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Opinión

La ley del silencio: España se desliza hacia la autocracia

«Está en juego el derecho a saber, a informar, a defenderse, a exigir cuentas al poder»

La ley del silencio: España se desliza hacia la autocracia

La nueva Ley de Información Clasificada da plena potestad al Gobierno para decretar secretos oficiales.

El Gobierno ha presentado su propuesta de Ley de Información Clasificada como la superación de una vetusta ley franquista. Lo hace con la clara intención de ocultar sus verdaderos propósitos: blindar aún más al poder ejecutivo, dificultar la transparencia, criminalizar el acceso a la información y reforzar un modelo de Estado basado en la opacidad, la arbitrariedad y el miedo. La propuesta de Félix Bolaños convierte lo que podría haber sido una reforma necesaria en una involución democrática.

Se trata de un paso más, el enésimo, hacia un proyecto autoritario encapsulado en una ley ordinaria. La norma aleja a España de ser una democracia abierta, donde el poder rinde cuentas ante los ciudadanos. Su primer efecto es convertir al Gobierno en juez y parte de lo que puede saberse, con la desfachatez añadida de disfrazar tal calamidad con los ropajes del progreso y la modernidad.

Esta nueva ley permite que el presidente del Gobierno (o el ministro de la Presidencia, que tanto monta) decida qué información se protege bajo confidencialidad oficial, a qué nivel, y durante cuánto tiempo. Se omiten los necesarios contrapesos técnicos: ni siquiera se contempla la creación de una comisión independiente. La autoridad que clasifica la información es la misma que tiene interés en que algo no se sepa. La arbitrariedad es total.

Pongamos un ejemplo concreto de esta amenaza. Imagine que se encuentra inmerso en una disputa o litigio contra la administración, por ejemplo, contra la Agencia Tributaria. Para defenderse, usted necesitará acceder a información administrativa ordinaria: documentos, expedientes, informes. Pues bien: la propia administración podrá aducir que las motivaciones de su expediente están clasificadas, o que los documentos que usted necesita para su defensa son secretos oficiales. El Estado se convierte en una fortaleza sin ventanas.

Abundando en su carácter antidemocrático, la ley tiene, además, efectos retroactivos que socavan la seguridad jurídica. Cualquier documento hoy accesible podrá ser reclasificado si el Gobierno lo considera sensible bajo la nueva norma. Esto afecta directamente, por ejemplo, a procesos de arbitraje fiscal en el marco de la OCDE. En tales casos, la transparencia sobre motivaciones administrativas es clave.

El resultado será un muro opaco en torno a la Agencia Tributaria, que ya cuenta con amplias prerrogativas legales y que en numerosos casos ha sido señalada por abrir expedientes arbitrarios, erróneos o incluso falsos contra ciudadanos, autónomos y empresas. Con esta ley, sus actuaciones podrán blindarse bajo el pretexto del secreto de Estado.

Mientras en países como Noruega, Alemania o el Reino Unido los plazos de confidencialidad rara vez superan los 20 o 30 años (con revisión judicial o parlamentaria), en España el «alto secreto» podrá durar hasta 60 años. Es una de las leyes más restrictivas de Europa.

Tampoco hay garantías judiciales reales. La desclasificación puede denegarse sin explicación clara. No existe una autoridad externa al Gobierno que revise o cuestione la decisión de ocultar información. Y, por si esto fuera poco, la ley prevé un régimen sancionador administrativo de hasta 2,5 millones de euros –algo absolutamente inaudito en países democráticos. Esto permitirá al Gobierno perseguir a periodistas, investigadores o denunciantes sin necesidad de pasar por un juicio penal: bastará con una resolución administrativa para arruinarles la vida.

