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Opinión

¿Por qué nos impacta tanto ‘Adolescence’?

«Hacía mucho tiempo que una serie no calaba tan profundamente en un debate público»

¿Por qué nos impacta tanto ‘Adolescence’?

Escena de la serie de Netflix 'Adolescence'.

La serie del momento, Adolescence (Netflix), es impactante. En eso, está todo el mundo de acuerdo. En lo que ya no hay tanta coincidencia es en por qué nos impacta y a quién impacta. Los motivos son variados y todos válidos. Muchos se han sobrecogido ante un retrato estremecedor de la juventud de hoy. Y otros muchos se han quedado deslumbrados por el prodigio técnico que supone grabar, en cuatro planos secuencia, cuatro capítulos de una hora. 

Conscientes del interés suscitado por esta forma de contar una historia, las plataformas se han apresurado a ofrecer contenido relacionado. La propia Netflix anuncia un documental -sería más apropiado decir un making of– sobre el esfuerzo portentoso que supuso realizar estos cuatro planos de una hora cada uno. Y Filmin, aprovechando el tirón, se inventa muy oportunamente dos nuevas secciones: películas con el denominador común de contener planos secuencia y una «Colección adolescentes». 

Tengo la impresión de que, una vez más, el árbol no nos deja ver el bosque, de que la deslumbrante puesta en escena nos distrae del contenido, de que, en suma, la forma se impone al fondo. Es lícito y loable que el equipo formado por Stephen Graham (Guionista y protagonista) y Philip Barantini (Director) utilice todos los recursos a su alcance para concienciarnos sobre un gran problema: la adolescencia en el siglo XXI o, si se prefiere, en la era digital.

Pero volvamos a la pregunta del principio. ¿Por qué nos impacta tanto esta serie, además de por su espectacular factura? Yo diría que, en primer lugar, porque apela a un público muy amplio, prácticamente a la sociedad entera. En la trama, nos encontramos con padres, madres, hermanas mayores, familias tradicionales, mujeres que no quieren tener hijos, profesores desencantados, psicólogos entusiastas, policías quemados, abogados resignados… Y, por supuesto, adolescentes, que curiosamente parecen los espectadores menos impactados, o al menos yo no he sabido escucharlos. No les impresiona el problema, tal vez porque lo conocen mejor que nadie o, tal vez, porque no se ven reflejados.

Esa variedad de tipos ofrece, a su vez, una rica variedad de puntos de vista a la hora de afrontar asuntos propios de esa edad, como la fragilidad del carácter, la necesidad de respuestas, la reafirmación de la identidad, la formación del carácter, el papel de la familia, la disciplina, la educación, la violencia, la sociabilidad, el entretenimiento, el sexo, la comunicación, y, por supuesto, las redes sociales, donde parece encontrarse el meollo del problema.

La serie nos impacta, en segundo lugar, por la ignorancia sobre las personas que tenemos alrededor. Por la incomunicación en la sociedad individualista en la que vivimos. Cualquiera diría que, para decirnos algo, hay que empaquetar ese algo en forma de serie y presentárnoslo en un formato atractivo, para que el mensaje llegue al destinatario y pueda digerirlo.

Que la adolescencia -la etapa más importante del ser humano, según muchos científicos- es un periodo problemático, desde que el mundo es mundo, lo sabemos todos, porque hemos pasado por ella. Lo novedoso es que ahora, a las dificultades de entendimiento naturales, se han sumado otras. Ha surgido un lenguaje nuevo, que la mayoría de los adultos somos incapaces de descifrar y que ha ensanchado hasta límites insospechados la brecha generacional.

En Adolescencia, la clave, a mi entender, está en el segundo episodio, el que transcurre en el colegio en el que estudiaban el joven asesino (Jamie) y la chica asesinada (Katie). En un aula vacía, a solas, el policía que investiga el caso y su hijo, que acude al mismo colegio, mantienen una conversación. «Papá, ¿por qué no te enteras? No estás entendiendo nada de lo que hacen, de lo que está pasando?». El hijo le habla al padre de los mensajes de Katie a Jamie en Instagram, que la policía había revisado y le parecía que la chica «estaba siendo simpática».

Entonces el hijo, ante el asombro del padre, empieza a explicarle lo que significa cada emoji incluido en los posts de la chica. La dinamita, las pastillas rojas y azules, los 100, los colores de los corazones… Todo un código tras el que se esconden nuevos conceptos como la manosfera (grupos online que promueven la masculinidad y combaten el feminismo), la regla 80/20 (Un 80% por ciento de mujeres se siente atraído solo por un 20% de hombres), o las comunidades incel (célibes involuntarios)…

—Vale, ¿entonces es… como un acoso?, pregunta el padre perplejo, incapaz de seguir al hijo.

—A ver, está un poco traído por los pelos, pero…

—Me cuesta creer que un par de símbolos digan tantísimas cosas, se excusa el padre.

—Perdona. Es que tenía que decírtelo. Es vergonzoso verte cómo andas metiendo la pata.

¿Debemos conformarnos con la explicación más simple? Que las redes sociales tienen la culpa de todo lo que les pasa a los adolescentes, que multiplican el acoso hasta el infinito, que provocan incomunicación y llevan al aislamiento, que fomentan la violencia hasta extremos inconcebibles… ¿Y ya está? La serie de Netflix demuestra que el problema es mucho más profundo, que no podemos seguir mirando para otro lado y que todos somos culpables. Por eso nos desasosiega.

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