The Objective
Opinión

Las vicepresidentas felices

«Sí, han leído bien, he dicho sonreían, porque es lo que hacían sin parar en un funeral»

Las vicepresidentas felices

María Jesús Montero y Yolanda Díaz ríen durante una sesión de control en el Congreso. | Eduardo Parra (Europa Press)

Yolanda Díaz y María Jesús Montero se levantaron el pasado sábado encantadas de conocerse, como siempre. Sus satánicas majestades se encontraban en la ciudad más santa el día más indicado. La simpatía que ambas sienten por el diablo se hace evidente en su adoración por su «amado líder». La reina rubia a veces quiere disimular su pleitesía por el becerro de bisutería barata, y se hace la enfadada con él, pero no porque lo esté, sino para que le hagan caso esos dos ojos negros de inquisidor. Cuando los siente sobre los suyos se le olvida todo y queda obnubilada. Una atracción de polos no tan opuestos. A la otra, su amor no correspondido le ha mandado a Andalucía para ir viéndola menos. No sé si será para no tener que aguantar ese tono histérico de su voz tan cazallero como demoniaco. Parece como si estuviera hablando al revés, como en esos discos donde se buscan mensajes satánicos al escucharlos de esta manera. 

Las dos vicepresidentas sabían que iban a dar la nota, y ambas cumplieron con esas expectativas. En cuanto a sus vestimentas, Yolanda Díaz acertó con su discreción y peinado. No sé puede decir lo mismo de María Jesús Montero, que parecía que le había quitado el tapete de ganchillo a una de sus mesas de casa para vestirse con él. La elección hizo que se le vieran las rodillas, algo no recomendable en un funeral, y menos en el del Papa. Tampoco quiso o no tuvo tiempo para peinarse y eligió llevar una cabellera desenfadada, que conjuntaba muy bien con lo que esconde debajo de ella.

Pero su ocurrencia que más destacó fue que pensó que era una buena idea pintarse las uñas de oscuro. Parecía más una hija gótica de Zapatero en un futuro más o menos cercano, que una mujer discreta que iba a un funeral. Solamente Donald Trump vistiendo con un traje azul a un funeral de este calado empató en sus malas elecciones. Pero lo importante es que ambas estaban encantadas. Estaban en el lugar del mundo donde todos teníamos los ojos. Se sentían importantes. Sonreían sabiéndose partícipes de un momento histórico. Y sí, han leído bien, he dicho sonreían, porque es lo que hacían sin parar en un funeral. No sé si pensaban que estaban en un mitin electoral o en la alfombra roja de los premios Goya. Había tanta gente allí que puede que pensaran que estaban en un Consejo de Ministros. 

Al ir en la comitiva que representaba a España en el funeral del Papa Francisco, a ambas les tocó sentarse juntas. Se les veía charlar animosamente. Hablarían seguramente de «qué mundo tan feliz» les había tocado y de que «la vida es bella». En definitiva, una vida de cine, que ni por casualidad pensaban que iban a llevar. Se sabían en un marco incomparable y querían ser las protagonistas de ese cuadro pintado por el azar. Pero ninguna de las dos tenía la paciencia necesaria para ver el resultado del mismo. Está muy bien pasar a la posteridad, pero es mejor aún poder vivir para contarlo.

Yolanda Díaz tuvo una de sus ideas geniales, como cuando decidió bajar media hora al día la jornada laboral y subir el salario mínimo para que algunas pequeñas y medianas empresas dejaran de ser rentables, y sus trabajadores pasasen de disfrutar de esa subida, a «gozar» de cobrar el paro. Fue el momento en el que decidió sacar de su bolso el móvil y hacerse un «selfi» junto a su amiga María Jesús para inmortalizar, y nunca mejor dicho, ese momento. Disfrutar de la vida eterna que es ser ministra en España mientras se ostenta el cargo. Una vida regalada que sólo podía llevar a la frivolidad. A perder la consciencia y el respeto por las cosas verdaderamente importantes. Hacerse una foto donde mostrar lo poco que les importa todo. Autorretratos donde el fondo las deforma aún más. Un apagón en sus conciencias, como el que sufrimos el lunes pasado. 

Publicidad