The Objective
Opinión

'El cesarismo presidencial'

THE OBJECTIVE publica la introducción del nuevo libro del historiador Guillermo Gortázar

‘El cesarismo presidencial’

Detalle de la portada de 'El cesarismo presidencial', el nuevo libro de Guillermo Gortázar. | Editorial Renacimiento

La democracia española padece serios problemas conocidos desde los años ochenta del pasado siglo. En el siglo XXI, numerosos autores han definido recientemente nuestro sistema como «de baja calidad» o han insistido en el «deterioro» democrático e institucional. El informe de Transparencia Internacional de 2024 califica a España como «democracia defectuosa», por la corrupción y el descrédito de las instituciones.

Este es un libro de historia; de historia reciente, pero sujeto a los requerimientos del oficio de historiador: testimonios, documentos y relato de los acontecimientos. Intento ofrecer una explicación del cómo y porqué hemos llegado a la presente crisis política partiendo de un enorme consenso y entusiasmo gracias al camino de encuentro y reconciliación nacional iniciado en 1975-1978.

La idea central del Cesarismo presidencial, es destacar que no ha sido la Constitución la responsable de la deriva del régimen del 78. La responsabilidad recae en la ausencia de lealtad constitucional de los partidos nacionalistas periféricos y la ambición desmedida de concentración de poder de todos los presidentes de Gobierno. Los presidentes, en lugar de respetar la esencia de una monarquía parlamentaria han constituido, por medio de leyes orgánicas y ordinarias, una suerte de presidencialismo caracterizado por una preponderancia del poder ejecutivo y una invasión y neutralización del conjunto de las instituciones.

Sin duda, las causas de la presente crisis política son numerosas y algunas proceden del ámbito internacional. En este libro me centro en una de las causas que considero de especial importancia, sin ánimo de excluir otras que numerosos autores vienen denunciando desde los años ochenta del pasado siglo.

Las dos principales crisis del régimen del 78 acontecieron contra el sistema, contra el Parlamento y el Gobierno: en 1981, con el golpe de Estado del general Armada y en 2017 con la crisis independentista catalana. Fueron dos ataques a la Constitución desde fuera que los reyes don Juan Carlos y don Felipe, respectivamente, pudieron neutralizar. La presente crisis, desde julio de 2023, es más compleja porque opera desde dentro del sistema, desde el mismo Gobierno y la mayoría parlamentaria.

La responsabilidad de este deterioro no es colectiva ni genérica. No se debe atribuir a «los partidos» en general, pues son organizaciones en las que hay de todo y estoy seguro de que entre los miles de políticos con responsabilidad predomina el deseo del servicio público y un sentido constitucional leal y positivo.

Mucho menos, la responsabilidad puede recaer en la sociedad española; bastante tenemos con soportar una carga fiscal y regulatoria insufrible a la vez que no damos crédito al espectáculo de corrupción impune que cada día llena las primeras páginas de los diarios de papel y digitales.

Tampoco el texto constitucional es responsable del descalabro democrático. El problema de la Constitución es su incumplimiento, su tergiversación. Con este texto constitucional, a nada que hubiera predominado la lealtad a su letra y espíritu de concordia e inclusión, con seguridad no habríamos llegado a la situación actual. Habría bastado un acuerdo de los dos partidos tradicionales para no ceder en temas esenciales por los votos de los independentistas en el Congreso.

En este libro me atrevo a sugerir que la mayor responsabilidad del deterioro político y democrático recae en quienes han tenido más poder de decisión: los presidentes de Gobierno. Ellos han podido elegir un camino de lealtad constitucional, pero han preferido un camino de ampliación de poder invadiendo y neutralizando el equilibrio de poderes y los procedimientos constitucionales de control del ejecutivo. Es lo que denomino cesarismo presidencial: autoritarismo interno en las organizaciones partidarias y dominio de todos los resortes del Estado.

El presidencialismo de Pedro Sánchez se ha demostrado tan efectivo que incluso un partido que pierde las elecciones generales de 2023 es capaz de establecer una mayoría parlamentaria y ejercer un poder efectivo similar al de una mayoría absoluta. Los anteriores presidentes del Gobierno disfrutaron de un cierto caudillismo que describo en este libro. Lo grave de la legislatura iniciada en 2023 es que el presidencialismo opera como un elemento destructor interno del régimen de 1978.