La ley ni siquiera respeta el principio de interés público como eximente. Si un periodista revela documentos que demuestran corrupción, delitos o abusos de poder, puede ser multado si la información estaba clasificada. Podrían incluso multarle solo por poseer dichos documentos, aunque no los publicara. Esto contradice los estándares del Consejo de Europa y vacía de contenido el derecho a saber. No hace falta ni decir que si esta ley hubiera estado vigente, los recientes escándalos de corrupción abyecta que afectan a este Gobierno (e incluso al anterior) dormirían hoy el sueño de los justos.

Resulta preocupante la tibieza con que esta ley ha sido recibida por los medios generalistas en España. Con honrosas excepciones, la prensa ha comprado el relato oficial: «modernización», «alineamiento con Europa», «acabar con una ley franquista». Nadie parece haberse detenido a leer la letra pequeña ni a entender sus implicaciones democráticas. Se trata de un golpe mortal a la transparencia y la libertad.

Con esta ley vigente, el Gobierno puede legalmente reprimir el activismo, silenciar investigaciones que le perjudiquen y, desde luego, blindar su propia corrupción. Esta norma será el instrumento final para consolidar una arquitectura legal de impunidad institucional. Ningún gobierno futuro deberá rendir cuentas de sus propios desmanes ante la ciudadanía: es más, dicha ciudadanía carecerá de la información necesaria para exigir tal rendición de cuentas. No se pueden pedir explicaciones acerca de aquello que se desconoce.

Mi experiencia en algunos de los países más autoritarios del planeta demuestra que leyes como esta nunca son inocuas. No solo entronizan la opacidad, sino que crean un ambiente de miedo preventivo. Activistas, juristas, periodistas, e incluso funcionarios honestos sabrán que cualquier documento puede estar bajo secreto oficial. Así se llega a la autocensura, convirtiendo el acceso a la información en una actividad de alto riesgo.

Este tipo de legislación suele ser el preludio de medidas menos sutiles: la criminalización de la disidencia democrática, la persecución a quienes filtren informaciones de interés público, la vigilancia a ONG o a asociaciones críticas. El enemigo pasa a ser el ciudadano informado. Y eso es incompatible con cualquier definición seria de democracia.

Bajo la manida excusa de «proteger la seguridad nacional», el relato oficial, reproducido sin matices por la prensa progubernamental, está colando por la gatera la demolición de una democracia maltratada. Repito: la seguridad nacional no es una excusa para eliminar derechos. En democracia, la seguridad debe estar al servicio de las libertades, nunca por encima de ellas.

Esta ley construye otro muro infranqueable entre el ciudadano y el poder, reforzando la ya enorme distancia entre administración y administrado. España es hoy una democracia peculiar en ese sentido: los gobernantes no se consideran servidores públicos, sino que tienen una visión patrimonialista, casi feudal, de su poder. De esta manera, la propuesta de ley protege al Gobierno de la crítica y de la fiscalización. Lo hace con una envoltura legal, con lenguaje administrativo prolijo y aparentemente inocuo, como suele suceder con la burocracia española. Pero lo hace con un objetivo profundamente político: mantener el poder sin tener que rendir cuentas.

Sustituir una ley franquista para instaurar un modelo de secreto permanente, de castigo al periodismo, de privilegio al Ejecutivo y de miedo social, es un acto paradójico de regresión democrática. Esta no es una ley para proteger al Estado. Es una ley para proteger al poder, sumiendo al ciudadano en la indefensión y la ignorancia. Y por eso debe ser combatida, denunciada y rechazada. A España le va en ello la democracia.

Lo que está en juego no es solo el acceso a unos documentos: es el derecho a saber, a informar, a defenderse, a exigir cuentas al poder. Y ese derecho, cuando se pierde, no se recupera fácilmente. Lo diré más claro: esta ley es un paso más hacia una autocracia que se disfraza de democracia. El silencio no es una opción. Tampoco lo es la obediencia ciega a un poder que ya no rinde cuentas a nadie. Que esto suceda justo cuando el Gobierno está cercado por obscenos casos de corrupción no es casual ni inocente: detengan esta ley ahora que aún es posible. Para después será demasiado tarde.

Robert Amsterdam es abogado.

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