
Entre el agradecimiento efímero y el rencor arraigado afloran los intereses de quienes se erigen en salvadores de la patria o del mundo, según el paralelo donde se les padece; son los intereses de quienes han hecho de la contradicción virtud y de su universo un cuento chino, o «trumpista», «sanchista», «putinista», «chiquimonterista», «mazonista», «monederista» o «bolañista». Todos caben y cada cual con su salmodia. De tal forma que vivimos una época tan azarosa que empieza a ser un hecho normal que los pajaritos (buitres en el caso que nos ocupa) disparen a las escopetas, que el hombre muerda al perro, que el delincuente sea el
«okupado» y no el «okupa» y que pase por criminal el invadido en lugar del invasor. En este capítulo del mundo al revés, al pobre Zelenski le invitan a la Casa Blanca, intentan humillarle y le despiden con unos azotes en el culo. Trump ha devenido de sheriff en matón de barrio y el alguacil Vance, en esbirro sin escrúpulos. Si lo que sucede en la política española nos revuelve el estómago a diario con alguna escena grotesca, el bochornoso espectáculo del Despacho Oval y la impúdica encerrona al presidente de Ucrania, televisada en directo urbi et orbi, provoca vómitos que ni La sustancia de Coralie Fargeat, reacciones adversas que no empeoraría ni Leni Riefenstahl, que en paz descanse.
Las consecuencias de tanta ignominia son impredecibles, no así en el fútbol, ese rincón en el que recogerse cuando todo lo de alrededor huele a podrido. No obstante, el fútbol también carga con lo suyo. A ver, ¿por qué Ancelotti, precisamente él, sabio entre los sabios, subraya la vulnerabilidad de Asencio? ¿Por qué ese empeño en hacernos creer que España es un país racista, homófobo y xenófobo? Me niego a admitir que los cánticos en el estadio de un número limitado de desalmados sean la base de una generalidad complaciente. No es casualidad que los memos, ignorantes, incultos y borricos compartan zonas específicas en los graderíos. Tampoco lo es que al Metropolitano le clausuraran 5.000 localidades por las coreografías de un porcentaje de ese fondo donde los ultras campan a sus anchas; ni que la UEFA haya decidido “chapar” 500 asientos del Bernabéu si en dos años vuelven a proferir los energúmenos insultos contra alguien, una vez adoptada la medida por lo que le gritaron a Pep Guardiola.
Acémilas hay en cualquier grada, animales que destacan entre la multitud, aunque se piensan protegidos por la masa, y que con la tecnología actual son fácilmente identificados, como los descerebrados que en el Reale Arena desearon la muerte a Raúl Asencio. Inhabilitar a cualquiera que denigre este deporte con sus arrebatos de odio tiene que ser mucho más sencillo de lo que parece: clausura total o parcial del recinto y expulsión de por vida de los agitadores. Cada estadio carga con su cruz y normalizar esos insultos es tan deplorable como asumir que lo cotidiano es que nos tomen la cabellera en el Congreso o en los parlamentos autonómicos. O comulgar con ruedas de molino, o tragar con «la Gürtel», los «eres» de Andalucía o sufragar los polvos ministeriales de Ábalos con el sudor de la ciudadanía.
Sería el momento de plantarse frente a los matones como Trump, los chaperos de las Jésicas, las tropelías del Gobierno, la desfachatez de Mazón y los animales que ocupan habitualmente las mismas localidades en los campos de fútbol. Un ejemplo
para imitar, en un intento por acabar con esa lacra y criminal desfachatez, sería el que nos legó el difunto Adolfo Suárez. Acudió al Elíseo para reunirse con su homólogo Giscard D’Estaing cuando en España los etarras no conocían otro lenguaje que el coche bomba, el secuestro o el tiro en la nuca. El presidente francés no salió a la puerta a recibirle; le esperó en el interior del palacio y allí lo descubrió Suárez al fondo de un pasillo. D’Estaing, cual Tancredo, no se movió de su sitio y Suárez se entretuvo a mitad de camino frente a un cuadro. Silencio en el corredor y ambos mandatarios anclados en sus posiciones. La escena, descrita por Alfonso Ussía: «Giscard no se movía y Suárez tampoco. El primero, por ineducado y soberbio. El segundo, porque era más chulo que un ocho. –Ya puedes esperar, tío–, comentó en tono medio. Pasaron unos minutos y Giscard se dio por vencido. Comenzó a andar rumbo a su visitante, y Suárez hizo lo mismo. Allí se saludaron con frialdad y distancia. –Además de grosero, un gilipollas–». Hay uno en la Casa Blanca que le ha superado.