El cesarismo presidencial es el objeto de este libro, pero el lector observará en las páginas que siguen, que además hay otros factores que explican cómo hemos llegado a la presente crisis de desafección de nuestro sistema político. Desafección que es un fenómeno global de las democracias occidentales: el sistema demoliberal precisa una reorientación y recuperar el prestigio de la democracia sobre la base de la libertad, de la calidad de la representación, la reducción del estatismo y de las cargas fiscales. Hay crisis en Occidente (y especialmente en la Unión Europea), pero la crisis española tiene unas singularidades que podemos y debemos resolver. No es buena receta consolarnos con que todas las democracias occidentales están muy mal. Intentemos diagnosticar lo que pasa en España y resolver «lo nuestro».

En España hemos llegado a una situación paradójica: un presidente de Gobierno que pretende ser todopoderoso, pero que a la vez está sometido a unos pocos votos de independentistas periféricos. La paradoja es mayor cuando esos nacionalistas no admiten la más mínima intromisión del Gobierno de la Nación en sus regiones y sin embargo ellos, con apenas cinco o siete escaños en el Congreso determinan la vida de cuarenta y ocho millones de españoles.

Vivimos con un sistema democrático muy deficiente que ha empeorado de modo creciente desde 2004. Veamos el camino de perdición que nos ha llevado desde un gran éxito de convivencia, en la década de 1970 (la Transición), a una sociedad española polarizada y a un Gobierno irrelevante en el concierto internacional en la década de 2020.

Diciembre de 1976. Alfonso Osorio, ministro de la Presidencia y Secretario del Consejo de Ministros, se enteró de que el presidente Suárez pretendía trasladar la sede de la presidencia del Gobierno desde el Paseo de la Castellana, en el centro de Madrid, al Palacio de la Moncloa. Lo consideró un error y le dijo al presidente Suárez:

«¿Adolfo, qué buscas en La Moncloa? ¿Estatus? Un presidente de una monarquía parlamentaria no es un Jefe de Estado, no es un caudillo, no es más que un primum inter pares. Es un hombre evidentemente importante, pero no debe, en ningún caso, sobresalir en exceso sobre los demás miembros del Gobierno porque tiene que estar siempre dispuesto a abandonar su posición de preeminencia».

En el debate constitucional de 1977 y 1978, Manuel Fraga y Gabriel Cisneros abogaron por la denominación de primer ministro en la Constitución en lugar de presidente de Gobierno. La tradición del siglo xix e inicio del siglo XX de los presidentes constitucionales fue el argumento para decidir la denominación de presidentes del Gobierno. Ni Fraga ni Cisneros apelaron a que en Italia y en Francia eran Primeros Ministros y que los presidentes constitucionales de las pasadas monarquías parlamentarias lo eran del Consejo de Ministros de Su Majestad. Su poder estaba limitado por la confianza del Congreso y la del Rey. Bastaba una mínima sugerencia de falta de confianza de Su Majestad para que, inmediatamente, cesara o dimitiera el presidente de turno.

Lógicamente, en la nueva Constitución de 1978 la necesaria confianza regia (propia del siglo XIX) no era admisible ni deseada por todos los actores políticos, incluido don Juan Carlos. Apelando equivocadamente que era una tradición española el nombre de presidente de Gobierno, decayó el título más adecuado de primer ministro. Fue un error. La denominación de primer ministro habría facilitado hacer saber los límites del Ejecutivo: el Gobierno es sólo uno de los tres poderes del Estado.

Adolfo Suárez no contestó a Alfonso Osorio sobre el traslado a la Moncloa y en enero de 1977 el presidente consumó la mudanza de la sede de presidencia desde el Paseo de la Castellana al Palacio de la Moncloa. Quizás, sin saberlo ni proponérselo, Adolfo Suárez acababa de iniciar una suerte de monarquía «presidencial». El Rey en aquellas fechas pudo haberse opuesto al traslado, pero no calibró el alcance efectivo y simbólico de un «complejo» de veinte hectáreas que iba a ser el fundamento de un poder presidencial preponderante sobre el resto de las instituciones de la monarquía parlamentaria.

