Los políticos prohíben las momias
«El museo es ese extraño lugar en el que lo más progresista que se puede hacer es conservar. Para destruir, ya están las polillas, el fuego, los terremotos y los ministros de Cultura»

Momia de la cultura guanche retirada recientemente de la exposición del Museo Arqueológico Nacional. | Museo Arqueológico Nacional (Wikimedia Commons)
Con tanto acontecimiento tremendo asaltándonos cada día, quizás una noticia haya pasado un tanto desapercibida: nos han prohibido las momias.
Habrá quien opine que, comparado con todo lo que ocurre por ahí, es este un tema menor. Nada de eso. Las momias –sean egipcias, guanches, incas, maoríes o católicas– se encuentran entre los objetos más maravillosos que existen. No solo han cautivado nuestra imaginación desde hace varios siglos, no solo son capaces de darnos mucha información sobre el pasado, sino que también son un buen termómetro de la estupidez de nuestro tiempo y, muy en particular, de la de nuestros ministros de Cultura.
Si hoy quiere usted conocer quiénes eran los antiguos guanches en el Museo Arqueológico Nacional, ya no puede. Su famosa momia ha sido retirada. Si quiere contemplar la fantástica momia de Paracas del Museo de América tampoco podrá. Han tapado la vitrina. Y esta última ni siquiera exhibía un cuerpo, cubierta como estaba por un primoroso fardo de textil.
Muchos pensarán que retirar de exhibición los restos humanos es una medida sumamente justa y progresista, que no sólo nos homologa a los países más desarrollados de nuestro entorno, sino que nos eleva por encima de todos los tiempos. Todo lo contrario. El conservadurismo y la mojigatería siempre han aflorado con todo aquello que tuviera que ver con el cuerpo humano, con su exhibición, representación o estudio. Desde la Bildersturm luterana a los Braghetonne católicos, desde la censura franquista a los siglos en que la medicina se detuvo supuestamente por la prohibición de las autopsias, el cuerpo humano ha suscitado el rechazo de toda alma reaccionaria.
«El visitante que, a partir de ahora, quiera ver un cráneo o un metacarpiano tendrá que visitar la iglesia católica más cercana»
Por supuesto, no solo es cosa de España. Desde hace 40 años, una onda expansiva originada en Australia ha venido prohibiendo al visitante la vista de los muertos que lograron sobreponerse a esa misma desdicha que obsesionó a Séneca o, más tarde, a Francisco de Quevedo. Ambos nos recordaron lo fácil que es la pérdida de la sepultura, inventada para quitarnos de delante los cuerpos hediondos. El museo decimonónico ideó un lugar para mirarlos. Sin olor, ni rubor, con la promesa de conservarlos para la eternidad y conjurar aquel destino.
En la Carta de Compromiso para el Tratamiento Ético de Restos Humanos, que el Ministerio de Cultura de España acaba de publicar, se justifica la retirada de las momias en una supuesta ética. Y en una bastante cristiana, por cierto, pues cuando allí se afirma que los restos humanos «han trascendido su consideración exclusiva como objetos» convendremos en que se está más cerca de celebrar una eucaristía que del lenguaje científico que se le supone a un museo.
El visitante que, a partir de ahora, quiera ver un cráneo o un metacarpiano tendrá que visitar la iglesia católica más cercana, institución que, desde la más tierna antigüedad tardía (a mediados del siglo IV) empezó a promover la colección de reliquias. Los huesos se tocaban, besaban y miraban. Se inventaron los famosos relicarios para contenerlos y exhibirlos. Ahora el derecho a exhibir cuerpos ha sido reservado (de nuevo) a la jerarquía política y religiosa ¿Un Papa embalsamado y exhibido no ataca las buenas costumbres y un pobre guanche, sí?
Los argumentos para defender la vuelta de nuestras queridas momias son muchos. En primer lugar, por respeto al pasado y a culturas diferentes a la nuestra. Nuestros responsables culturales (¡horrible invento!) suelen defender la máxima de que «toda historia es historia del presente», pero no por férreas convicciones posmodernas, no porque hayan leído a Deleuze o a Foucault, sino porque así pueden utilizar el pasado a su antojo.
Pero resulta que sí hubo otros tiempos y otros modos de pensamiento diferentes al nuestro. Y el museo era aquel recinto en el que, una vez cruzado su umbral, uno podía jugar a dejar en la entrada, junto a su paraguas o a su abrigo, su cultura o su creencia religiosa, adentrándose así en otros modos de ver el mundo.
«Occidente ha momificado y exhibido a sus muertos tanto o más que el más indígena de los pueblos: Lenin, Evita, Descartes…»
Porque, les guste o no, la momificación fue una costumbre muy extendida en el pasado. Los maoríes conservaban las cabezas de sus enemigos o de sus seres amados. Los antiguos peruanos exhibían a sus reyes. El Inca Garcilaso todavía puedo verlos, «como hijos de ese Sol, embalsamados, que no se sabe cómo parecían estar vivos». Prodigiosa ida y vuelta, nosotros podemos ver hoy los restos del Inca Garcilaso exhibido en su pequeña capilla de la Mezquita de Córdoba.
Porque, aunque algunos piensen que eso de exhibir momias es algo muy colonial, que cosifica o exotiza a otras culturas, lo cierto es que Occidente ha momificado y exhibido a sus muertos tanto o más que el más indígena de los pueblos. Si no que se lo digan a Lenin, a Evita, a René Descartes o al pecho incorrupto de Santa Águeda. Entren si no en El Escorial en nuestro Panteón Real, nuestro propio Coricancha o Templo del Sol.
Cómo nos han fascinado las momias. En el cine, en la literatura y, sobre todo, en los museos. Pocos objetos han tenido a niños y mayores tan pegados a las vitrinas. Parecían esconder todos los enigmas de la historia. Momias, animales taxidermizados, huesos y obras de arte, terribles y bellísimos, allí conservados, puestos aparte, alejados de toda moda, religión o censura, para el disfrute de todas las generaciones. El museo es ese extraño lugar en el que lo más progresista que se puede hacer es conservar. Para destruir, ya están las polillas, el fuego, los terremotos y los ministros de Cultura.