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Sorrentino, Nápoles, el exceso

«‘Parthénope’ es el canto estrafalario al Nápoles del caos y del antro de la Sibila de Cumas. Puede parecer sublime y vulgar, pero merece la pena»

Sorrentino, Nápoles, el exceso

Fotograma de 'Parthenope'.

Pasa Paolo Sorrentino (54 años) por ser la imagen del nuevo director de cine «artista» -lejano a los muchos artesanos de Netlix- en el siglo XXI. El gran sucesor de nombres tribunicios como Visconti, Fellini o Bertolucci, aunque a menudo no lo parezca tanto. Aunque su primera película, Un hombre de más es de 2001, llegó a pocos entonces. Novelista, guionista y sobre todo director de cine, muchos no conocimos a Sorrentino -mea culpa!- hasta el éxito y la polémica que creó su película de 2014, La gran Belleza, que obtuvo ese año el Óscar a la mejor película extranjera. Sorrentino, napolitano de nacimiento, tiene un estilo, un modo propio y la muy evidente intención de hacer «gran cine». Como sea, sus películas no suelen ser lo esperable ni lo habitual. Mezclando barroco, existencialismo y cierto surrealismo, los contrastes y brillos están asegurados…

Al estrenarse hace muy pocos meses (2024) esta última película Parthénope, algún crítico escribió que era una carta de amor a Nápoles. Con un argumento difuso, el filme es la historia -casi diré la vida- de una joven mujer muy guapa -interpretada por la nueva Celeste della Porta- a la que bautizan Parténope, porque nace en ese mar partenopeo. Parténope (en griego «la de aspecto virginal») era el nombre de una sirena que se asentó y creó una ciudad con su nombre, exactamente donde ahora está Nápoles. Pero, obviamente, es una obra de vago argumento y de voluntad irregular. La bella Parténope está fascinada por la antropología -llegará a ser notable profesora- por las novelas de John Cheever, que aparece en Capri, y por ser -siendo una seductora ninfa juvenil- profunda, inquisitiva, ordenada y elegante, amante del fasto y de los lujos distintos, que remiten a esa grande belleza que obsesiona a Sorrentino. Vamos a recorrer el Nápoles brillante y barroco, pero también sus calles brillantemente sórdidas, sus halos de mafia, incluyendo al cardenal casi satánico de quien depende que se licúe la sangre de San Genaro, y los entornos mundanos de la ciudad del Vesubio, como Capri. Ciertamente, esa archifamosa isla y las vistas de la costa amalfitana o sorrentina son -de verdad- algunas de las imágenes estivas más bellas de Europa, pero ciertas escenas de piscinas, mar y hoteles de lujo, frente a los farallones capriotas, sin dejar de ser muy bellas, podrían formar parte de un documental para fomentar el turismo en la zona, tendente a sofisticado. Del mismo modo, las escenas mucho menos luminosas, cercanas al misterio y a la vulgaridad del pueblo amontonado en espera del milagro de la sangre (el cardenal que tiene acaso relaciones sexuales con Parténope) nos llevan a películas truculentas y aún baratas.

En su esplendor operístico, pictórico y que busca el asombro, la película de Sorrentino -repito, sin duda muy singular- no recuerda nada a Visconti, por caso, pero sí puede traer a las mientes otra película contundente pero menos sonora, de la olvidada Liliana Cavani, me refiero a La piel (La pelle) que como la homónima novela de Curzio Malaparte sucede en Nápoles. Cuando el general gringo que ha conquistado la ciudad, en la 2ª Guerra Mundial, quiere agasajar a una ilustre compatriota, en un viejo palacio brillante y ruinoso, de la brillante, vieja y ruinosa aristocracia napolitana, se sirve en la cena un extraño y blanquecino pez, con aires de muchachita gruesa, que se dice una sirena, lo que horroriza a la puritana de Boston. Sorrentino lleva a Parténope de visita (la amistad ha crecido) a la casa de su profesor y maestro de antropología, doctor Marotta, y este le muestra, en un cuarto adyacente, el secreto de un hijo enorme, deforme, blanquecino y venoso, con eterna carita de aprisionado bebé, que, como la hervida sirena de la Cavani, debe ser otro de los orígenes fundadores de un Nápoles, luminoso y sórdido. Tampoco es casual que el apellido de la bella Parténope sea de Sangro. Hubo un Príncipe di Sangro, en el Nápoles renaciente. El título se convirtió en apellido, típicamente napolitano y español también, cuando en 1791 se otorgó Grandeza de España a don Pablo Sangro y de Merode, príncipe de Castelfranco. No vienen mal estos detalles a la película de Sorrentino, porque Nápoles fue durante siglos española, y ese apellido Sangro, italiano y español, pasó a EEUU, como la mafia -hay muchos rostros mafiosos en este filme- con lo que también se define al napolitano en su cercanía de nobleza española y en su llegada a Nueva York. Di Sangro todos. 

Abrumadora, caótica, señorial y plebeya, de lujos barrocos y tradiciones muy primitivas (como las familias que asisten, reunidas, al coito de la noche de bodas, signo de unión y casi de cadena) Parthénope es el canto estrafalario al Nápoles del caos y del antro de la Sibila de Cumas. La película puede parecer sublime y vulgar, pero merece la pena. El estilo, en cualquier arte, sirve mucho y es más que un grado, por eso lo traemos aquí. Una discutible película de un discutible director, Paolo Sorrentino, que derrocha voz y estilo, maniera propia.

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