Desde entonces, y especialmente después de 1982, todos los presidentes del Gobierno han hecho lo posible por ampliar y consolidar un poder efectivo en sus respectivos partidos políticos, en el Gabinete, en el Congreso de los Diputados, en la Justicia y en el resto de las instituciones. En una monarquía parlamentaria la centralidad política está en el parlamento. En nuestra monarquía «presidencial», la centralidad política está en la sede del ejecutivo, en La Moncloa.

La colonización o invasión de adeptos del Gobiernos en las instituciones ha sido una práctica «discreta», aceptada por la opinión pública. La novedad desde 2024 es que la invasión partidista en las instituciones ha obtenido carta de naturaleza y se ha convertido en un tema de debate público. Además está siendo muy evidente la dependencia del presidente Pedro Sánchez de los partidos nacionalistas para cualquier iniciativa legislativa, comprando los votos de partidos periféricos a costa de los impuestos y cesiones de soberanía a partidos que tienen el objetivo del derribo de la Constitución. Los viajes y humillaciones del Gobierno español ante el líder del golpe separatista de 2017 a Waterloo o a Suiza son una muestra bien clara de esa dependencia.

Todo ello en un marco de intensa ansiedad: la política en España padece velocidad de crucero desde hace más de un lustro: un día cesa en el Palacio de la Moncloa el presidente de telefónica (evidenciando que manda más el BOE que el IBEX) y al día siguiente hay una propuesta de iniciativa legislativa para nombrar nuevos jueces y fiscales «entre abogados de reconocido prestigio» y, a poder ser, simpatizantes con el gobierno de turno. De este modo la opinión pública se ve desbordada todos los días por novedades de nombramientos, casos de corrupción, videos de juicios, etc.

En este libro creo poder demostrar que la actitud autoritaria y la concentración de poder de Pedro Sánchez es el resultado de su personalidad, de su carácter, pero también de un proceso político, iniciado por los presidentes de Gobierno desde 1977, tendente a concentrar los tres poderes en el Palacio de la Moncloa. Todos ellos han pretendido y conseguido eliminar o reducir los controles judiciales y parlamentarios y colonizar el conjunto de las instituciones. En el caso de los partidos anti-sistema el objetivo es, además, el desprestigio de esas instituciones y derribar la Constitución de 1978.

El cesarismo presidencial conduce a un crecimiento desmesurado del conjunto de las administraciones públicas. El resultado es el aumento de la presión fiscal y de la deuda pública y un sometimiento de la sociedad española a un Estado elefantiásico que es incapaz de garantizar el derecho de los ciudadanos a educar a sus hijos en la lengua oficial de España y, a la vez, no aparece cuando hace falta, como en la catástrofe de la Dana del 4 de noviembre de 2024 en la provincia de Valencia.

Por si fuera poco, la cultura woke (cuestionamiento de las bases culturales de occidente, feminismo disruptivo y contrario al principio de igualdad ante la ley, radicalismo climático, etc) ha determinado innumerables decisiones gubernamentales y legislativas en los últimos siete años de modo que en vez de resolver problemas estructurales como la energía, el agua, los cauces o el paro, los gobernantes se han dedicado a la histeria climática, a la determinación de la identidad sexual, a contratar traductores innecesarios en el Parlamento, etc., etc.

Por fortuna, parece que al menos el estatismo, la hiper regulación, el intervencionismo y la cultura woke están entrando en crisis por la hartura del electorado, por su elevado coste y por el absurdo intelectual de cuestionar las excelencias de la gran cultura occidental.

Por ello, en la década de los años veinte del presente siglo, se ha vuelto a plantear el proyecto de Ronald Reagan y la Premier británica, Margaret Thatcher. Ambos propusieron, en la década de 1980 con el apoyo de sus electorados, reducir el tamaño del Estado a lo meramente imprescindible, menos impuestos, más libertad y mayor protagonismo de la sociedad civil.

Aquellos principios triunfaron durante veinte años, pero la izquierda internacional recuperó la iniciativa predicando y practicando, como siempre, lo contrario: más Estado, más impuestos, más intervencionismo y regulación; menos libertad. La victoria electoral de Meloni en Italia, de Milei en Argentina y, sobre todo, de Trump en los EEUU indica un hartazgo en el electorado del dominio estatista de la burocracia, impuestos, ineficiencia y «wokismo».

