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Opinión

Ascuas y cenizas del Real Madrid

«El trabajo más desagradable de Ancelotti empieza ahora con los días contados: ganar algún título con la maleta hecha»

Ascuas y cenizas del Real Madrid

Carlo Ancelotti y Florentino Pérez, en una imagen de archivo. | ATPImages

Superada la frustración, nunca del todo, tendemos a convertir cada secuencia homérica de nuestras vidas en cenizas o enterramos las ascuas en el brasero de los recuerdos para contrarrestar el peso de las malas experiencias. Aquel gol de Luis Aragonés al Bayern, flor de unos minutos; o el de Mijatovic a la Juventus, ¡viva la Séptima!; o el de Nayim, 50,5 metros de distancia, 3,1 segundos de vuelo, 82 km/h y una altura de 12,1 metros, al Arsenal, precisamente al Arsenal; o el de Iniesta a Países Bajos, Holanda en 2010. Imágenes imborrables nubladas por contratiempos. Es la manera deshacernos de aquello que momentáneamente, sin un tiempo definido, nos incomoda. En el deporte, en el fútbol, en el Real Madrid que, acostumbrado al éxito, deja de creer, todo lo contrario de la fe que sostiene a los atléticos, las fases del duelo también son cinco, no tan diferentes de la negación, la ira, la negociación, la depresión y la aceptación del estereotipo. En esa vida que se derrumba en una sola noche y nos quita las ganas de cenar, de ir a trabajar al día siguiente para no aguantar las bromas de quienes en pura lógica nos esperan con la escopeta cargada, después de tantos y tantos años de burlas, humillaciones y cachondeo, las etapas del dolor de la derrota transcurren entre la rabia, la frustración, la tristeza, la asunción y la normalización.

A los atléticos les provoca el vómito el gol de Sergio Ramos en el minuto 93, que el todavía jugador «exiliado» en México no se cansa de recordar, mientras el de Schwarzenbeck ya no les da ni arcadas. Cuestiones estas que en el caso madridista adquieren un valor paranormal porque el culpable o los culpables lo encuentran habitualmente en casa. Por orden jerárquico: Florentino, por empeñarse en levantar un Bernabéu para la posteridad, tan ultramoderno y carísimo que ha vaciado la faltriquera y ya no quedan euros para negociar fichajes imprescindibles, que no sólo de Mbappé vive el Madrid, como se ha podido demostrar. En sentido descendente, por las rampas de la pirámide asoma Carlo Ancelotti, invalidado por el último traspié sin que sirvan de atenuantes todos sus éxitos, «¡porca miseria»! Y a continuación los futbolistas, los que no corren, los que no sirven, los que son mayores, los que son malos, los que hay que vender, aunque sean todos ellos, presidente y entrenador incluidos, vigentes campeones de Europa. Así que lo que pensábamos el último verano ya no sirve, ¡al fuego con ellos, pues! Quemamos todo lo que puede destruirnos. La memoria en estos casos no es que sea frágil, es humo, fumata blanca que urge a deshacernos de la carga de nuestros desvelos mientras reducimos a la nada todo lo que nos hizo felices: aquella eliminatoria increíble contra el Manchester City; aquel gol extraordinario de Vinícius; aquel eslalon meteórico de Rodrygo; aquella brillantez deslumbrante de Bellingham; aquellas paradas de Courtois, residente aún en la corte de los milagros, o esos pepinazos de ‘Kiki’ Mbappé que ahora chocan con el portero o con algún espectador refugiado en la grada.

Se olvidan las visitas a Cibeles, como se arrinconan, en mucha menor medida, las de Neptuno, Canaletas o el paseo por la ría en la Gabarra. La huella de la derrota es un mal universal, tan severa como la del carbono, pues en contra de lo que decía Borges, muy pocas adquieren la dignidad de la victoria. Todo lo que alegraba nuestra monotonía y coloreaba los días más grises, sepultado hasta nuevo aviso o discriminado hasta la aparición del siguiente arcoíris. Recuerdo a mi padre, a dos semanas de su muerte tras la primera de las dos peritonitis que los médicos no vieron venir, celebrando en casa el triunfo del Atlético frente al Fulham en aquella final de la Liga Europa, antes Copa de la UEFA. Terminado el partido en el Volksparkstadion de Hamburgo, los dolores camuflados por los goles de Forlán volvieron a ser tan intensos e insoportables que demandaron otro ingreso en el hospital, el último. Y de allí, al cementerio, para que la tierra le fuera más leve.

La muerte es el final del principio indeseado, el dolor de los deudos. A Marlene Dietrich le daba más miedo la vida que la muerte; a los seguidores del fútbol les aterra que su equipo pierda, es tan frustrante… Como todo aquello que no encuentra una explicación más lógica que la renovación. Y no será la primera vez ni la última que el Madrid, en ascuas, resurja de sus cenizas. En esta ocasión estaba avisado por el evidente desequilibrio de la alineación, construida por Carletto con los mejores materiales a su alcance, no siempre los idóneos. Ahora, los especialistas, los que hablan a diario con las fuentes madridistas, generalmente bien informadas salvo que haya que vender algún pollino, transmiten que el respetable y reputado técnico no cumplirá el contrato, que termina en junio del 26, y que la duda sobre su futuro no es otra que la fecha de su destitución: después de la final de Copa (26 de abril), al término de la Liga (25 de mayo), antes o después del Mundial de Clubes que empieza el 18 de junio. Remedios de urgencia ya se han tanteado, Solari o Raúl, de la casa, interinos, y negociado con el ave Fénix, ese entrenador que levante al equipo con las incorporaciones necesarias y las bajas precisas, posiblemente Xabi Alonso si no le meten mucha prisa. El trabajo más desagradable de Ancelotti empieza ahora que tiene los días contados: ganar algún título con la maleta hecha, pero en la puñetera calle.

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