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Montanoscopia

Semanasanteando (desde fuera)

«Encajada en la primavera, la Semana Santa ritualiza la muerte para volver a la vida. No la muerte para siempre, sino la muerte que renace»

Semanasanteando (desde fuera)

Desembarco del Cristo de la Buena Muerte en el puerto de Málaga. | Jorge Zapata (EFE)

1. Hace años que se extinguió en mí la pasión por la Pasión. Si la Semana Santa me pilla en mi ciudad (semanasantera), no piso el centro: voy en la dirección opuesta, hacia el extrarradio, lo que no deja de ser una vía purgativa. Y si, como ahora, me pilla lejos, está el encanto del escamoteo: la Semana Santa desaparece del año limpiamente; vuelvo a mi ciudad y aquí no ha pasado nada.

2. Mis dos últimos atisbos de pasión fueron por pasiones interpuestas. Por mi pasión por el ciclismo, pude apreciar que en una procesión Cristo se balanceaba como un ciclista ascendiendo: la agonía del Alpe d’Huez, el Mortirolo, el Angliru o el Mont Ventoux, literales Calvarios. Y por mi pasión por Brasil, me crucé con otra procesión, camino de una cita, mientras escuchaba música por los cascos: los tambores militares se colaban en las percusiones de Mangueira y Cristo parecía bailotear, ¡el Cristo del Samba! 

3. En mi pasión por la poesía también está Cristo, naturalmente. Más allá del «Cristo de Velázquez» de Unamuno y del que «anduvo en la mar» de Machado, está el maravilloso de Apollinaire en Zona: «Es Dios que muere el viernes y resucita el domingo / Es Cristo que sube al cielo mejor que los aviadores / Bate la marca mundial de altura». Y el Cristo humano de Borges: «¿De qué puede servirme que aquel hombre / haya sufrido, si yo sufro ahora?».

4. Aunque ya no me asomo a las procesiones, sino que las rehúyo, son horas y horas enterradas en la memoria con los demás recuerdos de la infancia. Iba con la familia a ver los tronos y los desfiles, que me gustaban más que los tronos; y a veces iba solo con mi padre y nos quedábamos hasta la madrugada. Las trompetas, los tambores, los caballos, los soldados, los nazarenos y por supuesto los Cristos y las Vírgenes; luces de velas y olor a incienso. Y entre la distracción, en súbitos remansos, sensaciones religiosas. Ópera, tragedia y misa: el arte total popular.

5. Nunca se está más tocado por la infancia que en la adolescencia, en que el niño sigue ahí, quemando, muy cerca aún pero irreversiblemente fuera. Tuve un momento en esa edad de ir a procesiones solo, por los itinerarios que había hecho de niño con mi familia; un ritual por recrear los años idos. Las procesiones tuvieron en aquella época para mí, lo veo ahora, una función proustiana. Era de paso una manera de hacer mío, sin padres, el centro de la ciudad: ese centro del que ahora escapo en estas fechas.

6. Hubo un interludio entrañable, cuando nuestro profesor de estética literaria nos hablaba con la misma pasión de la Semana Santa (¡estudiaba la retórica del pregón!) que de Mujeres al borde de un ataque de nervios de Almodóvar o Tala de Bernhard, ambas de aquel año. Una tarde nos invitó a un par de alumnos a su cofradía a un acto en que habría «jamón del bueno»; alternó allí los despotriques junto a nosotros sobre los presentes, como desde su sillón de orejas, con las zalamerías hacia los despotricados cuando se acercaban a saludarlo.

7. Queda el mito de la muerte y la resurrección. Encajada en la primavera, la Semana Santa ritualiza la muerte para volver a la vida. No la muerte para siempre, sino la muerte que renace. Lo mismo que decía (¡así son las cosas!) el anticristiano Nietzsche: «¡Sí, muchas amargas muertes tiene que haber en nuestra vida, creadores! ¡De ese modo sois defensores y justificadores de todo lo perecedero!». La inocencia del devenir, al cabo.

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