En España, la descarada sumisión del gobierno de España a los partidos nacionalistas periféricos, la colonización de las instituciones por parte del Gobierno, el incremento de la presión fiscal y el endeudamiento del Estado han terminado por evidenciar que nuestra democracia padece serias deficiencias.

En este ensayo me propongo demostrar que el origen de esas deficiencias democráticas se remontan a sus inicios, antes incluso de que se convocaran las elecciones democráticas de 1977. La Ley Orgánica del Estado de 1967 que permitió la reforma política de 1976, señalaba en su artículo segundo que «El sistema institucional del Estado español responde a los principios de unidad de poder y coordinación de funciones».

Tal parece que, paradójicamente, la herencia del concepto franquista de «unidad de poder» es lo que han pretendido y ejercido todos los presidentes del gobierno desde Adolfo Suárez. Aunque la monarquía parlamentaria consagra en la Constitución la división de poderes, los presidentes de gobierno han hecho lo posible, por medio de leyes orgánicas y ordinarias, por ocupar y neutralizar las instituciones en beneficio del poder del presidente del Gobierno. Un cesarismo llevado a efecto también en la organización interna de los partidos políticos, sobradamente financiados con los impuestos de los contribuyentes. Incumpliendo la vigente ley de partidos políticos, todos los dirigentes políticos repiten un modelo de centralismo que consiste en imponer desde Madrid o desde las capitales autonómicas, los respectivos presidentes regionales y provinciales de las organizaciones partidarias. Dominar el partido es la base del poder del líder, tanto sea disfrutando del gobierno como en la oposición.

Los sondeos de opinión del Eurobarómetro de 2017 situaban a España en la última posición de los estados miembros de la UE en cuanto a confianza de los ciudadanos en los políticos, el Parlamento e instituciones. El sondeo de SocioMétrica de enero de 2025 (publicado por El Español) revela que más del noventa por ciento de los españoles desconfían de los políticos, del Parlamento y hasta de la Fiscalía. Se salva la valoración positiva de la Corona, personificada en S. M. el Rey Don Felipe VI, el ejército y las fuerzas de seguridad, singularmente la Guardia Civil.

Tenemos un problema. España, una gran Nación, protagonista del milagro europeo desde el siglo XV, inició un camino virtuoso de concordia, libertad y progreso con la Constitución de 1978. Después de cincuenta años los españoles somos conscientes de que algo no funciona, algo ha salido fuera de control y la corrupción (casi una cleptomanía) es el síntoma más evidente de una enfermedad que precisamos diagnosticar si queremos aplicar la terapia adecuada y rectificar, recuperar el camino virtuoso de 1976-1978.

Sabemos por una larga experiencia que los sistemas políticos anquilosados y en crisis o se reforman o mueren por medio de una ruptura más o menos traumática. Es lo que ocurrió en 1931 y en 1936: dos rupturas que condujeron a una guerra civil. En este libro voy a describir cómo hemos llegado hasta aquí. Es amplísima la bibliografía que, desde los años ochenta del pasado siglo, nos advierte de una deriva partitocrática y presidencialista en España que no ha hecho otra cosa que ampliarse desde entonces hasta llegar al culmen con el presidente socialista Pedro Sánchez.

La causa profunda de nuestra deficiente democracia es la natural tendencia del poder a eliminar los controles y acrecentar las adhesiones para prolongar en lo posible el disfrute de los beneficios de la administración del Presupuesto Nacional. Esto es algo propio de la política desde que hay estado, desde el origen de las polis en Mesopotamia, Egipto y Grecia. La singularidad española consiste en que el presidencialismo no ha sido frenado en ninguna ocasión y todos los presidentes han continuado y aprovechado los abusos de poder, la preponderancia de los presidentes anteriores. Hasta hoy no se conoce un liderazgo político reformista con un proyecto claro de reducción del tamaño e intervencionismo de la Administración y de un regreso al espíritu constitucional de la división de poderes propia de una monarquía parlamentaria.

Padecemos, desde hace décadas, un presidencialismo con una irrefrenable vocación de poder absoluto. La opinión pública conoce los fallos de nuestro sistema político; falta la emersión de un liderazgo y de un proyecto de reforma en el sentido contrario de la dependencia de los nacionalismos periféricos, recuperar el balance de poderes, reducir impuestos y el tamaño de un estado elefantiásico.

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