Alejandro Sanz descubre el peligro que tiene dejar un corazón 'partío'
«Parece que tiene una seguidora empeñada en hacer añicos los supuestos pies de barro de su ídolo»

El cantante Alejandro Sanz. | Manuel Pinilla Cruces (Europa Press)
Hoy en día, basta con darle al botón rojo de un dispositivo móvil, colocarse ante su minúscula y potente cámara, soltar una soflama, una confesión o un señalamiento, para hacer temblar los cimientos de cualquier reputación. Allí donde no llega el sistema judicial habrá ahora un reel o una story que sirva de escarmiento, que se transforme en amenaza o, incluso, en sentencia para un público con tanta sed de venganza como escaso apetito por la verdad. Los inquisitoriales tribunales digitales arrasan con todo a la feroz velocidad de lo viral: cuanto más famoso el acusado, mayor repercusión. Y si uno entra con detenimiento al detalle de las publicaciones en redes sociales descubrirá, no sin asombro, cómo los fervientes y adictos usuarios comentan los hechos, sin filtro alguno, sin siquiera tomarse la molestia de leer las explicaciones dadas, generando una interminable sucesión de opiniones carentes de rigor alguno y repetidas hasta la saciedad en lo que llamamos «conversación social», pero que ni siquiera podemos considerar un diálogo de besugos sino una colección de monólogos diarreicos.
Ay, perdonen, pero qué a gusto me he quedado.
No sé si Alejandro Sanz ha leído Misery o ha visto la película, pero se la recomiendo, más que nada para que vea hasta dónde es capaz de llegar una fan. En la ficción, para que escriba la mejor novela de su carrera, llega a romperle las piernas a su autor favorito con un martillo. En el caso real del cantautor, parece que tiene una seguidora empeñada en hacer añicos los supuestos pies de barro de su ídolo. No hay violencia, no, solo hay una confesión en vídeo. Ya les digo que son las cosas de nuestro tiempo.
Esta es una historia sin delito alguno, es más una batalla sobre la moral y la ética, al menos escuchando a la propia implicada, Ivet Playá, una fan de Alejandro Sanz que seguía al cantante desde que era una niña. Primero fueron los corazoncitos en los posteos, los comentarios, luego llegaron los mensajes y una escalada de reacciones que culminó en el encuentro, tiempo después, entre ambos. La niña ya era una mujer de 22 años. Ahora se presenta como víctima de un supuesto juego de manipulaciones emocionales por parte del cantante («sus acciones llegaron a traspasar cualquier límite de lo que yo considero mora e incluso humano»), sin explicar en qué consisten realmente, a la vez que confiesa una relación íntima que selló su vínculo. Eso así, ella cumple la ley del sí es sí porque reconoce que dichos encuentros fueron consensuados.
Ya tenemos el lío. A la espera de las pruebas pertinentes para confirmar que hubo sexo y, con él, una infidelidad por parte del cantante, éste acusa a su seguidora, a la que contrató para la coordinación de sus clubs de fans, de una reacción desproporcionada a su negativa a ayudarla económicamente en un emprendimiento personal. Al parecer, por consejo de sus abogados.
Hay quienes ya acusan al compositor y cantante de pedofilia. A ver, centrémonos: contestar amablemente a una fan es algo común entre los artistas (si es que son ellos los que lo hacen, la mayoría de las veces es su equipo de redes quienes gestionan esa correspondencia digital). No hay nada sexual en ello, solo faltaría. Y de ser cierta esa relación, hablamos de dos adultos que son capaces de tomar sus propias decisiones libremente. Se leen comentarios de tono feminista que insisten en el posible abuso debido a la diferencia de edad. Si ahora resulta que cuando una mujer de 22 años se acuesta con un hombre de 49 es porque ella no es emocionalmente madura, pues apaga y vámonos: no podemos empoderarnos a los 18 años para votar, pero luego desempoderarnos para echar un polvo. Lo siento, no cuela, y menos con el discurso de que hay que proteger a una mujer por su mala cabeza. Oiga, aquí apechugamos todos con nuestras decisiones y gestionamos como podemos el rechazo.
En todo caso, se ha querido construir el relato del monstruo que seduce a la niña y alimenta con trampas emocionales a su víctima, a la que tiene engañada durante años hasta que se convierte en el fruto maduro que devorar con fruición para, una vez saciado sus más bajos instintos, abandonarla a su suerte. Muy mal, Alejandro. ¡Pervertido!
Pero, claro, ¿qué pasa si nada de todo esto es verdad y estamos ante la fantasía de una muchacha que, frustrada por no conseguir la atención de su ídolo, decide atacarle en esa zona de claroscuros del «yo digo, tú dices»? ¿Y si es el delirio de una paranoica que asegura en su alegato que alguien escuchaba las conversaciones que mantenían? ¿Y si es una acosadora que acudía allí donde la estrella iba a aparecer –como ejemplo, el teatro donde se graba La revuelta– para verle?
Este es el dilema.
Lo único que sacamos en claro es que, si lo que cuenta la joven es verdad, no hay crimen que valga: todo este escándalo es fruto del resquemor de un corazón ‘partío’ y solo pretende hacer daño reputacional. Y si es mentira, estamos ante una calumnia de la que cuesta defenderse y va dejando un reguero de dudas que impregnan el inconsciente colectivo. En ambos casos, Alejandro Sanz queda mal.
Ivet no tiene martillo, como en Misery, pero su móvil también puede hacer mucho daño.
P.D.: Por cierto, para no entrar en estériles debates: toda relación humana es una relación de poder.